Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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—Vaya.

Simon tragó saliva. Notó un sabor salado en la boca. La Clave había capturado y castigado a los miembros del Círculo de Valentine, recordó; a excepción de aquellos que, como los Lightwood, habían conseguido llegar a acuerdos o aceptar el exilio a cambio de perdón.

—¿Has estado aquí abajo desde entonces?

—No. Tras el Levantamiento escapé de Idris antes de que me cogieran. He permanecido lejos durante años… hasta que, como un idiota, pensando que se habrían olvidado de mí, volví. Por supuesto, me atraparon cuando regresé. La Clave tiene sistemas para seguir la pista a sus enemigos. Me arrastraron ante el Inquisidor y me interrogaron durante días. Cuando acabaron, me arrojaron aquí. —Samuel suspiró—. En francés esta clase de prisión recibe el nombre de oubliette . «Un lugar para olvidar.» Es donde arrojas la basura que no quieres recordar, para que se descomponga sin molestarte con su hedor.

—Fantástico. Soy un subterráneo, así que soy basura. Pero tú no lo eres. Tú eres nefilim.

—Soy un nefilim que estaba aliado con Valentine. Eso hace que no sea mejor que tú. Peor, incluso. Soy un renegado.

—Pero muchos otros cazadores de sombras fueron miembros del Círculo… los Lightwood y los Penhallow…

—Todos se retractaron. Le dieron la espalda a Valentine. Yo no.

—¿No lo hiciste? ¿Por qué?

—Porque siento más miedo de Valentine que de la Clave —dijo Samuel—, y si tú fueses sensato, vampiro diurno, sentirías lo mismo.

—¡Pero se supone que estás en Nueva York! —exclamó Isabelle—. Jace dijo que habías cambiado de idea sobre lo de venir. ¡Dijo que querías quedarte con tu madre!

—Jace mintió —dijo Clary tajante—. No me quería aquí, así que me mintió sobre el momento de la partida, y luego os mintió a vosotros diciendo que yo había cambiado de idea. ¿Recuerdas cuando me dijiste que él nunca miente? Pues no es verdad.

—Normalmente nunca lo hace —repuso Isabelle, que había palidecido—. Oye, viniste aquí…, quiero decir, ¿tiene esto algo que ver con Simon?

—¿Con Simon? No. Simon está a salvo en Nueva York, gracias a Dios. Aunque va a enfadarse una barbaridad por no haber tenido oportunidad de despedirse de mí. —La expresión desconcertada de Isabelle empezaba a molestar a Clary—. Vamos, Isabelle. Déjame entrar. Necesito ver a Jace.

—O sea que… ¿viniste por tu cuenta, así sin más? ¿Tenías permiso de la Clave? Por favor, dime que tenías permiso de la Clave.

—No exactamente…

—¿Has violado la Ley? —La voz de Isabelle se elevó, y en seguida descendió; siguió hablando, casi en un susurro—. Si Jace lo descubre, le va a dar algo. Clary, tienes que regresar a casa.

—No; debo estar aquí —dijo Clary, aunque desconocía el origen de su testarudez—. Y necesito hablar con Jace.

—Ahora no es un buen momento. —Isabelle miró a su alrededor ansiosamente, como si esperase que hubiera alguien a quien pudiese apelar para que la ayudara a sacar a Clary de allí—. Por favor, regresa a Nueva York. ¿Lo harás?

—Pensaba que te caía bien, Izzy. —Clary recurrió al sentimiento de culpabilidad.

Isabelle se mordió el labio. Llevaba un vestido blanco y tenía los cabellos recogidos en lo alto con horquillas. Parecía mucho más joven de lo habitual. Detrás de ella Clary alcanzó a ver la entrada, de techo muy alto, en la que colgaban óleos de aspecto antiguo.

—Y me caes bien. Es sólo que Jace…, Dios mío, ¿qué llevas puesto? ¿Dónde conseguiste el equipo de combate?

Clary inclinó la cabeza para contemplarse.

—Es una larga historia.

—No puedes entrar aquí de ese modo. Si Jace te ve…

—¿Y qué si me ve? Isabelle, vine aquí por mi madre… Por mi madre. Puede que Jace no me quiera aquí, pero no puede obligarme a que me quede en casa. Se supone que debo estar aquí. Mi madre esperaba que hiciese esto por ella. Tú lo harías por la tuya, ¿verdad?

—Desde luego que lo haría —respondió ella—. Pero Clary, Jace tiene sus razones…

—Entonces me encantaría escucharlas. —Clary se agachó, pasó por debajo del brazo de Isabelle y se introdujo en la casa.

—¡Clary! —aulló Isabelle, y salió disparada tras ella, aunque Clary había recorrido ya la mitad del pasillo.

Ésta observó, con la parte de su mente que no estaba concentrada en esquivar a Isabelle, que la casa estaba construida como la de Amatis, alta y estrecha, aunque era considerablemente mayor y estaba decorada con más lujo. El pasillo finalizaba en una habitación con ventanas altas que daban a un canal amplio. Unos botes blancos surcaban las aguas, sus velas se desplegaban sin rumbo igual que flores de diente de león zarandeadas por el viento. Un muchacho de cabellos oscuros estaba sentado en un sofá junto a una de las ventanas, al parecer leyendo un libro.

—¡Sebastian! —llamó Isabelle—. ¡No la dejes ir arriba!

El muchacho alzó los ojos, sobresaltado, y al cabo de un instante estaba frente a Clary, cerrándole el acceso a la escalera. Clary se detuvo con un brusco patinazo; jamás había visto a nadie moverse a tal velocidad; salvo a Jace. El muchacho ni siquiera estaba sin aliento; de hecho, le sonreía.

—Así que ésta es la famosa Clary.

La sonrisa le iluminó el rostro, y Clary sintió que se quedaba sin respiración por el asombro. Durante años había dibujado su propio relato gráfico progresivo: el relato del hijo de un rey que estaba bajo una maldición según la cual todas las personas a las que amase morirían. Ella había puesto todo su afán en idear a un sombrío, romántico y enigmático príncipe, y allí estaba él, de pie frente a ella; la misma tez pálida, los mismos cabellos despeinados, y ojos tan oscuros que las pupilas parecían fundirse con el iris. Los mismos pómulos prominentes y ojos hundidos y lóbregos bordeados de largas pestañas. Sabía que nunca antes había puesto los ojos sobre aquel chico, y sin embargo…

El muchacho parecía desconcertado

—No creo que… ¿nos hemos visto antes?

Estupefacta, Clary negó con la cabeza.

—¡Sebastian! —Los cabellos de Isabelle se habían soltado de las horquillas y colgaban sobre los hombros, y la joven mostraba una expresión iracunda—. No seas amable con ella. No debe estar aquí. Clary, vete a casa.

Con dificultad, Clary apartó la mirada de Sebastian y miró furiosa a Isabelle.

—¿Qué? ¿De vuelta a Nueva York? ¿Y cómo se supone que regreso allí?

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —inquirió Sebastian—Penetrar en Alacante es toda una hazaña.

—Vine a través de un Portal —respondió Clary.

—¿Un Portal? —Isabelle se mostró atónita—. No queda ningún Portal en Nueva York. Valentine los destruyó…

—No te debo ninguna explicación —replicó Clary—. Al menos hasta que tú me des algunas. Para empezar, ¿dónde está Jace?

—No está aquí —respondió Isabelle, justo al mismo tiempo que Sebastian decía:

—Está arriba.

Isabelle se revolvió contra él.

—¡Sebastian! Cállate.

Sebastian se mostró perplejo.

—Pero es su hermana. ¿No querrá verla?

Isabelle abrió la boca y luego la volvió a cerrar. Clary pudo ver que la muchacha sopesaba la conveniencia de explicar su complicada relación con Jace a Sebastian, que era totalmente ajeno a ella, sin darle una desagradable sorpresa a Jace. Finalmente alzó las manos al techo en un gesto de desesperación.

—Fantástico, Clary —dijo con una ira insólita para tratarse de Isabelle—. Sigue adelante y haz lo que quieras, sin que importe a quién lastimas. Siempre lo haces de todos modos, ¿no es cierto?

«¡Ay!» Clary lanzó a Isabelle una mirada de reproche antes de volverse de nuevo hacia Sebastian, que se apartó en silencio. Pasó como una exhalación junto a él y ascendió la escalera, vagamente consciente de los gritos de Isabelle al desventurado Sebastian. Pero ésa era Isabelle; si había un chico por allí y una culpa que adjudicar a alguien, Isabelle se la cargaría a él.

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