Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Por supuesto, ella debería ponerse uno de los jerséis y tal vez una falda. Eso era lo que Amatis probablemente habría querido que hiciese. Pero algo en el equipo de combate la atrajo; siempre había sentido curiosidad, siempre se había preguntado cómo sería…

Unos minutos más tarde, las toallas colgaban sobre la barra del pie de la cama y Clary se contemplaba en el espejo con sorpresa y no poca diversión. El equipo le quedaba bien; era ajustado pero no demasiado, y se le pegaba a las curvas de las piernas y el pecho. De hecho, parecía como si de verdad tuviese curvas, lo que representaba una especie de novedad. No podía darle un aspecto formidable —dudaba que nada pudiese conseguirlo—, pero al menos parecía más alta, y su pelo, en contraste con el material negro, resultaba extraordinariamente brillante. De hecho… «Me parezco a mi madre», pensó con un sobresalto.

Y así era. Jocelyn siempre había tenido un acerado núcleo de agresividad bajo su aspecto de muñeca. Clary se había preguntado a menudo qué había sucedido en el pasado de su madre para hacer que fuese como era: fuerte e inflexible, obstinada y valerosa. «¿Se parece tu hermano tanto a Valentine como tú te pareces a Jocelyn», había preguntado Amatis, y Clary había querido responder que ella no se parecía en nada a su madre, que su madre era hermosa y ella no lo era. Pero la Jocelyn que Amatis había conocido era la muchacha que había conspirado para derribar a Valentine, que había forjado en secreto una alianza de nefilim y subterráneos que había hecho pedazos al Círculo y salvado los Acuerdos. Aquella Jocelyn jamás había estado de acuerdo en quedarse tranquilamente en aquella casa y aguardar mientras todo en su mundo se hacía añicos.

Sin detenerse a pensar, Clary cruzó la habitación y corrió el cerrojo de la puerta, cerrándola. Luego se acercó a la ventana y la abrió. El enrejado estaba allí, aferrado a la pared de piedra como… «Como una escala de mano —se dijo Clary—. Exactamente como una escalera…, y las escaleras son totalmente seguras.»

Inspiró profundamente y trepó fuera al alféizar.

Los guardas regresaron en busca de Simon a la mañana siguiente, zarandeándolo para sacarlo de un dormitar intermitente plagado de sueños extraños. En esta ocasión no le pusieron una venda en los ojos mientras lo conducían escaleras arriba, y él echó a hurtadillas una rápida mirada a través de la puerta de barrotes de la celda contigua a la suya. Si había esperado poder echarle un vistazo al propietario de la voz ronca que le había hablado la noche anterior, se vio desilusionado. La única cosa visible a través de los barrotes fue lo que parecía un montón de harapos desechados.

Los guardas condujeron a Simon a toda prisa por una serie de pasillos grises, zarandeándolo sin vacilar si miraba demasiado rato en cualquier dirección. Finalmente se detuvieron en una habitación suntuosamente empapelada. En las pareces colgaban retratos de distintos hombres y mujeres vestidos como cazadores de sombras, con los marcos decorados con dibujos de runas. Debajo de uno de los retratos más grandes había un sofá rojo en el que estaba sentado el Inquisidor, sosteniendo en la mano lo que parecía una copa de plata. Se la tendió a Simon.

—¿Sangre? —preguntó—. Debes de tener hambre a estas alturas.

Inclinó la copa en dirección al muchacho, y la visión del rojo líquido que contenía golpeó a éste justo a la vez que lo hacía el olor. Las venas se tensaron en dirección a la sangre, como hilos bajo el control de un titiritero experimentado. La sensación fue desagradable, casi dolorosa.

—¿Es… humana?

Aldertree lanzó una risita.

—¡Muchacho! No seas ridículo. Es sangre de ciervo. Totalmente fresca.

Simon no dijo nada. Sintió una punzada en el labio inferior allí donde los colmillos se habían deslizado fuera de las fundas, y paladeó la propia sangre en su boca. Le produjo náuseas.

El rostro de Aldertree se arrugó como una ciruela pasa.

—Vamos, querido. —Volvió la cabeza hacia los guardas—. Dejadnos ahora, caballeros —dijo, y éstos se dieron la vuelta para irse.

Únicamente el Cónsul se detuvo brevemente en la puerta para echarle una ojeada a Simon con una expresión de inequívoca repugnancia.

—No, gracias —dijo Simon a través de la pastosidad de la boca—. No quiero sangre.

—Tus colmillos dicen lo contrario, joven Simon —respondió Aldertree en tono jovial—. Toma. Cógela.

Alargó la copa, y el olor a sangre pareció flotar a través de la habitación como el aroma a rosas de un jardín.

Los incisivos de Simon descendieron como cuchillos, totalmente extendidos ya, hundiéndosele en los labios. El dolor fue como una bofetada; avanzó, casi sin voluntad propia, y le arrebató la copa de la mano al Inquisidor. La vació en tres largos tragos; luego, advirtiendo lo que había hecho, la depositó sobre el brazo del sofá. La mano le temblaba. «Inquisidor uno —pensó—. Yo cero.»

—Confío en que la noche pasada en las celdas no fuera demasiado desagradable. No están pensadas para ser cámaras de tortura, muchacho, son más bien lugares para la reflexión forzosa. Considero que la reflexión centra por completo la mente, ¿no te parece? Es esencial para pensar con claridad. Realmente espero que dedicaras algún tiempo a pensar. Pareces un muchacho reflexivo. —El Inquisidor ladeó la cabeza—. Bajé aquella manta para ti con mis propias manos, ya sabes. No me habría gustado que sintiese frío.

—Soy un vampiro —dijo Simon—. No sentimos frío.

—Ah. —El Inquisidor pareció decepcionado.

—Aprecié lo de las Estrellas de David y el Sello de Salomón. —añadió Simon en tono seco—. Siempre es agradable ver que alguien muestra interés por mi religión.

—¡Ah sí, desde luego, desde luego! —Aldertree se animó—. Fabuloso, ¿no es cierto, los grabados? Absolutamente preciosos y por supuesto infalibles. ¡Yo diría que cualquier intento de tocar la puerta de la celda te derretiría directamente la piel de la mano! —Lanzó una risita, claramente divertido por la idea—. En cualquier caso, ¿podrías retroceder un paso, amigo mío? Como un favor, un sencillo favor, ya sabes.

Simon dio un paso atrás.

No pasó nada, pero los ojos del Inquisidor se abrieron como platos; la hinchada piel de su alrededor se tornaba tersa y brillante.

—Ya veo —musitó.

—¿El qué?

—Mira dónde estás, joven Simon. Mira a tu alrededor.

Simon echó una ojeada a su alrededor; nada había cambiado en la habitación, y le llevó un momento comprender a qué se refería Aldertree. Estaba de pie en una zona brillante iluminada por el sol que entraba oblicuamente por una ventana situada muy arriba.

Aldertree casi se retorcía de emoción.

—Estás de pie bajo la luz directa del sol y no te afecta en absoluto. Casi no lo habría creído…, quiero decir, me lo contaron, por supuesto, pero nunca antes había visto nada así.

Simon no contestó. No parecía que hubiese nada que decir.

—La cuestión, desde luego —siguió Aldertree—, es si sabes por qué eres así.

—A lo mejor sencillamente soy más bajo que los otros vampiros.

Simon lamentó inmediatamente haber hablado. Los ojos de Aldertree se entrecerraron, y una vena sobresalió en su sien como un gusano gordo. Estaba claro que no le gustaban los chistes a menos que provinieran de él.

—Muy divertido muy divertido —dijo—. Deja que te pregunte algo: ¿has sido un vampiro diurno desde el momento en que te alzaste de la tumba?

—No. —Simon habló con cuidado—. Al principio el sol me quemaba. Incluso un simple trocito de luz solar me quemaba la piel.

—No me digas. —Aldertree asintió con energía, confirmando que ése era el modo en que las cosas tenían que ser—. Así pues, ¿Cuándo advertiste por primera vez que podías andar a la luz del día sin sentir dolor?

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