Pasó una semana antes de que alguien dejara la nave. Durante días las lanzaderas volaron a su alrededor, cercándola como nerviosas aves marinas. Aunque no todas las bodegas de estacionamiento habían quedado sumergidas, todavía no había nadie dispuesto a intentar el aterrizaje. Sin embargo, se restableció el contacto con los equipos que ya habían aterrizado en el mundo malabarista y que habían hecho el descenso desde la superficie. Se enviaron barcos improvisados que cruzaron el agua desde la isla más cercana, a solo quince kilómetros de distancia, hasta que besaron el escarpado costado de la nave. Dependiendo de las condiciones de las mareas, era posible alcanzar una pequeña cámara estanca con capacidad solo para humanos.
Clavain y Felka estaban en el primer bote que regresó a la isla. No dijeron nada durante la travesía, mientras se deslizaban por una bruma húmeda y gris. Clavain tenía frío y se sentía abatido al contemplar el muro negro de la nave que iba quedando atrás, entre la niebla. Aquel mar era espeso a causa de los microorganismos que flotaban en él; estaban en los lindes de un importante foco de biomasa malabarista y los organismos ya habían comenzado a pegarse al costado del barco, por encima de la línea de agua. Había un acrecentamiento verde y escamoso, parecido al verdete, que hacía que diera la impresión de que la nave llevaba siglos allí. Se preguntó qué pasaría si no podían convencer a la Nostalgia por el Infinito para que volviera a despegar. Tenían veinte años para persuadirla de que se fuera, pero si la nave ya había tomado la decisión y quería echar raíces allí, Clavain dudaba mucho que pudieran convencerla de lo contrario. Quizá quería un lugar de descanso definitivo, donde pudiera convertirse en un monumento conmemorativo de su delito y del acto de redención que lo había seguido.
—Clavain… —dijo Felka.
El anciano la miró.
—Estoy bien.
—Pareces cansado, pero te necesitamos, Clavain. Ni siquiera hemos comenzado todavía la lucha. ¿No lo entiendes? Todo lo que ha pasado hasta ahora es solo el comienzo. Ya tenemos las armas…
—Un puñado de ellas. Y Skade todavía las quiere.
—Entonces tendrá que enfrentarse con nosotros por ellas, ¿no te parece? No le será tan fácil como se imagina.
Clavain volvió la vista atrás, pero la nave estaba oculta.
—Si todavía estamos aquí, no habrá mucho que podamos hacer para detenerla.
—Tendremos las armas en sí. Pero para entonces Remontoire ya habrá vuelto, estoy segura. Y tendrá la Luz del Zodíaco con él. El daño no era definitivo; una nave así puede repararse sola.
Clavain apretó los labios y asintió.
—Supongo.
Felka le cogió la mano como si quisiera calentarla.
—¿Qué te pasa, Clavain? Tú nos has traído hasta aquí. Te seguimos. No puedes rendirte ahora.
—No me estoy rindiendo —dijo él—. Es solo que estoy… cansado. Ya es hora de dejar que sea otro el que continúe con la lucha. Hace demasiado tiempo que soy soldado, Felka.
—Entonces conviértete en otra cosa.
—No es a eso a lo que me refería. —Intentó forzar un poco de alegría en su voz—. Mira, no voy a morirme mañana, ni la semana que viene. Se lo debo a todos conseguir que este asentamiento despegue. Pero creo que es muy posible que no esté por aquí cuando Remontoire vuelva. Pero, ¿quién sabe? El tiempo tiene la desagradable costumbre de sorprenderme. Dios sabe que es una lección que he aprendido con bastante frecuencia.
Continuaron en silencio. La travesía fue agitada y de vez en cuando el barco tenía que desviarse para pasar al lado de enormes concentraciones de biomasa fibrosa que parecía un montón de algas y que cambiaba de posición y reaccionaba a la presencia del barco de un modo desconcertantemente resuelto. Poco después Clavain vio tierra, y no mucho después el bote resbaló y se detuvo en unos cuantos centímetros de agua, tras tocar fondo sobre roca.
Tuvieron que salir y vadear el resto del camino hasta alcanzar tierra firme. Clavain estaba tiritando para cuando chapoteó los últimos metros. El bote parecía quedar muy lejos, y a la Nostalgia por el Infinito no se la veía por ninguna parte.
Antoinette Bax vino a recibirlos, se abría camino con cuidado entre un campo de charcos que resplandecían como un mosaico de espejos de un color gris perfecto. Tras ella, sobre una pendiente más elevada de tierra, se encontraba el primer campamento: una aldea de tiendas burbuja sujetas a la roca.
Clavain se preguntó qué aspecto tendría dentro de veinte años.
Había más de ciento sesenta mil personas a bordo de la Nostalgia por el Infinito , demasiadas para ubicarlas a todas en una sola isla. En lugar de eso habría una cadena de asentamientos, hasta cincuenta, con unos cuantos cubos en los trozos de tierra más grandes y secos. Una vez que se establecieran esos asentamientos, podía comenzar el trabajo en las colonias flotantes que les proporcionarían un refugio a largo plazo. Allí habría suficiente trabajo para mantener ocupado a cualquiera. Clavain se sentía obligado a formar parte de ello, pero no tenía la sensación de haber nacido para eso.
Sentía, de hecho, que ya había hecho todo para lo que había nacido.
—Antoinette —dijo, sabiendo que Felka no habría reconocido a la mujer sin su ayuda—, ¿cómo van las cosas por tierra firme?
—Ya se está cociendo la mierda, Clavain.
El hombre mantenía los ojos clavados en el suelo por miedo a tropezar.
—Cuéntame.
—Hay un montón de gente que no está contenta con la idea de quedarse aquí. Apoyaron el éxodo de Thorn porque querían ir a casa, volver a Yellowstone. Quedarse metidos durante veinte años en una bola de pis deshabitada no se puede decir que fuera lo que tenían en mente.
Clavain asintió con paciencia. Se sujetó a Felka para no caerse, utilizándola como si fuera un bastón.
—¿Y no les has insistido a estas personas en que estarían muertas si no hubieran venido con nosotros?
—Sí, pero ya sabes cómo es. Algunos nunca están contentos, ¿no? —La joven se encogió de hombros—. Bueno, pensé que podía animarte con eso, por si habías pensado que a partir de ahora todo a iba ir viento en popa.
—Por alguna razón, esa idea no se me ocurrió jamás. Bueno, ¿puede alguien enseñarnos un poco la isla?
Felka lo ayudó a abrirse camino hasta suelo más liso.
—Antoinette, tenemos frío y estamos mojados. ¿Hay algún sitio donde podamos calentarnos y secarnos?
—Vosotros seguidme. Hasta tenemos té preparándose.
—¿Té? —preguntó Felka con suspicacia.
—Té de algas. Producto local. Pero no os preocupéis. Nadie se ha muerto todavía por tomarlo, y lo cierto es que terminas acostumbrándote al sabor.
—Supongo que cuanto antes empecemos, mejor —dijo Clavain.
Siguieron a Antoinette hasta el grupo de tiendas. Había gente trabajando fuera, levantando nuevas tiendas y conectando cables de energía que salían como serpientes de generadores con forma de tortuga. Bax los guió hasta un recinto y cerró la solapa tras ellos. Dentro el ambiente era más cálido y seco, pero solo sirvió para hacer que Clavain se sintiera más mojado y tuviera más frío que un momento antes.
Veinte años en un lugar así , pensó. Ya solo sobrevivir los mantendría ocupados, sí, ¿pero qué clase de vida era aquella en la que sólo se luchaba por la existencia? Los malabaristas quizá resultasen ser unos seres infinitamente fascinantes, inundados de misterios antiguos y eternos de procedencia cósmica, o quizá no deseasen comunicarse en absoluto con los seres humanos. Aunque se habían establecido relaciones entre los humanos y los malabaristas de formas en otros mundos malabaristas, a veces habían hecho falta décadas de estudio para encontrar la llave que abría la puerta de los alienígenas. Hasta entonces, eran poco más que perezosas masas vegetativas que evidenciaban la obra de una inteligencia sin revelarla de ninguna manera. ¿Y si este resultaba ser el primer grupo de malabaristas que no deseaba beber de los patrones neuronales humanos? Se quedarían en un lugar triste y solitario, rechazados por los mismos seres que uno había imaginado que podrían hacerlo tolerable. Quedarse con Remontoire, Khouri y Thorn, sumergirse en la intrincada estructura de la estrella de neutrones viva, quizá empezara a parecer una opción más atractiva.
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