Suspiró desazonado ante su pantalla de observación, y recordó la nave tal como era hacía unas pocas semanas. El naufragio se desplegó en su mente: un crucero, lleno de esas luces brillantes que le hacían pensar invariablemente en una fiesta vista a través de aguas nocturnas. Respondiendo siempre como una seda a la mente bajo el casco de su piloto, donde hombre y máquina penetraban la interconexión para convertirse en una sola cosa. Rápida, resplandeciente, funcional… Ya no. Miró a su derecha y se aclaró la garganta.
—Bien, tecnomed —le dijo a la mujer que estaba a su lado, contemplando la pantalla con la misma intensidad sobrecogida que él—. Ése es nuestro punto de partida. Supongo que bien podríamos empezar ya.
—Sí, por favor, oficial piloto. —Ella tenía una voz grave, adecuada para su edad, que Ferrell calculaba en unos cuarenta y cuatro años. Los cinco finos galones de plata de su manga izquierda resplandecían de manera impresionante contra el oscuro uniforme rojo del servicio médico militar de Escobar. Pelo oscuro veteado de gris, muy corto por necesidades del servicio, no por estilo; una amplitud propia de matrona en sus caderas. Una veterana, parecía. La manga de Ferrell todavía tenía que desarrollar incluso su sardineta de primer año, y el resto de su cuerpo aún mantenía cierta falta de desarrollo adolescente.
Pero ella no era más que una tecno, se recordó, ni siquiera médico. Él era un oficial piloto de pleno derecho. Sus implantes neurológicos y su formación de biofeedback eran completos. Se había licenciado y graduado… tres días demasiado tarde para participar en lo que ahora era conocido como la Guerra de los 120 Días. Aunque de hecho habían pasado 118 días y casi una hora entre el tiempo en que la punta de lanza de la flota invasora de Barrayar penetró el espacio local escobariano y el momento en que los últimos supervivientes huyeron del contraataque, corriendo hacia la salida del agujero de gusano para volver a casa como si buscaran una madriguera.
—¿Desea que permanezcamos a la espera? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
—No. La zona interior ha sido bien trabajada en las tres últimas semanas. No espero encontrar nada en las primeras cuatro vueltas, aunque no está de más que seamos concienzudos. Tengo unas cuantas cosas que preparar en el departamento, y luego creo que daré una cabezada. Mi departamento ha estado terriblemente ocupado en los últimos meses —añadió, a modo de disculpa—. Falta de personal, ya sabe. Pero, por favor, llámeme si divisa algo. Prefiero manejar el tractor yo misma, cuando es posible.
—Por mí, bien. —Se giró en la silla hacia la comconsola—. ¿Con qué masa mínima quiere que la ayude? ¿Unos cuarenta kilos?
—Un kilo es el estándar que prefiero.
—¡Un kilo! —Él se la quedó mirando—. ¿Está bromeando?
—¿Bromear? —Ella le devolvió la mirada, y luego cayó en la cuenta—. Oh, ya veo. Estaba usted pensando en términos generales… Verá, puedo hacer una identificación positiva con piezas muy pequeñas. Ni siquiera me importaría detectar trocitos más pequeños que eso, pero con menos de un kilo se pasa demasiado tiempo con falsas alarmas como micrometeoros y otra basura. Un kilo parecer ser el mejor compromiso práctico.
—Puaf.
Pero él colocó obedientemente sus sondas para una masa de un kilo, mínimo, y terminó de programar el rastreador.
Ella hizo un gesto con la cabeza; se retiró de la diminuta sala de navegación y control. La obsoleta nave correo había sido rescatada de la órbita basura y dotada rápidamente para convertirla en un transporte de personal para oficiales de rango medio (los jefazos con prisa tenían el monopolio de las naves nuevas), pero, como el propio Ferrell, se había graduado demasiado tarde para participar. Así que ambos se habían dedicado juntos a los aburridos deberes que él consideraba similares a la colocación de sanitarios, o cosas peores.
Contempló un último momento la reliquia de la batalla en la pantalla de proa, su andamiaje sobresaliendo como si fueran huesos a través de la piel, y sacudió la cabeza por semejante desperdicio. Luego, con un pequeño suspiro de placer, conectó su casco a los círculos plateados de sus sienes y su frente, cerró los ojos y tomó el control de la nave.
El espacio pareció extenderse a su alrededor, animado como el mar. Él era la nave, un pez, un tritón; sin respiración, sin límites, sin dolor. Conectó los motores como si una llama brotara de sus dedos, y empezó la lenta rotación en espiral de la pauta de búsqueda.
—¿Tecnomed Boni? —Pulsó el intercomunicador de su cabina—. Creo que tengo algo para usted.
Ella se frotó la cara para espantar el sueño.
—¿Ya? Qué hora… oh. Debía estar más cansada de lo que creía. Ahora mismo voy, oficial piloto.
Ferrell se desperezó y comenzó una serie automática de ejercicios en su asiento. Había sido una guardia larga y aburrida. Debería tener hambre, pero lo que contemplaba ahora a través de los visores le había quitado el apetito.
Boni apareció al momento y se sentó a su lado.
—Oh, muy bien, oficial piloto. —Descolgó los controles del rayo tractor exterior y flexionó los dedos antes de asirlos con delicadeza.
—Sí, no había mucha duda en eso —reconoció él, echándose hacia atrás y viéndola trabajar—. ¿Por qué tanto cuidado con los tractores? —preguntó con curiosidad, advirtiendo el bajo nivel de energía que estaba utilizando.
—Bueno, ahora mismo están congelados, ya sabe —contestó ella, sin apartar los ojos de los indicadores—. Son quebradizos. Si no se va con cuidado, pueden romperse. Detengamos esa rotación, primero —añadió, casi para sí misma—. Un giro lento está mejor. Eso parece. Pero si giran rápido, a veces… debe ser muy incómodo para ellos, ¿no cree?
Él desvió su atención de la pantalla y se la quedó mirando.
—¡Pero si están muertos, señora!
Ella sonrió lentamente mientras el cadáver, hinchado por la descompresión, los miembros retorcidos como congelados en un gesto de convulsión, era atraído lentamente hacia la bodega de carga.
—Bueno, no es culpa suya, ¿no? Uno de nuestros camaradas, lo veo por el uniforme.
—¡Puaf! —repitió él, y luego dejó escapar una risa nerviosa—. Actúa usted como si le gustara.
—¿Gustarme? No… Pero llevo ya nueve años en Recuperación e Identificación de Personal. No me importa. Y, naturalmente, trabajar en el vacío es siempre un poco más agradable que el trabajo planetario.
—¿Más agradable? ¿Con esa maldita y horrible descompresión?
—Sí, pero hay que considerar también los efectos de la temperatura. No hay descomposición.
Él tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
—Ya veo. Supongo que uno se vuelve… duro, con el tiempo. ¿Es cierto que los llaman ustedes témpanos?
—Algunos sí —admitió ella—. Yo no.
Ella maniobró el cuerpo cuidadosamente a través de las puertas de la bodega de carga y las cerró.
—Temperatura dispuesta para descongelación lenta. Lo podremos manejar dentro de unas pocas horas —murmuró.
—¿Cómo los llama usted? —preguntó él mientras ella se levantaba.
—Personas.
Ella recompensó su asombro con una sonrisita, como un saludo, y se retiró al mortuorio temporal situado junto a la bodega de carga.
En su siguiente descanso, él bajó en persona, atraído por una curiosidad morbosa. Asomó la nariz en la puerta. Ella estaba sentada ante su escritorio. La mesa del centro de la habitación todavía no estaba ocupada.
—Uh… hola.
Ella lo miró y sonrió rápidamente.
—Hola, oficial piloto. Pase.
—Uh, gracias. Sabe, no tiene por qué ser tan formal. Llámeme Falco, si quiere —dijo él mientras entraba.
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