—Lo que sientes por él.
Isabelle pareció rebelarse.
—No debería tener que hacerlo.
Clary meneó la cabeza.
—¡Dios! ¡Alec y tú os parecéis mucho!
Isabelle la miró abriendo mucho los ojos.
—¡No es cierto! Somos totalmente diferentes. Yo salgo con diferentes chicos, y él nunca había salido con nadie antes de Magnus. Él es celoso, y yo no.
—Todo el mundo es celoso —sentenció Clary—. Y ambos sois muy estoicos. Es amor, no la batalla de las Termópilas. No tenéis por qué tomároslo todo como si fuera el último bastión. No tenéis que guardároslo todo dentro.
Isabelle alzó las manos.
—Y de repente, tú eres la experta, ¿no?
—No soy experta —replicó Clary—. Pero conozco a Simon. Si no le dices nada, él supondrá que no estás interesada, y se dará por vencido. Te necesita, Izzy, y tú a él. Sólo que él también necesita que seas tú quien lo diga.
Isabelle suspiró y comenzó a subir la escalera. Clary la oía mascullar mientras avanzaban.
—Es culpa tuya, ¿sabes? Si no le hubieras roto el corazón…
—¡Isabelle!
—Bueno, se lo rompiste.
—Sí, y me parece recordar que cuando se convirtió en rata fuiste tú quien sugirió que lo dejáramos en forma de rata, permanentemente.
—No lo hice.
—Sí que lo hiciste… —Clary se calló de golpe. Habían llegado al piso siguiente, donde un largo pasillo se abría en ambos sentidos. Ante la puerta doble de la enfermería se hallaba un Hermano Silencioso, en su hábito de color pergamino, con las manos juntas y la cabeza gacha como en una postura meditativa.
Isabelle lo señaló con un gesto exagerado.
—Aquí estás —dijo—. Buena suerte. Te hará falta para pasar ante él y ver a Jace.
Y se fue por el pasillo, con los tacones repiqueteando sobre el suelo de madera.
Clary suspiró por dentro y se sacó la estela del cinturón. Dudaba que existiera alguna runa de glamour que pudiera engañar a un Hermano Silencioso pero, quizá, si podía acercarse lo suficiente para marcarle una runa de sueño sobre la piel…
«Clary Fray.» La voz que sonó en su cabeza era divertida, y también conocida. No tenía sonido, pero Clary reconoció la forma de los pensamientos, igual que se puede reconocer a alguien por el modo en que ríe o respira.
—Hermano Zachariah. —Resignada, volvió a guardar la estela y se acercó a él, deseando que Isabelle se hubiera quedado con ella.
«Supongo que estás aquí para ver a Jonathan —dijo él alzando la cabeza de su postura de meditación. Su rostro seguía bajo las sombras de la capucha, aunque Clary le alcanzaba a ver el contorno anguloso del pómulo—. A pesar de las órdenes de la Hermandad.»
—Por favor, llámalo Jace. De otro modo resulta muy confuso.
«Jonathan es un buen nombre para un cazador de sombras; fue el primer nombre. Los Herondale siempre han mantenido los nombres en la familia…»
—No fue un Herondale quien le puso ese nombre —indicó Clary—. Aunque tiene una daga de su padre. Pone S. W. H. en la hoja.
«Stephen William Herondale.»
Clary dio otro paso hacia la puerta, y hacia Zachariah.
—Sabes mucho de los Herondale —comentó—. Y de todos los Hermanos Silenciosos, pareces el más humano. La mayoría de ellos no muestran ninguna emoción. Son como estatuas. Pero tú pareces sentir las cosas. Recuerdas tu vida.
«Ser un Hermano Silencioso es mi vida, Clary Fray. Pero si te refieres a mi vida antes de la Hermandad, es cierto.»
Clary respiró hondo.
—¿Alguna vez estuviste enamorado? ¿Antes de la Hermandad? ¿Hubo alguna vez alguien por quien habrías muerto?
Sobrevino un largo silencio.
«Dos personas —contestó el hermano Zachariah finalmente—. Son recuerdos que el tiempo no borra, Clarissa. Pregunta a tu amigo Magnus Bane, si no me crees. La eternidad no hace que se olvide la pérdida, sólo la hace soportable.»
—Bueno, yo no tengo una eternidad —repuso Clary en voz baja—. Por favor, déjame ver a Jace.
El hermano Zachariah no se movió. Clary seguía sin poder verle el rostro, sólo sombras y planos bajo la capucha de su hábito. Sólo las manos, cogidas ante sí.
—Por favor —rogó Clary.
Alec saltó al andén de la estación de metro de City Hall y fue hacia la escalera. Había bloqueado en su mente la imagen de Magnus marchándose de él con un pensamiento y sólo uno: iba a matar a Camille Belcourt.
Subió la escalera mientras sacaba un cuchillo serafín del cinturón. La luz era tenue y vacilante; llegó a vestíbulo bajo el City Hall Park, donde unas claraboyas tintadas permitían el paso a la luz invernal. Se metió la piedra de luz mágica en el bolsillo y alzó el cuchillo serafín.
— Amriel —susurró, y la hoja se encendió como un rayo en sus manos. Alzó la barbilla y pasó la mirada por todo el vestíbulo. El sofá de respaldo alto estaba allí, pero Camille no se hallaba en él. Le había enviado un mensaje diciéndole que iría, así que no debía sorprenderle que ella no se hubiera quedado a esperarlo. Furioso, cruzó el vestíbulo y le dio una patada al sofá, con fuerza. Éste se volcó con un crujido de madera y una nube de polvo; una de las patas se quebró.
Desde un rincón de la estancia le llegó una tintineante risita plateada.
Alec se volvió en redondo, con el cuchillo serafín ardiéndole en la mano. Las sombras de los rincones eran profundas y densas; incluso la luz de Amriel no podía penetrarlas.
—¿Camille? —llamó, con una voz peligrosamente tranquila—. Camille Belcourt. Ven aquí ahora.
Otra risita, y una forma salió de la oscuridad. Pero no era Camille.
Era una niña, seguramente de no más de doce o trece años, muy delgada, con un par de vaqueros gastados y una camiseta rosa de manga corta con un brillante unicornio. También llevaba una larga bufanda rosa, con los extremos manchados de sangre. La sangre le cubría la parte inferior del rostro y le manchaba el cuello de la camiseta. Miró a Alec con ojos muy abiertos y alegres.
—Te conozco —susurró ella, y cuando habló, Alec vio un destello de sus afilados incisivos. Vampira—. Alec Lightwood. Eres amigo de Simon. Te he visto en los conciertos.
Él se la quedó mirando. ¿La había visto antes? Quizá; el paso de un rostro entre las sombras de un bar, una de esas actuaciones a las que Isabelle lo arrastraba. No estaba seguro. Pero eso no significaba que no supiera quién era.
—Maureen —dijo—. Eres la Maureen de Simon.
Ella se miró las manos, que estaban enguantadas en sangre, como si las hubiera hundido en un charco de ella. Y tampoco era sangre humana, pensó Alec. Era la sangre oscura, roja como un rubí, de un vampiro.
—Estás buscando a Camille —dijo en un sonsonete—. Pero ella ya no está aquí. Oh, no. Se ha ido.
—¿Se ha ido? —preguntó Alec—. ¿Qué quieres decir con que se ha ido?
Maureen soltó una risita.
—Ya sabes cómo funcionan las leyes de los vampiros, ¿no? Quien mata al jefe del clan se convierte en su jefe. Y Camille era la jefa del clan de Nueva York. Oh, sí, era.
—¿Al… alguien la ha matado?
Maureen se puso a reír alegremente.
—No alguien, tonto —repuso ella—. He sido yo.
El techo arqueado de la enfermería estaba pintado de azul, con un dibujo rococó de querubines extendiendo cintas de oro, y nubes blancas al viento. Filas de camas de metal se alineaban contra las paredes de la izquierda y la derecha, dejando un pasillo en medio. Dos altas claraboyas permitían pasar la luz del sol invernal, aunque eso de poco servía para calentar la fría habitación.
Jace se hallaba sentado en una de las camas, apoyado en un montón de almohadas que había cogido de las otras camas. Llevaba unos vaqueros con los bajos deshilachados y una camiseta gris. Tenía un libro sobre las rodillas. Alzó la mirada cuando Clary entró en la sala, pero no dijo nada mientras ésta se acercaba a la cama.
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