William Gibson - Conde Cero

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La historia tiene lugar 8 años después de lo sucedido en 'Neuromante'. Turner, un mercenario profesional, es encargado de la extracción del científico Mitchel de la empresa Maas para llevarlo a la competencia, la Hosaka, otra empresa de investigación de biochips. Al mismo tiempo, Marly, una marchante de arte caída en desgracia, es contratada por un excéntrico y misterioso multimillonario, Josef Virek, para encontrar al autor de una serie de obras de arte. Para cerrar el círculo, en Barrytown, cerca de los Proyectos, Bobby Newmark, alias Conde Cero, experimenta un Wilson que casi lo mata al conectar en la matriz usando un bioware prestado por Dos-por-Dia, un traficante de soft de los Proyectos.

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—¿Dónde los conseguiste? ¿Dónde conseguiste a Oakey, por ejemplo?

Conroy sonrió. —Por tu agente, Turner.

Turner miró a Conroy, y asintió. Luego levantó el borde de la otra funda. Cajas de plástico y polietileno ordenadamente apiladas sobre el frío metal de la mesa. Tocó un rectángulo de plástico azul estampado con un monograma de plata: S&W.

—Tu agente —dijo Conroy mientras Turner abría el estuche. El arma descansaba sobre un moldeado lecho de espuma azul claro, un voluminoso revólver con un cargador grotesco que se abultaba bajo el corto cañón—. S&W Táctico, calibre 0.408, con un proyector de xenón —dijo Conroy—. Lo que él dijo que tú necesitarías.

Turner tomó el arma y con el pulgar tocó el interruptor de verificación de batería del proyector. Un diodo rojo encastrado en la empuñadura de nogal pulsó dos veces. Sacó el cilindro. —¿Municiones?

—Sobre la mesa. De carga manual, puntas explosivas.

Turner encontró un cubo transparente de plástico ámbar, lo abrió con la mano izquierda y extrajo un cartucho. — ¿Por qué me eligieron a mí para esto, Conroy? —Examinó el cartucho, y luego lo introdujo con mucho cuidado en una de las seis cámaras del cilindro.

—No lo sé —dijo Conroy—. Sentí que te tenían marcado desde el principio, para el momento en que Mitchell avisara...

Turner hizo girar rápidamente el cilindro y de un golpe seco lo metió en canal. —Dije, «¿Por qué me eligieron a mí para esto, Conroy?». —Alzó el arma con las dos manos y extendió los brazos, apuntando directo a la cara de Conroy.— En armas como ésta, a veces, cuando la luz es buena se puede ver por el cañón y saber si la bala está allí.

Conroy hizo un ligero movimiento con la cabeza.

—O quizás puedes verla en una de las otras cámaras...

—No —dijo Conroy en voz baja—, de ningún modo.

—Tal vez los psiquiatras enloquecieron, Conroy. ¿Qué te parece?

—No —dijo Conroy, con el rostro lívido—. No lo hicieron, y tú no lo harás.

Turner apretó el gatillo. El percutor golpeó sobre una cámara vacía. Conroy parpadeó una vez, abrió la boca, la cerró, miró a Turner bajar la Smith & Wesson. Una solitaria gota de sudor rodó por su frente y se perdió en una ceja.

—¿Entonces? —preguntó Turner, con el arma al costado.

Conroy alzó los hombros. —No hagas esa mierda —dijo.

—¿Tanto me necesitan?

Conroy asintió. —Es tu show, Turner.

—¿Dónde está Mitchell? —Abrió de nuevo el cilindro y comenzó a cargar las cinco cámaras restantes.

—En Arizona. En una meseta a cincuenta kilómetros de la frontera de Sonora, en una arcología de alta investigación. Biolaboratorios Maas de Norteamérica. Hasta la frontera, son dueños de todo el sector, y la meseta está en el centro de la zona de rastreo de cuatro satélites de reconocimiento. Muy hermético.

—¿Y cómo se supone que vamos a entrar?

—No vamos a entrar. Mitchell va a salir por él mismo. Nosotros lo esperamos, lo recogemos y lo llevamos a la Hosaka intacto. —Conroy metió un dedo detrás del cuello abierto de su camisa negra y sacó un pedazo de cordel de nailon también negro, y luego un pequeño sobre de plástico del mismo color con un cierre velcro. Lo abrió cuidadosamente y extrajo un objeto; lo puso sobre la palma de su mano y se lo ofreció a Turner.— Aquí está. Esto es lo que envió.

Turner colocó el revólver sobre la mesa más cercana y tomó el objeto. Parecía un microsoft gris y abultado; en un extremo, una neuroconexión ordinaria, y en el otro, una extraña y redondeada forma que no se semejaba a nada que hubiera visto antes. —¿Qué es?

—Un biosoft. Jaylene se lo conectó, y según su opinión es el resultado de una IA: una especie de dossier sobre Mitchell, con un mensaje para la Hosaka enganchado al final. Será mejor que lo compruebes por ti mismo; te conviene enterarte cuanto antes del asunto.

Turner apartó la vista del objeto gris. —¿Qué efecto tuvo sobre Jaylene?

—Dijo que cuando lo hagas, mejor que estés acostado. No pareció gustarle mucho.

Los sueños mecánicos contienen un vértigo particular. Turner se acostó en el improvisado dormitorio sobre una placa nueva de espuma y conectó el dossier de Mitchell. Llegó lentamente; le dio tiempo a cerrar los ojos. Diez segundos después sus ojos estaban abiertos. Se agarró de la espuma verde y luchó contra la náusea. Cerró los ojos de nuevo... Volvió a apoderarse de él poco a poco una marea vacilante, no lineal, de hechos y datos sensoriales, una especie de relato expuesto en planos interrumpidos y yuxtaposiciones surrealistas. Era algo así como ir en una montaña rusa que pasaba como al azar de la existencia a la no existencia a intervalos de una rapidez imposible, cambiando de altitud, de ángulo y de sentido con cada pulsación de la nada, salvo por el hecho de que las variaciones no estaban relacionadas con ninguna orientación física, sino más bien con fulminantes alternancias en el sistema de símbolos y paradigmas. La información nunca había sido concebida para el acceso humano.

Los ojos abiertos, sacó de un tirón el objeto de su conector craneano. Tenía la mano pegajosa de sudor. Fue como despertar de una pesadilla. No de horror, donde los miedos tomaban formas sencillas y terribles, sino el tipo de sueño, mucho más perturbador, donde todo es perfecto y horriblemente normal, y donde todo está absolutamente mal...

La intimidad del objeto era repugnante. Venció olas de cruda transferencia, invocando toda su voluntad para aplastar un sentimiento semejante al amor, la obsesiva ternura que un guardia llega a sentir por el sujeto de una prolongada custodia. Supo que días u horas después hasta el más ínfimo detalle del expediente académico de Mitchell podía aflorar a la superficie de su mente, o el nombre de una mujer, el perfume de su espeso cabello rojo, a la luz del sol, a través de...

Entonces se incorporó, golpeando con las suelas plásticas de sus zapatos la oxidada cubierta. Aún llevaba el anorak, y la Smith & Wesson, en un bolsillo lateral, se le incrustaba en la cadera.

Pasaría. El olor psíquico de Mitchell terminaría por desvanecerse, del mismo modo que la gramática española del lexicón se evaporaba después de cada uso. Lo que había experimentado no era otra cosa que un dossier de seguridad Maas, compilado por una computadora sensible. Volvió a guardar el biosoft en la pequeña cartera negra de Conroy, alisó el cierre velero con el pulgar, y se la colgó del cuello.

Tomó conciencia del ruido de las olas que golpeaban los flancos de la plataforma.

—Eh, jefe —dijo alguien desde más allá de la manta color caqui que cubría la entrada al área del dormitorio—, Conroy dice que es hora de que usted inspeccione la tropa; luego usted y él se marcharán. —El barbado rostro de Oakey apareció detrás de la manta. —De no haber sido por eso no lo habría despertado, ¿de acuerdo?

—No estaba durmiendo —dijo Turner, y se levantó, palpando en un gesto reflejo la piel que rodeaba el implante del conector.

—Lástima —dijo Oakey—. Tengo unos sellos que te hacen dormir una hora exacta; luego un pequeño golpe de un buen excitante, otra vez de pie, y listo para lo que salga, de verdad...

Turner meneó la cabeza. —Condúceme hasta donde está Conroy.

Capítulo 5

El trabajo

Marly se alojó en un pequeño hotel con plantas verdes en grandes tiestos de bronce y los corredores embaldosados como viejos dameros de mármol. El ascensor era una jaula con doradas volutas y paneles de palo de rosa que olían a aceite de limón y a cigarrillos.

Su habitación estaba en el quinto piso. Una alta ventana, el tipo de las que de verdad pueden abrirse, dominaba la avenida. Cuando el sonriente botones se hubo marchado, ella se dejó caer en un sillón cuyo tapizado de felpa contrastaba con la discreta alfombra belga. Abrió por última vez la cremallera de sus gastadas botas parisienses, se las quitó de un puntapié, y miró la docena de bolsas de plástico que el botones había dispuesto sobre la cama. Al día siguiente, pensó, compraría maletas. Y un cepillo de dientes.

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