Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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—No deberías tocarme —dijo él.

La mano de la muchacha se quedó paralizada donde estaba, la palma contra su mejilla.

—¿Por qué no?

—Sabes por qué —dijo él, y se movió para apartarse de ella, rodando sobre la espalda—. Has visto lo mismo que yo, ¿verdad? El pasado, el ángel. Nuestros padres.

Era la primera vez, se dijo ella, que él los había llamado así. «Nuestros padres.» Giró sobre el costado, deseando alargar la mano para tocarlo pero sin estar segura de si debía hacerlo. Él miraba ciegamente arriba, al cielo.

—Sí.

—Sabes lo que soy. —Las palabras fueron musitadas en un susurro angustiado—. Soy en parte demonio, Clary. En parte demonio. Has comprendido eso al menos, ¿verdad? —Los ojos la perforaron como taladros—. Has visto lo que Valentine intentaba hacer. Usó sangre de demonio… la usó en mí antes siquiera que yo naciera. Soy en parte un monstruo. Formo parte de todo aquello que he intentando con tanto ahínco extinguir, destruir.

Clary apartó el recuerdo de la voz de Valentine diciendo: «Me abandonó porque convertí a su primer hijo en un monstruo».

—Pero los brujos son en parte demonios. Como Magnus. Y eso no los convierte en malvados…

—Pero no un Demonio Mayor. Has oído lo que la mujer demonio dijo.

«Consumirá su humanidad, igual que el veneno le consume la vida a la sangre.» La voz de Clary tembló.

—No es cierto. No puede ser. No tiene sentido…

—Sí que lo tiene.

Había una desesperación furiosa en la expresión de Jace. Ella pudo ver el destello de la cadena de plata que rodeaba su garganta desnuda, iluminada en forma de llamarada blanca por la luz de las estrellas.

—Eso explica todo.

—¿Quieres decir que explica por qué eres un cazador de sombras tan asombroso? ¿Por qué eres leal e intrépido y honesto y todo lo que los demonios no son?

—Explica —dijo él, sin perder la calma—por qué siento lo que siento por ti.

—¿Qué quieres decir?

Él permaneció en silencio un largo rato, mirándola fijamente a través del diminuto espacio que los separaba. Pudo sentirlo, incluso a pesar de que no la tocaba, como si todavía estuviese tumbado son el cuerpo contra el suyo.

—Eres mi hermana —dijo por fin—. Mi hermana, mi sangre, mi familia. Debería querer protegerte… —Lanzó una carcajada muda—. Protegerte de la case de chicos que quieren hacer contigo exactamente lo que yo quiero hacer.

Clary se quedó sin aliento.

—Dijiste que querías ser sólo mi hermano a partir de ahora.

—Mentí —dijo él—. Los demonios mienten, Clary. Ya lo sabes, hay algunas clases de heridas que pueden recibir cuando eres un cazador de sombras… Heridas internas producto del veneno de demonio. NI siquiera sabes qué es lo que te sucede, pero te desangras internamente poco a poco hasta morir. Eso es ser sólo tu hermano.

—Pero Aline…

—Tenía que intentarlo. Y lo hice. —La voz carecía de inflexión—. Pero Dios sabe que no quiero a nadie excepto a ti. Ni siquiera quiero querer a nadie que no seas tú. —Alargó la mano, arrastró los dedos ligeramente por sus cabellos, acariciando la mejilla con las yemas—. Ahora al menos conozco el motivo.

La voz de Clary había descendido hasta convertirse en un susurro.

—Yo tampoco quiero a nadie que no seas tú.

Vio cómo se le entrecortaba la respiración. Lentamente, Jace se irguió sobre los codos. La miraba ya desde más arriba, y su expresión había cambiado; nunca le había visto aquella cara; había una luz aletargada, casi mortífera, en sus ojos. Dejó que los dedos se arrastraran por su mejilla hasta los labios, trazando la forma de la boca con la punta de su dedo.

—Probablemente —dijo—deberías decirme que no hiciese esto.

Ella no dijo nada. No quería decirle que parara. Estaba cansada de decirle no a Jace… de no permitirse sentir lo que todo su corazón quería que sintiese. NO le importaba el precio.

Él se inclinó hacia abajo, los labios contra su mejilla, rozándola ligeramente… y con aquel leve contacto le envió escalofríos a través de los nervios, escalofríos que hicieron que le temblara todo el cuerpo.

—Si quieres que pare, dímelo ahora —susurró él.

Ella siguió callada, y entonces le acarició con la boca el hueco de la sien.

—O ahora.

Trazó la línea de su pómulo.

—O ahora.

Tenía los labios posados en los de ella.

—O…

Pero ella ya había alzado las manos y tirado de él hacia sí, y el resto de las palabras se perdieron en su boca. La besó con delicadeza, con cuidado, pero no era delicadeza lo que ella quería, no en aquel momento, no después de todo aquel tiempo, y cerró los puños sobre su camisa, acercándolo más a ella. Él gruñó suavemente, apretándola contra él, y rodaron sobre la hierba, enredados, sin dejar de besarse. A Clary se le clavaban rocas en la espalda y le dolía el hombro allí donde se había golpeado al caer de la ventana, pero no le importaba. Todo lo que existía era Jace; todo lo que sentía, esperaba, respiraba, quería y veía era Jace. Nada más importaba.

A pesar del abrigo, podía sentir su calor ardiendo a través de sus ropas y las de ella. Les despojó de la cazadora, y luego le quitó también la camisa. Le exploró el cuerpo con los dedos mientras su boca exploraba la de ella: piel suave sobre músculo delgado, con cicatrices que eran como alambres finos. Tocó la cicatriz en forma de estrella de su hombro; era suave y plana, como si formara parte de la piel, no en relieve como las otras cicatrices. Supuso que aquellas marcas eran imperfecciones, pero a ella no le daban esa impresión; eran una historia tallada en su cuerpo: el mapa de una vida de guerra incesante.

Él intentó desabrocharle torpemente los botones del abrigo, le temblaban las manos. Ella no creía haber visto jamás temblar las manos de Jace.

—Yo lo haré —dijo, y acercó las manos al último botón; mientras se incorporaba, algo frío y metálico le golpeó la clavícula, y lanzó una exclamación ahogada de sorpresa.

—¿Qué es? —Jace se quedó paralizado—. ¿Te he hecho daño?

—No. Ha sido esto.

Tocó la cadena de plata que rodeaba el cuello del muchacho. En el extremo colgaba un pequeño aro plateado de metal. Había chocado contra ella al inclinarse al frente. Se lo quedó mirando fijamente.

Aquel anillo —el metal desgastado por el tiempo con su dibujo de estrellas—, conocía aquel anillo.

El anillo de los Morgenstern. Era el único anillo que había centelleado en la mano de Valentine en el sueño que el ángel les había mostrado. Le había pertenecido a él, y se lo había entregado a Jace como se había transmitido siempre, de padre a hijo.

—Lo siento —dijo Jace; le recorrió la línea de la mejilla con la yema del dedo, con una soñadora intensidad en la mirada—. Había olvidado que llevaba esta maldita cosa.

Un frío repentino inundó las venas de Clary.

—Jace —dijo en voz baja—. Jace, no.

—No ¿qué? ¿Que no lleve el anillo?

—No, no…, no me toques. Para durante un segundo.

El rostro del joven quedó totalmente inmóvil. Las preguntas habían ahuyentado la ensoñadora confusión de sus ojos, pero no dijo nada, se limitó a retirar la mano.

—Jace —volvió a decir ella—. ¿Por qué? ¿Por qué ahora?

Los labios de Jace se abrieron sorprendidos y ella pudo ver una línea oscura allí donde se había mordido el labio inferior, o a lo mejor había sido ella quien le había mordido.

—¿Por qué ahora qué?

—Dijiste que no había nada entre nosotros. Que si nosotros…, si nosotros nos permitíamos sentir lo que deseábamos sentir, estaríamos haciendo daño a todas las personas que nos importaban.

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