Lois Bujold - Fragmentos de honor

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Fragmentos de honor: краткое содержание, описание и аннотация

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Estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado y por las razones equivocadas. Cordelia Naismith, de la Fuerza Expedicionaria Betana, llevaba incluso el uniforme equivocado: sin saberlo había entrado en batalla vistiendo el viejo uniforme pardo del equipo científico de Exploración Astronómica. Su encuentro con Aral Vorkosigan, el poderoso y temido Vor, apodado «el carnicero de Komarr
, sólo podía deberse a una de esas complejas intrigas, tan sórdidas y abundantes en la militarizada sociedad de Barrayar.
Tras el primer contacto con Aral, Cordelia volverá a la guerra como capitana de una nave suicida en una misión de engaño: transportar a través de las líneas Vor un arma terrible capaz de atrapar y destruir a toda la flota enemiga.
Un conjunto de intrigas dentro de intrigas, de traiciones en el seno de más traiciones, de nuevos engaños que se unen a otros conocidos, obligará a Cordelia a establecer una paz personal con su principal oponente: Aral Vorkosigan. Una paz que puede acarrear la ignominia, aunque presagia nuevas posibilidades no sólo entre Cordelia y su enamorado, sino también entre los pueblos de ambos.

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—Desde luego, sí así lo quieres. Yo me llamo Tersa.

—¿Ah, sí? Tengo una prima llamada Tersa.

—Es un nombre popular. En el colegio siempre había al menos tres en mi clase. —Se levantó y comprobó el medidor situado junto a la puerta de la bodega de carga—. Ya debe faltar poco para que cuidemos de él. Está a punto de ser arrastrado hasta la orilla, como si dijéramos.

Ferrell olisqueó, y se aclaró la garganta, preguntándose si debía quedarse o marcharse.

—Una pesca algo grotesca.

Mejor marcharme, creo.

Ella tomó la correa de control de la plataforma flotante y se la llevó a la bodega de carga. Hubo unos cuantos sonidos de golpes, y regresó con la plataforma flotando tras ella. El cadáver con el uniforme azul oscuro era de un oficial de cubierta, cubierto de escarcha que se fundía y goteaba en el suelo mientras la tecnomed lo colocaba sobre la camilla de reconocimiento. Ferrell se estremeció de repulsión.

Decididamente, mejor me marcho. Pero se quedó, apoyado contra el marco de la puerta a distancia segura.

Ella tomó un instrumento conectado a los ordenadores. Tenía el tamaño de un lápiz, y emitió un fino rayo de luz azul cuando lo alineó con los ojos del cadáver.

—Identificación retinal —explicó Tersa. Sacó un objeto parecido a una almohadilla, también conectado, y lo colocó bajo cada una de las manos de la monstruosidad.

—Y de las huellas —continuó—. Siempre hago ambas cosas, y las cotejo. Los ojos se pueden distorsionar mucho. Los errores de identificación pueden ser brutales para las familias. Mm. Mm. —Comprobó su pantalla indicadora—. Teniente Marco Deleo. Veintinueve años. Bien, teniente, veamos qué podemos hacer por ti.

Aplicó un instrumento a sus articulaciones, que se aflojaron, y empezó a quitarle la ropa.

—¿Sueles hablar con… ellos? —preguntó Ferrell, nervioso.

—Siempre. Es una cortesía. Algunas de las cosas que tengo que hacer por ellos son bastante indignas, pero se pueden hacer con cortesía.

Ferrell sacudió la cabeza.

—Creo que es obsceno.

—¿Obsceno?

—Todo esto de manipular cadáveres. Tantos problemas y gastos para recuperarlos. Quiero decir, ¿qué les importa a ellos? Cincuenta o cien kilos de carne podrida. Sería más limpio dejarlos en el espacio.

Ella se encogió de hombros, sin distraerse de su tarea. Dobló las ropas e hizo inventario del contenido de los bolsillos, que fue colocando en fila.

—Me gusta revisar los bolsillos —comentó—. Me recuerda cuando era una niña pequeña y visitaba una casa extraña. Cuando subía sola al piso de arriba, para ir al cuarto de baño o algo así, siempre me gustaba asomarme a las otras habitaciones, y ver qué tipo de cosas tenían, y cómo las conservaban. Si estaban muy ordenadas, siempre me impresionaba: nunca he podido ordenar mis cosas. Si era un desorden, consideraba que había encontrado un alma gemela. Las cosas de una persona pueden ser una especie de morfología exterior de su mente: como la concha de un caracol, o algo así. Me gusta imaginar qué clase de personas eran, por lo que tienen en los bolsillos. Ordenadas, o desordenadas. Obediente a las reglas, o llenos de cosas personales… Pongamos por ejemplo al teniente Deleo, aquí presente. Debió ser muy ordenado. Todo según las reglas, excepto este pequeño disco vid de casa. De su esposa, imagino. Creo que debió ser una persona muy agradable.

Colocó la colección de objetos cuidadosamente en una bolsa etiquetada.

—¿No vas a escucharlo? —preguntó Ferrell.

—Oh, no. Eso sería entrometerme.

Él soltó una carcajada.

—No veo la diferencia…

—Ah. —Ella completó el reconocimiento médico, preparó la bolsa de plástico, y empezó a lavar el cadáver. Cuando llegó a la zona genital cuya limpieza era necesaria por la relajación de los esfínteres, Ferrell huyó por fin.

Esa mujer está loca, pensó. Me pregunto cuál será la causa de que haya elegido ese trabajo, o el efecto.

Pasó otro día entero antes de que pescaran un nuevo pez. Ferrell tuvo un sueño, durante su ciclo de descanso, donde estaba en un barco en el mar, e izaba redes llenas de cadáveres que vertía, mojados y brillantes como si tuvieran escamas iridiscentes, en una gran pila en la bodega. Despertó sudando, pero con los pies fríos. Regresó con profundo alivio a su puesto, y se deslizó en la piel de su nave. La nave era limpia, mecánica y pura, inmortal como un dios; uno podía olvidar que alguna vez había poseído esfínteres.

—Qué extraña trayectoria —observó, mientras la tecnomed ocupaba de nuevo su puesto en los controles de tracción.

—Sí… Oh, ya veo. Es barrayarés. Está muy lejos de casa.

—Oh, vaya. Tirémoslo.

—Oh, no. Tenemos archivos de identificación de todos sus desaparecidos. Parte del tratado de paz, ya sabe, junto con el intercambio de prisioneros.

—Considerando lo que hicieron a nuestras prisioneras, creo que no les debemos nada.

Ella se encogió de hombros.

El oficial de Barrayar había sido un hombre alto, ancho de hombros, comandante según indicaban los galones de su cuello. La tecnomed lo trató con el mismo cuidado que había dedicado al teniente Deleo, y más. Se tomó considerables molestias para ponerlo a punto y convertir con un masaje de las yemas de sus dedos el rostro abotargado en algo parecido a la humanidad. Ferrell la observó con asco creciente.

—Ojalá sus labios no se replegaran tanto —observó ella, mientras continuaba con su tarea—. Le dan una mueca que no me parece correcta. Creo que debió ser bastante guapo.

Uno de los objetos de sus bolsillos era un pequeño relicario. Contenía una diminuta burbuja de cristal llena de un líquido claro. El interior de su cubierta de oro estaba grabado con los elaborados signos del alfabeto barrayarés.

—¿Qué es eso? —preguntó Ferrell con curiosidad.

Ella lo alzó a la luz, pensativa.

—Una especie de relicario, o un recordatorio. He aprendido un montón de cosas sobre los barrayareses estos últimos meses. Nueve de cada diez de ellos llevan amuletos de buena suerte o medallones o algo por el estilo. Los oficiales de alto rango son iguales que los reclutas.

—Tonta superstición.

—No estoy segura de que sea superstición o sólo costumbre. Una vez tratamos a un prisionero herido… Dijo que era sólo una costumbre, que la gente se los daba a los soldados como regalo, pero que nadie cree realmente en ellos. Pero cuando se lo quitamos, cuando lo estábamos desnudando para operarlo, trató de luchar con nosotros para conseguirlo. Tuvimos que sujetarlo entre tres para administrarle la anestesia. Me pareció algo especialmente notable para tratarse de un hombre al que le habían volado las piernas. Lloró… Naturalmente, se hallaba en estado de conmoción.

Ferrell contempló el relicario que colgaba del extremo de su cadenita, intrigado a su pesar. Colgaba con otra pieza más, un rizo de pelo dentro de un pendiente de plástico.

—Una especie de agua bendita, ¿no? —inquirió.

—Casi. Es un diseño muy corriente. Se llama «relicario de las lágrimas de la madre». Vamos a ver si podemos… Parece que hace tiempo que lo tenía. Por la inscripción, creo que dice «alférez», y la fecha… debieron dárselo cuando se graduó.

—No son de verdad las lágrimas de su madre, ¿no?

—Oh, sí. Eso es lo que se supone que hace que funcione como protección.

—No parece muy efectivo.

—No, bueno… No.

Ferrell hizo una mueca irónica.

—Odio a esos tipos… pero supongo que lo lamento por su madre.

Boni retiró la cadena y su pendiente, alzando el rizo en el plástico a la luz y leyendo su inscripción.

—No, para nada. Es una mujer afortunada.

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