William Gibson - Conde Cero

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La historia tiene lugar 8 años después de lo sucedido en 'Neuromante'. Turner, un mercenario profesional, es encargado de la extracción del científico Mitchel de la empresa Maas para llevarlo a la competencia, la Hosaka, otra empresa de investigación de biochips. Al mismo tiempo, Marly, una marchante de arte caída en desgracia, es contratada por un excéntrico y misterioso multimillonario, Josef Virek, para encontrar al autor de una serie de obras de arte. Para cerrar el círculo, en Barrytown, cerca de los Proyectos, Bobby Newmark, alias Conde Cero, experimenta un Wilson que casi lo mata al conectar en la matriz usando un bioware prestado por Dos-por-Dia, un traficante de soft de los Proyectos.

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En la esquina, Marly advirtió una tienda donde vendían ropa de una marca que había sido una de sus preferidas durante sus días de estudiante. Las prendas parecían imposiblemente jóvenes.

En su puño blanco y secreto, el telefax.

Galerie Duperey, 14 Rué au Beurre, Bruxelles.

Josef Virek.

En la fresca y gris sala de entrada de la Galerie Duperey, la recepcionista parecía haber echado raíces, como una planta adorable y sin duda venenosa, detrás de una reluciente placa de mármol sobre la que había un tablero esmaltado. Al aproximarse Marly, alzó unos ojos lustrosos. Marly imaginó el clic y el movimiento de obturadores, su maltrecha imagen enviada hacia algún lejano rincón del imperio de Josef Virek.

—Marly Krushkhoya —dijo, resistiéndose al impulso de sacar el rollo compacto de telefax y alisarlo patéticamente sobre la fría e inmaculada superficie de mármol—. Vengo a ver al señor Virek.

—Fräulein Krushkhova —le dijo la recepcionista—, hoy Herr Virek no puede venir a Bruselas.

Marly miró los labios perfectos, consciente al mismo tiempo del dolor que aquellas palabras le causaban y del agudo placer que estaba aprendiendo a obtener de la desilusión. —Entiendo.

—Sin embargo, ha optado por llevar a cabo la entrevista a través de un enlace sensorial. Si quiere pasar por la tercera puerta a su izquierda...

La habitación era blanca y estaba vacía. De dos paredes colgaban hojas sin marco de lo que parecía cartulina manchada por la lluvia, perforadas por una variedad de instrumentos. Katatonenkunst. Conservador. El tipo de obra que una vendía a comités enviados por los consejos de administración de bancos comerciales holandeses.

Se sentó en una banqueta forrada en cuero y se permitió por fin soltar el telefax. Estaba sola, pero supuso que de una forma u otra la observaban.

—Fräulein Krushkhova. —Un joven vestido con delantal verde oscuro de técnico, estaba de pie en la puerta opuesta a la que ella había entrado. — Dentro de un momento, por favor, cruzará usted la habitación y pasará por esta puerta. Por favor, tome la perilla lentamente, con firmeza, y de forma tal que permita un máximo' contacto con la palma de su mano. Entre con cuidado. La desorientación espacial debería ser mínima.

Ella lo miró, parpadeando.

—Cómo...

—El enlace sensorial —dijo antes de retirarse, y la puerta se cerró tras él.

Ella se puso de pie, intentó dar forma a las húmedas solapas de su chaqueta, se tocó el pelo, lo pensó dos veces, respiró hondo, y cruzó el umbral. La frase de la recepcionista la había preparado para la única clase de enlace que conocía: una señal de simestim transmitida vía Bell Europa. Supuso que se pondría un casco tachonado de dermotrodos; que Virek se valdría de un observador pasivo a modo de cámara humana.

Pero la fortuna de Virek pertenecía a otra escala de magnitud totalmente distinta.

Al cerrar los dedos sobre la fría perilla de bronce, ésta pareció estremecerse, recorriendo un espectro táctil de textura y temperatura en el primer segundo de contacto.

Luego volvió a hacerse de metal, hierro pintado de verde, extendiéndose hacia adelante y hacia abajo, a lo largo de una línea de perspectiva, una vieja barandilla a la que ahora se aferraba perpleja.

Unas gotas de lluvia le golpearon el rostro.

Olor a lluvia y a tierra mojada.

Una confusión de pequeños detalles, su propio recuerdo de un bien regado picnic de la escuela de arte, luchando con la perfecta ilusión de Virek.

A sus pies se extendía el inconfundible panorama de Barcelona; el humo velaba las extrañas agujas de la iglesia de la Sagrada Familia. Se asió a la barandilla con la otra mano también, combatiendo el vértigo. Conocía este lugar. Estaba en el Parque Güell, la tierra encantada de Antonio Gaudí, que se erguía desolada tras el centro de la ciudad. A su izquierda, un gigantesco lagarto hecho de trozos de cerámica parecía congelado en medio de una rampa de áspera piedra. Su sonrisa-fuente regaba un cantero de flores cansadas.

—Está usted algo confundida. Le ruego que me disculpe.

Josef Virek estaba debajo de ella, sentado en el borde de uno de los serpenteantes bancos del parque, los anchos hombros encorvados dentro de un suave abrigo. Toda la vida ella había encontrado aquellos rasgos vagamente familiares. Por alguna razón recordó entonces una fotografía de Virek y el rey de Inglaterra. Él le sonrió. Tenía un cráneo grande y hermoso bajo un rígido cepillo de pelo gris oscuro. Sus fosas nasales estaban permanentemente dilatadas, como si inhalase vientos invisibles de arte y de comercio. Sus ojos, muy grandes tras las gafas redondas y sin montura, que constituían una imagen de marca, eran azul claro y, de un modo extraño, dulces.

—Por favor. —Con una mano estrecha dio unos golpecitos en el aleatorio mosaico de trozos de cerámica que cubrían el banco.— Debe usted perdonarme que dependa tanto de la tecnología. Hace más de una década que me encuentro confinado en la tina de un laboratorio. En algún repugnante suburbio industrial de Estocolmo. O quizás del infierno. No soy un hombre sano, Marly. Siéntese junto a mí.

Respirando hondo, bajó los peldaños de piedra y atravesó el pavimento.

—Herr Virek —dijo—, yo lo vi a usted dar una conferencia en Munich, hace dos años. Una crítica sobre Faessler y su autistiches Theater. Entonces parecía usted estar bien...

—¿Faessler? —La bronceada frente de Virek se arrugó.— Usted vio un doble. Un holograma, tal vez. En mi nombre, Marly, se perpetran muchas cosas. Algunos aspectos de mi fortuna se han ido haciendo autónomos; a veces llegan a luchar entre sí. Rebelión en las extremidades fiscales. Sin embargo, por razones tan complejas como para ser totalmente ocultadas, el hecho de mi enfermedad nunca ha sido revelado al público.

Se sentó junto a él y bajó la mirada hacia el sucio pavimento entre las gastadas puntas de sus botas negras de París. Vio un fragmento de gravilla clara, un oxidado sujetador de papel, el pequeño y polvoriento cadáver de una abeja o avispón. —Es asombrosamente nítido y detallado...

—Sí —dijo él—, los nuevos biochips Maas. Debería usted saber —prosiguió— que lo que yo sé de su vida privada es casi tan detallado como eso. Y en algunos aspectos la conozco mejor que usted misma.

—¿De verdad? —Era lo más fácil, descubrió, concentrarse en la ciudad, escogiendo puntos de referencia que recordaba de una media docena de vacaciones estudiantiles. Allí, exactamente allí, estarían las Ramblas, loros y flores, las tabernas en las que se servía cerveza negra y calamares.

—Sí. Yo sé que fue su amante quien la convenció de que usted había encontrado un original perdido de Cornell...

Marly cerró los ojos.

—Él encargó la falsificación a dos talentosos estudiantes artesanos y a un prestigioso historiador que se encontraba en ciertos aprietos personales... Les pagó con dinero que ya había sustraído de su galería, de lo que usted sin duda se había percatado. Está usted llorando...

Marly asintió. Un frío dedo índice le golpeó la muñeca.

—Yo compré a Gnass. Soborné a la policía para que abandonara el caso. No valía la pena comprar a la prensa; rara vez lo vale. Y ahora, quizás, su ligera notoriedad podría representar una ventaja.

—Herr Virek, yo...

—Un momento, por favor. ¡Paco! Ven aquí, muchacho.

Marly abrió los ojos y vio a un niño de unos seis años, herméticamente enfundado en una oscura americana y pantalones cortos, calcetines claros, y abotonadas botas de charol negro. Una lisa franja de pelo castaño caía sobre su frente dibujando una nítida curva. Sostenía algo en sus manos, una caja.

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