Alec andaba en silencio, avanzando a grandes zancadas por delante de Simon como si fingiera estar solo. En su vida anterior Simon habría tenido que apresurar el paso, jadeante, para mantenerse a su altura; ahora descubrió que podía ir al ritmo de Alec simplemente acelerando la zancada.
—Debe de ser un fastidio —dijo Simon por fin, mientras Alec mantenía la vista al frente con aire taciturno—. Tener que cargar con la tarea de escoltarme, quiero decir
Alec se encogió de hombros.
—Tengo dieciocho años. Soy un adulto, así que tengo que ser la persona que se encargue. Soy el único que puede entrar y salir del Gard cuando la Clave está reunida, y además, el Cónsul me conoce.
—¿Qué es un Cónsul?
—Es como un funcionario de muy alto rango de la Clave. Cuenta los votos del Consejo, interpreta la ley para la Clave, y les aconseja a ellos y al Inquisidor. Si diriges un Instituto y tropiezas con un problema que no sabes cómo tratar, llamas al Cónsul.
—¿Aconseja al Inquisidor? Pensaba… ¿no está muerta la Inquisidora?
Alec lanzó un resoplido.
—Eso es como decir «¿No está muerto el presidente?». Sí, la Inquisidora murió; ahora hay uno nuevo. El Inquisidor Aldertree.
Simon echó un vistazo colina abajo en dirección a la oscura agua de canales situados muy por debajo. Habían dejado la ciudad tras ellos y marchaban por una calzada estrecha entre umbríos árboles.
—Te diré una cosa, las inquisiciones no le han ido nada bien a mi gente en el pasado —dijo Simon a Alec, que pareció desconcertado—. No importa. Tan sólo era un chiste mundano sobre la historia. No te interesaría.
—Tú no eres un mundano —señaló Alec—. Por eso a Aline y a Sebastian les emocionaba tanto poder echarte un vistazo. Aunque no es que puedas saberlo con Sebastian; él siempre actúa como si ya lo hubiera visto todo.
Simon habló sin pensar.
—¿Están él e Isabelle…? ¿Hay algo entre ellos?
Aquello arrancó una carcajada a Alec.
—¿Isabelle y Sebastian? Difícilmente. Sebastian es un buen tipo, y a Isabelle sólo le gusta salir con chicos totalmente inapropiados a los que nuestros padres aborrecerían. Mundanos, subterráneos, pillos insignificantes…
—Gracias —dijo Simon—. Me alegro de verme clasificado junto con el elemento criminal.
—Creo que lo hace para llamar la atención —repuso Alec—. Además, es la única chica de la familia, así que tiene que estar siempre demostrando lo dura que es. O al menos eso es lo que piensa.
—A lo mejor está intentando desviar la atención de ti —dijo Simon, casi distraídamente—. Ya sabes, como tus padres no saben que eres gay y todo eso.
Alec se detuvo en medio de la calzada tan inopinadamente que Simon casi chocó contra él.
—No —dijo—, pero, aparentemente, todos los demás lo saben.
—Excepto Jace —replicó Simon—. Él no lo sabe, ¿verdad?
Alec inspiró profundamente. Estaba pálido, se dijo Simon, aunque quizá sólo fuera la luz de la luna, que le desvanecía el color a todo. Los ojos parecieron negros en la oscuridad.
—En realidad no es asunto tuyo. A menos que estés intentando amenazarme.
—¿Intentar amenazarte? —Simon se quedó desconcertado—. No estoy…
—Entonces ¿por qué? —dijo Alec, y de improviso había una repentina y agua vulnerabilidad en su voz que desconcertó a Simon—. ¿Por qué mencionarlo?
—Porque pareces odiarme la mayor parte del tiempo —respondió Simon—. No me lo tomo de un modo tan personal, pero lo cierto es que te salvé la vida. Das la impresión de odiar a todo el mundo. Y además, no tenemos prácticamente nada en común. Pero te veo mirando a Jace, y me veo a mí mirando a Clary, e imagino… que quizá sí tenemos algo en común. Y a lo mejor eso podría hacer que yo te desagradara un poco menos.
—¿Así que no se lo vas a contar a Jace? —dijo Alec—. Quiero decir… le contaste a Clary lo que sentías, y…
—Y no fue la mejor de la ideas —respondió Simon—. Ahora me pregunto todo el tiempo cómo volver atrás después de algo así. Si podremos volver a ser amigos alguna vez, o si lo que teníamos se ha roto en mil pedazos. No por culpa suya, sino mía. A lo mejor si encontrase a otra persona…
—Otra persona —repitió Alec, que había empezado a andar otra vez, muy de prisa, con la vista fija en la calzada ante él.
Simon apresuró el paso para mantenerse a su altura.
—Ya sabes a lo que me refiero. Por ejemplo, creo que a Magnus Bane le gustas de verdad. Y es un tipo fabuloso. Da unas fiestas estupendas, por lo menos. Incluyo aunque yo acabara convertido en rata aquella vez.
—Gracias por el consejo. —La voz de Alec era seca—. Pero no creo que le guste tanto. Apenas me habló cuando vino a abrir el Portal al Instituto.
—Quizás deberías llamarle —sugirió Simon, intentando no pensar demasiado en lo extraño que resultaba aconsejar a un cazador de demonios sobre la posibilidad de salir con un brujo.
—No puedo —dijo Alec—. No hay teléfonos en Idris. Aunque no importa, de todos modos. —Su tono era brusco—. Ya estamos. Esto es el Gard.
Un muro alto se alzaba frente a ellos, con un par de enormes portones. Tallados con los arremolinados dibujos angulosos de runas, y aunque Simon no podía descifrarlos como Clary, había algo deslumbrante en su complejidad y en la sensación de poder que emanaba de ellos. Las puertas estaban custodiadas por estatuas de ángeles a ambos lados, los rostros fieros y hermosos. Cada uno sostenía una espada tallada en la mano, y una criatura que se retorcía —una mezcla de rata, murciélago y lagarto, con repugnantes dientes puntiagudos—yacía agonizante a sus pies. Simon se las quedó mirando durante un buen rato. Demonios, imaginó… aunque podían muy bien ser vampiros.
Alec abrió la puerta de un empujón e hizo una señal a Simon para que la cruzara. Una vez dentro, éste pestañeó mirando a su alrededor desconcertado. Desde que se había convertido en vampiro, su visión nocturna se había agudizado hasta adquirir una claridad parecida al láser, pero las docenas de antorchas que bordeaban el sendero que conducía a las puertas del Gard estaban hechas de luz mágica, y el crudo resplandor blanco parecía eliminarle el detalle a todo. Era vagamente consciente de que Alec le guiaba hacia delante por un estrecho sendero de piedra que brillaba con iluminación reflectante; había alguien de pie en el sendero frente a él, cerrándole el paso con un brazo alzado.
—¿Así que este es el vampiro?
La voz que habló era lo bastante profunda para ser casi un gruñido. Simon alzó la vista pese a que la luz le escocía en los ojos como si le quemase; se habría llenado de lágrimas si todavía hubiese sido capaz de llorar. «La luz mágica —pensó—, luz de ángel, me quema. Supongo que no es ninguna sorpresa.»
El hombre que estaba de pie ante ellos era muy alto, y tenía una piel cetrina tensada sobre unos prominentes pómulos. Bajo un pelo negro muy corto, la frente era amplia, la nariz aguileña y romana. Su expresión mientras bajaba la mirada hacia Simon era la de un usuario del metro que contempla una rata enorme que corre de un lado a otro por las vías, medio esperando que llegue el tren y la aplaste.
—Éste es Simon —dijo Alec, con cierto aire vacilante—. Simon, éste es el Cónsul Malachi Dieudonné. ¿Está listo el Portal, señor?
—Sí —respondió Malachi; su voz era áspera y mostraba un leve acento—. Todo está listo. Vamos, subterráneo. —Hizo una seña a Simon—. Cuanto antes termine esto, mejor.
Simon hizo intención de ir hacia el oficial jefe, pero Alec le detuvo posando una mano sobre su brazo.
—Sólo un momento —dijo, dirigiéndose al Cónsul—. ¿Se le enviará directamente a Manhattan? ¿Y habrá alguien esperándole allí al otro lado?
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