William Gibson - Conde Cero

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La historia tiene lugar 8 años después de lo sucedido en 'Neuromante'. Turner, un mercenario profesional, es encargado de la extracción del científico Mitchel de la empresa Maas para llevarlo a la competencia, la Hosaka, otra empresa de investigación de biochips. Al mismo tiempo, Marly, una marchante de arte caída en desgracia, es contratada por un excéntrico y misterioso multimillonario, Josef Virek, para encontrar al autor de una serie de obras de arte. Para cerrar el círculo, en Barrytown, cerca de los Proyectos, Bobby Newmark, alias Conde Cero, experimenta un Wilson que casi lo mata al conectar en la matriz usando un bioware prestado por Dos-por-Dia, un traficante de soft de los Proyectos.

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Tenían su dirección.

Se olvidó del hambre, corrió al cuarto de baño y hurgó entre la ropa empapada hasta encontrar su ficha de crédito.

Tenía doscientos diez Nuevos Yens metidos en el mango hueco de plástico de un destornillador multibit. Con destornillador y ficha de crédito seguros en los téjanos, se puso su más viejo y pesado par de botas, y manoteó entre la ropa sucia que estaba debajo de la cama. Sacó una chaqueta de lona negra con al menos doce bolsillos, uno de los cuales era una especie de mochila a la altura de los riñones. Debajo de su almohada había un cuchillo japonés de lanzamiento con empuñadura naranja; lo guardó en un estrecho bolsillo de la manga izquierda de la chaqueta, cerca del puño.

Las chicas del holoporno se encendieron en el momento en que salía: — Bobby, Bobb-y, ven a jugar...

En la sala, desenchufó la Ono-Sendai del panel del Hitachi, enrolló el cable de fibra óptica y lo metió en un bolsillo. Hizo lo mismo con los trodos, y colocó la Ono-Sendai en el bolsillo-mochila de la chaqueta.

Las cortinas continuaban cerradas. Se sintió eufórico de nuevo. Se iba. Tenía que irse. Ya había olvidado la patética ternura que su roce con la muerte había generado. Con cuidado, separó las cortinas una pulgada, y miró hacia afuera.

Atardecía. Pocas horas después, las primeras luces comenzarían a parpadear en las oscuras moles de los Proyectos. El Gran Campo de Juego se abría como un océano de hormigón; los Proyectos se alzaban más allá de la ribera opuesta, vastas estructuras rectilíneas suavizadas por un aleatorio trazado superpuesto de balcones invernadero retractiles, acuarios de anguilas, sistemas de calefacción solar, y las omnipresentes antenas parabólicas.

Dos-por-Día estaría allí ahora, durmiendo, en un mundo que Bobby nunca había visto, el mundo de una arcología de mentráfico. Dos-por-Día bajaba para hacer sus negocios, en especial con los salchicheros de Barrytown, y luego volvía a subir. A Bobby siempre le había parecido bueno, allá arriba: tantas cosas pasaban en los balcones por las noches, entre las rojizas manchas de las barbacoas, niños en ropa interior pululando como monitos, tan pequeños que apenas podías verlos. A veces cambiaba la dirección del viento y el olor a comida se instalaba sobre el Gran Campo de Juego; otras veces podías ver un ultraligero salir planeando de las azoteas de algún país secreto, tan alto, allá arriba. Y siempre el ritmo entremezclado de un millón de altavoces, ondas de música que palpitaban y se desvanecían hilvanándose en el viento.

Dos-por-Día nunca hablaba de su vida, del lugar que habitaba. Dos-por-Día hablaba de negocios o, para ser más sociable, de mujeres. Lo que Dos-por-Día opinaba acerca de las mujeres hacía que Bobby quisiera más que nunca salir de Barrytown, y Bobby sabía que los negocios iban a ser su billete de salida. Pero ahora necesitaba al traficante de un modo diferente porque ahora estaba totalmente perdido.

Tal vez Dos-por-Día era capaz de decirle lo que es taba sucediendo. No era de suponer que hubiese nada letal alrededor de aquella base. Dos-por-Día la había escogido para él, y luego le había alquilado el software necesario para acceder a ella. Y Dos-por-Día estaba preparado para colocar cualquier cosa que Bobby hubiera podido conseguir. Así que Dos-por-Día tenía que saber. Saber algo, por lo menos.

—Ni siquiera sé tu número, viejo —dijo a los Proyectos, dejando que las cortinas se cerrasen. ¿Debería dejar algo para su madre? ¿Una nota?—. A la mierda —dijo a la habitación detrás de él —, fuera de aquí —y salió por la puerta y caminó por el corredor, dirigiéndose alas escaleras—. Para siempre —añadió, abriendo de un puntapié una puerta de salida.

El Gran Campo de Juego parecía lo bastante seguro, salvo por la presencia de un descamisado barrendero absorto en alguna furiosa conversación con Dios. Bobby lo evitó dando un largo rodeo; gritaba y saltaba y cortaba el aire con golpes de karate. El barrendero tenía sangre seca en sus pies descalzos y los restos de lo que probablemente había sido un corte de pelo Lobe.

El Gran Campo de Juego era territorio neutral, al menos en teoría, los Lobes estaban vagamente confederados con los Gothicks; Bobby tenía sólidas afinidades con estos últimos, pero conservaba su estatus de independiente. Barrytown era un sitio arriesgado para ser independiente. Al menos, pensaba mientras la indignada monserga del barrendero se perdía a sus espaldas, las pandillas proporcionaban un mínimo de estructura. Si eras Gothick y los Kasuals te cortaban en rebanadas, había una razón. Tal vez las razones de base que los sustentaban fuesen absurdas, pero había reglas. Pero los independientes eran cortados en rebanadas por camorreros drogados, por lunáticos nómadas y depredadores que venían de sitios tan lejanos como Nueva York, como aquel Coleccionista de Penes del verano anterior, que guardaba sus trofeos en una bolsa de plástico metida en el bolsillo...

Bobby había estado intentando trazar un camino que lo sacara de este paisaje desde el día de su nacimiento, o por lo menos así lo sentía. Ahora, mientras caminaba, la consola de ciberespacio golpeaba contra su espalda. Como si ésta, también, lo instara a irse. —Vamos, Dos-por-Día —dijo a los Proyectos que se alzaban frente a él—, mueve el culo de una vez y aparece en el Leon's cuando yo llegue, ¿de acuerdo?

Dos-por-Día no estaba en el Leon's.

Nadie estaba allí, a menos que quisieras contar a León, que hurgaba los misterios interiores de un conversor mural con un sujetapapeles doblado.

—¿Por qué no consigues un martillo y golpeas el jodido chisme hasta que funcione? —preguntó Bobby—. El resultado sería el mismo.

León levantó la vista. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, pero era difícil saberlo. No parecía pertenecer a ninguna raza en especial; o, según la luz, parecía ser de alguna raza a la que nadie más perteneciera. Gran cantidad de huesos faciales hipertróficos y una melena negra, ensortijada y sin brillo. Su club pirata, instalado en un sótano, constituía desde hacía más de dos años una parte de la vida de Bobby.

León fijó en Bobby su estúpida mirada desconcertante de pupilas gris nacarado con una pizca de verde traslúcido. Los ojos de León hacían pensar a Bobby en ostras y esmalte de uñas, dos cosas en las cuales no le gustaba pensar demasiado cuando de ojos se trataba. El color era como el que podía utilizarse para tapizar lostaburetes de un bar.

—Te digo que no podrás arreglar esa mierda sólo con manosearla —añadió Bobby, molesto.

León sacudió la cabeza y volvió a su exploración. La gente pagaba por entrar en el lugar porque León pirateaba kino y simestim de las redes de cable y emitía muchas cosas a las que los de Barrytown normalmente no podían acceder de otra forma. En la trastienda se hacían negocios y se aceptaban «donaciones» para tomar un trago: en particular licor de Ohio puro cortado con una bebida de naranja sintética que León utilizaba en cantidades industriales.

—Eh, León, dime... —comenzó Bobby otra vez—, ¿has visto a Dos-por-Día por aquí últimamente?

Los horribles ojos volvieron a alzarse y contemplaron a Bobby durante un lapso demasiado prolongado para su gusto.

—No.

—¿Tal vez anoche?

—No.

—¿La noche anterior?

—No.

— Ah. De acuerdo. Gracias. —No tenía sentido seguir molestando a León. En realidad, había muchas razones por las cuales no convenía hacerlo. Bobby miró a su alrededor, a la amplia y oscura habitación, las unidades simestim y las pantallas de kino apagadas. El club estaba formado por una serie de habitaciones idénticas, en el sótano de un edificio semirresidencial ubicado en una zona de viviendas unipersonales salpicada de industrias ligeras. Buena aislación acústica: casi nunca podías oír la música desde afuera. Muchas noches había salido del Leon's, con la cabeza saturada de ruido y pastillas, a lo que parecía un mágico vacío de silencio; los oídos le vibraban todo el camino hasta casa mientras cruzaba El Gran Campo de Juego.

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