Aline, pensó Isabelle, no tenía mucha imaginación. Ella misma podía pensar en un montón de razones por las que alguien podría querer escalar las torres de los demonios, aunque sólo fuese para escupir chicle sobre los que pasaban por debajo.
Max parecía contrariado.
—Pero alguien lo ha hecho. Sé que he visto…
—Seguramente lo has soñado —le dijo Isabelle.
El rostro de Max se arrugó. Intuyendo que podía venirse abajo, Alec se puso en pie y le tomó de la mano.
—Vamos, Max —dijo, afectuosamente—. Volvamos a la cama.
—Todos deberíamos irnos a dormir —dijo Aline, poniéndose en pie; fue hasta la ventana donde estaba Isabelle y cerró bien las cortinas—. Ya es casi medianoche; ¿quién sabe cuándo regresarán del Consejo? No sirve de nada esperar…
El colgante de la garganta de Isabelle volvió a latir violentamente… y la ventana ante la que estaba Aline se hizo pedazos hacia dentro. Aline chilló cuando unas manos entraron a través del agujero abierto… En realidad, advirtió Isabelle con claridad, no eran manos, sino enormes zarpas con escamas, que chorreaban sangre y un fluido negruzco. Agarraron a Aline y tiraron de ella a través de la ventana rota antes de que ésta pudiese proferir un segundo grito.
El látigo de Isabelle descansaba sobre la mesa junto a la chimenea. La joven se abalanzó sobre él esquivando a Sebastian, que había salido corriendo de la cocina.
—Consigue armas —le espetó mientras él ojeaba la habitación con asombro—. ¡Vamos! —chilló, y corrió a la ventana.
Junto a la chimenea, Alec sujetaba a Max mientras el muchacho se retorcía y chillaba, intentando escabullirse de las manos de su hermano. Alec lo arrastró hacia la puerta. «Bien —pensó Isabelle—. Saca a Max de aquí.»
Entraba aire frío por la ventana rota. Isabelle se subió la falda y pateó el resto del cristal roto, dando gracias porque sus botas tuviesen unas suelas gruesas. Cuando el cristal desapareció, agachó la cabeza y saltó fuera por el enorme agujero del marco, aterrizando con un fuerte impacto sobre el sendero de piedra situado debajo.
A primera vista el sendero parecía vacío. No había farolas a lo largo del canal; la iluminación principal provenía de las ventanas de las casas cercanas. Isabelle avanzó con cautela, con el látigo de electro enroscado al costado. Poseía el látigo desde hacia tanto tiempo —había sido un regalo de su padre por su decimosegundo cumpleaños—que lo sentía ya como parte de sí misma, como una grácil extensión de su brazo derecho.
Las sombras se intensificaron a medida que se alejaba de la casa y se aproximaba al puente Oldcastle, que trazaba un arco sobre el canal Princewater en un ángulo extraño con el sendero. Las sombras de su base estaban apelotonadas tan densamente como moscas negras… y entonces, mientras Isabelle miraba fijamente, algo se movió dentro de la sombra, algo blanco y veloz como una flecha.
Isabelle corrió, abriéndose paso a través de un seto bajo que delimitaba el jardín de alguien, y se lanzó sobre el estrecho paso elevado de ladrillo que discurría por debajo del puente. El látigo había empezado a resplandecer con una cruda luz plateada, y con su tenue iluminación pudo ver a Aline inerte en el borde del canal. Un enorme demonio recubierto de escamas estaba tumbado sobre ella, presionándola contra el suelo con un grueso cuerpo de lagarto y el rostro enterrado en su cuello…
No podía ser un demonio. Nunca había habido demonios en Alacante. Jamás. Mientras Isabelle lo miraba conmocionada, el ser alzó la cabeza y olisqueó el aire, como si la percibiera allí. Era ciego, advirtió, y una gruesa línea de dientes serrados se dibujaba como una cremallera sobre la frente donde deberían haber estado los ojos. Tenía otra boca en la mitad inferior de la cara, ocupada por colmillos. Los costados de su estrecha cola centellearon mientras la agitaba a un lado y a otro, e Isabelle vio, al acercarse más, que la cola estaba ribeteada de hileras de hueso afilado como cuchillas.
Aline se retorció y emitió un sonido, un gemido jadeante. Una sensación de alivio invadió a Isabelle —había estado medio segura de que la muchacha estaba muerta—, pero duró poco. Al moverse Aline, Isabelle vio que le habían desgarrado la blusa a lo largo de la parte delantera. Tenía marcas de zarpazos en el pecho, y la criatura sujetaba con otra zarpa la cinturilla de los vaqueros.
Una oleada de náuseas invadió a Isabelle. El demonio no intentaba matar a Aline…, aún no. El látigo cobró vida en la mano de Isabelle igual que la espada llameante de un ángel vengador; la joven se abalanzó al frente, asestando un latigazo en la espalda al demonio.
El ser lanzó un chillido agudo y se apartó de Aline. Avanzó hacia Isabelle, con las dos bocas bien abiertas, lanzando zarpazos con las garras hacia su rostro. La muchacha brincó hacia atrás y volvió a azotar el látigo al frente; golpeó al demonio en el rostro, el pecho y las piernas. Una miríada de marcas de látigo entrecruzadas apareció sobre la piel cubierta de escamas del demonio, goteando sangre e icor. Una larga lengua bífida salió disparada de la boca superior en busca del rostro de Isabelle. Había un bulbo en el extremo, una especie de aguijón, como el de un escorpión. Dio una fuerte sacudida lateral a la muñeca y el látigo se enroscó en la lengua del demonio, amarrándola con bandas de flexible electro. El demonio chilló y chilló mientras ella apretaba el nudo y tiraba violentamente. La lengua del demonio cayó con un húmedo y nauseabundo golpe sordo sobre los ladrillos de la calzada.
Isabelle recogió el látigo con una sacudida. El demonio dio media vuelta y huyó, moviéndose a la velocidad de una serpiente. Isabelle corrió tras él. El demonio estaba a medio camino del sendero que ascendía desde la calzada cuando una figura oscura se plantó ante él. Algo centelleó en la oscuridad, y la criatura cayó retorciéndose al suelo.
Isabelle se detuvo bruscamente. Aline estaba de pie observando al demonio caído, con una fina daga en la mano; debía de llevarla en el cinturón. Las runas de la hoja brillaron como relámpagos cuando hundió la daga y la clavó una y otra vez en el cuerpo convulsionado del ser hasta que la criatura dejó de moverse por completo y desapareció.
Aline alzó los ojos. Su rostro permanecía inexpresivo. No hizo el menor gesto para mantener la blusa cerrada, a pesar de los botones arrancados. Rezumaba sangre de las profundas marcas de arañazos de su pecho.
Isabelle soltó un quedo silbido.
—Aline… ¿estás bien?
Aline dejó caer la daga al suelo con un tintineo. Sin decir una palabra se dio la vuelta y corrió, desapareciendo en la oscuridad que había bajo el puente.
Cogida por sorpresa, Isabelle lanzó una imprecación y salió disparada tras ella. Deseó haber llevado puesto algo más práctico que un vestido de terciopelo, aunque al menos llevaba las botas. Dudaba que hubiera podido alcanzar a Aline llevando tacones.
Había escaleras de metal al otro lado de la calzada elevada, que conducían de vuelta a la calle Princewater. Aline era una mancha borrosa en lo alto de la escalera. Se recogió el grueso dobladillo del vestido y la siguió, con las botas taconeando sobre los escalones. Al llegar arriba, miró a su alrededor buscando a la muchacha.
Se quedó atónita. Estaba de pie al final de la amplia calle a la que daba la casa de los Penhallow. Ya no veía a Aline: había desaparecido en la arremolinada multitud que atestaba la calle. Y no se trataba sólo de personas, además. Había «cosas» en la calle —demonios—, docenas de ellos, quizás más, iguales a la criatura con zarpas y aspecto de lagarto a la que Aline había eliminado bajo el puente. Yacían ya dos o tres cadáveres en la calle, uno a sólo unos pocos metros de Isabelle: un hombre, con la mitad de la caja torácica desgarrada. Isabelle pudo advertir por sus cabellos canosos que se trataba de un anciano. «Claro» se dijo; su cerebro funcionaba despacio, pies la velocidad de sus pensamientos estaba embotada por el pánico. «Todos los adultos están en el Gard.» En la ciudad sólo quedaban los niños, los ancianos y los enfermos…
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