—¿Y qué dijo, señor? —preguntó Cordelia, picada en su curiosidad.
—Que te lo diga él. Fue una confidencia. Muy poética, por cierto. Me sorprendió. —La despidió con un gesto, como satisfecho, e indicó a Vorkosigan que se acercara. Vorkosigan se plantó ante él en una especie de agresiva posición de firmes. Su boca era sardónica, pero sus ojos, advirtió Cordelia, estaban conmovidos.
—¿Cuánto tiempo me has servido, Aral? —preguntó el emperador.
—Desde mi graduación, veintiséis años. ¿O quiere usted decir en cuerpo y alma?
—En cuerpo y alma. Siempre cuento desde el día en que el pelotón del viejo Yuri mató a tu madre y tu tío. La noche en que tu padre y el príncipe Xav acudieron a mí en el Cuartel General del Ejército Verde con su peculiar propuesta. El Día Uno de la Guerra Civil de Yuri Vorbarra. ¿Por qué nunca se llama la Guerra Civil de Piotr Vorkosigan? Ah, bien. ¿Qué edad tenías?
—Once años, señor.
—Once años. Yo tenía la edad que tú tienes ahora. Extraño. Así que me has servido en cuerpo y alma… maldición, sabes que esto está empezando a afectar mi cerebro…
—Treinta y tres años, señor.
—Dios. Gracias. No queda mucho tiempo.
Por la expresión cínica de su rostro Cordelia supuso que Vorkosigan no estaba convencido en lo más mínimo de la supuesta senilidad del emperador.
El anciano volvió a aclararse la garganta.
—Siempre he querido preguntarte qué os dijisteis el viejo Yuri y tú, ese día, dos años después, cuando por fin lo eliminamos en ese viejo castillo. Últimamente me ha dado por desarrollar cierto interés por las últimas palabras de los emperadores. El conde Vorhalas pensó que estabas jugando con él.
Vorkosigan cerró los ojos un instante, dolido por los recuerdos.
—Difícilmente. Oh, creía que estaba ansioso por descargar el primer golpe, hasta que lo tuve desnudo y sujeto delante de mí. Entonces… tuve el impulso de golpearle súbitamente la garganta, y acabar limpiamente de una vez.
El emperador sonrió amargamente, los ojos cerrados.
—Qué tumulto habría causado.
—Mm. Creo que él supo por mi expresión lo que estaba pensando. Se burló de mí. «Golpea, niño. Si te atreves mientras llevas mi uniforme. Mi uniforme en un niño.» Eso fue todo lo que dijo. Yo respondí: «Mataste a todos los niños de aquella habitación», lo cual fue una tontería, pero fue lo mejor que se me ocurrió en ese momento, y luego le hundí la espada en el estómago. A menudo he deseado haber dicho… otra cosa. Pero sobre todo he deseado haber tenido agallas para seguir mi primer impulso.
—Tenías muy mal aspecto, en las almenas, bajo la lluvia.
—Él había empezado a gritar ya. Lamenté haber vuelto a oír.
El emperador suspiró.
—Sí, lo recuerdo.
—Lo preparó usted.
—Alguien tenía que hacerlo. —Hizo una pausa para descansar, y luego añadió—: Bueno, no te he llamado para charlar de los viejos tiempos. ¿Te habló el primer ministro de mi propósito?
—Algo sobre un puesto. Le dije que no estaba interesado, pero se negó a transmitir mi mensaje.
Vorbarra cerró los ojos, cansado, y se dirigió, aparentemente, al techo.
—Dime… lord Vorkosigan… ¿quién debería ser regente de Barrayar?
Vorkosigan puso una cara como si hubiera mordido algo repugnante pero fuera demasiado educado para escupirlo.
—Vortala.
—Demasiado viejo. No duraría dieciséis años.
—Entonces la princesa.
—El Alto Estado Mayor se la comería viva.
—¿Vordarian?
El emperador abrió los ojos.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Un poco más de sesera, muchacho!
—Tiene un poco de formación militar.
—Discutiremos sus pegas en profundidad… si los médicos me dan otra semana de vida. ¿Tienes algún otro chiste, antes de volver al asunto?
—Quintillian de Interior. Y no es un chiste.
El emperador esbozó una sonrisa amarilla.
—Así que tienes algo bueno que decir de mis ministros después de todo. Ya puedo morirme: lo he oído todo.
—Nunca conseguiría un voto de aprobación de los condes a favor de nadie que no tenga el prefijo Vor delante de su apellido —dijo Vortala—. Ni siquiera aunque fuera capaz de caminar sobre el agua.
—Pues entonces ponedle uno. Dadle un rango que acompañe a su trabajo.
—Vorkosigan —dijo Vortala, escandalizado—, ¡no pertenece a la casta guerrera!
—Ni muchos de nuestros mejores soldados. Sólo somos Vor porque un emperador muerto declaró que uno de nuestros antepasados muertos lo fuera. ¿Por qué no iniciar otra vez la costumbre, como recompensa al mérito? Mejor todavía, declarad Vor a todo el mundo y acabemos con la maldita tontería de una vez.
El emperador se echó a reír, luego se atragantó y tosió.
—¿No sería tirar de la alfombra de debajo de la Liga de la Defensa del Pueblo? ¡Qué contrapropuesta más atractiva para asesinar a la aristocracia! No creo que los más locos de todos ellos pudieran presentar una propuesta más radical. Eres un hombre peligroso, lord Vorkosigan.
—Ha pedido usted mi opinión.
—Sí, en efecto. Y siempre me la das. Extraño. —El emperador suspiró—. Puedes dejar de escabullirte, Aral. No te librarás esta vez.
»Permíteme que lo deje bien claro. Lo que la Regencia necesita es un hombre de impecable rango, de mediana edad y no más, con una educación militar consistente. Debe ser popular con sus oficiales y hombres, bien conocido por el pueblo y, sobre todo, respetado por el Alto Estado Mayor. Lo suficientemente implacable para mantener un poder casi absoluto en este manicomio durante dieciséis años, y lo bastante honrado para entregar ese poder al final de esos dieciséis años a un muchacho que sin duda será un idiota… Yo lo era, a esa edad, y según recuerdo, tú también. Y, oh, sí, que esté felizmente casado. Eso reduce la tentación de convertirse en emperador consorte a través de la princesa. En resumen, tú mismo.
Vortala sonrió. Vorkosigan frunció el ceño. Cordelia sintió que el estómago se le caía a los talones.
—Oh, no —dijo Vorkosigan, pálido—. No vais a dejarme caer ese muerto encima. Es grotesco. Yo, nada menos, para calzar los zapatos de su padre, para hablarle con la voz de su padre, para convertirme en el consejero de su madre… es más que grotesco. Es obsceno. No.
Vortala pareció sorprendido de su vehemencia.
—Un poco de reticencia decente es una cosa, Aral, pero no nos pasemos. Si te preocupan los votos, ya están decididos. Todo el mundo comprende que eres el hombre idóneo.
—Todo el mundo no. Vordarian se convertirá en mi enemigo instantáneo, y también el ministro del Oeste. Y en cuanto a poder absoluto, usted mejor que nadie, señor, sabe qué falsa quimera es esa idea. Una ilusión temblequeante, basada en… Dios sabe qué. Magia. Arte de birlibirloque. Creer en tu propia propaganda.
El emperador se encogió de hombros, con cuidado, para no soltar sus tubos.
—Bueno, no será mi problema. Será del príncipe Gregor, y de su madre. Y del individuo que pueda dejarse convencer para estar a su lado, en los momentos de necesidad. ¿Cuánto tiempo crees que durarán, sin ayuda? ¿Un año? ¿Dos?
—Seis meses —murmuró Vortala.
Vorkosigan sacudió la cabeza.
—Ya me planteasteis ese argumento antes de Escobar. Era falso entonces, aunque tardé algún tiempo en advertirlo, y es falso ahora.
—Falso no —negó el emperador—. Ni entonces ni ahora. Eso debo creer.
Vorkosigan cedió un poco.
—Sí. Puedo ver que debe usted creerlo. —Su rostro se tensó, lleno de frustración, mientras contemplaba al hombre postrado—. ¿Por qué tengo que ser yo? Vortala tiene más sentido político. La princesa tiene más derecho. Quintillian comprende mejor los asuntos internos. Incluso hay mejores estrategas militares. Vorlakial. O Kanzian.
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