George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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—¿Estás loco? En ningún lugar de la ciudad puedes sacarlas por menos de cuatro.

—Está bien —dije—. Te daré tres kiam por cada una. Hajjar levantó los ojos.

—No fastidies —dijo con disgusto—. Que Alá me conceda vivir lo suficiente sin ti.

—¿Cuál es tu precio más bajo? Quiero decir el «más bajo».

—Ofrece lo que creas correcto. —Tres kiam —dije otra vez.

—Por ser tú —dijo Hajjar, serio—, te las dejaré a cinco y medio. —Tres y medio. Si no quieres mi dinero, encontraré quien lo quiera. —Que Alá me sostenga. Espero que tu proveedor esté bien.

—¡Qué demonios, Hajjar! De acuerdo, cuatro. —¿Qué?, ¿te crees que voy a hacerte un regalo?

—No son ningún regalo a este precio. Cuatro y medio. ¿Te parece bien?

—Está bien. Encontraré el consuelo en Dios. No me ganaré nada, pero dame el dinero y cerremos el trato.

Así es como los árabes de la ciudad regatean, en un zoco por un jarrón de bronce, o en el asiento delantero de un coche de policía.

Le di cien kiam y él me entregó veintitrés soneínas. Me recordó tres veces en el camino hacia Frenchy que me había dado una gratis, como regalo. Cuando llegamos al Budayén, no aminoró la marcha. Pasó ante la puerta entre aullidos de la sirena y se lanzó calle arriba, con la amable predicción de que la gente se apartaría de su camino, y casi todos lo hicieron. Cuando llegamos al club de Frenchy, y empezaba a salir del coche, me dijo en un tono de voz ofensivo:

—Hey, ¿no vas a invitarme a una copa?

De pie en la calle, cerré la portezuela de golpe y me incliné sobre la ventanilla.

—No puedo hacerlo, aunque quisiera. Si mis amigos me vieran bebiendo con un policía… , bueno, piensa lo que le pasaría a mi reputación. Los negocios son los negocios, Hajjar.

Sonrió.

—Y la acción es la acción. Lo sé, lo oigo todo el rato. Ya nos veremos.

Fustigó su coche patrulla otra vez, y bramó «Calle» abajo.

Ya me encontraba en el bar de Frenchy cuando recordé que mi ropa y mi cuerpo estaban llenos de sangre. Demasiado tarde. Yasmin ya me había visto. Refunfuñé. Necesitaba algo que me ayudara a soportar la escena que se avecinaba. Por fortuna, tenía todas esas soneínas.

9

El timbre del teléfono me despertó. Esta vez fue más fácil encontrarlo. Ya no tenía puestos los téjanos, donde solía llevarlo, ni la camisa de la noche anterior. Yasmin había decidido que era más cómodo tirarlos que intentar quitarles las manchas. Además, dijo que no quería pensar en la sangre de Sonny cada vez que recorriera mi muslo con sus uñas. Tenía otras camisas, los téjanos eran otra cuestión. Mi primer asunto del jueves sería buscar unos nuevos.

Así lo había planeado, pero aquella llamada telefónica lo alteró.

—¿Sí? —dije.

—¡Hola! ¡Bienvenido! ¿Cómo estás?—Alabado sea Alá —dije—, ¿quién es?

—Te pido perdón, oh, inteligentísimo, creí que reconocerías mi voz. Soy Hassan.

Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir.

—Hola, Hassan. Friedlander Bey me contó anoche lo que le pasó a Abdulay. Me consuela que tú estés bien.

—Que Alá te bendiga, querido. De hecho, te llamo para transmitirte una invitación de Friedlander Bey. Desea que vayas a su casa a comer con él. Te enviará un coche con chófer.

Ésa no era mi forma favorita de empezar el día.

—Creí haberle persuadido anoche de que yo era inocente.

Hassan se rió.

—No tienes por qué preocuparte. Es una simple invitación amistosa. A Friedlander Bey le gustaría reparar la tensión nerviosa que te hizo pasar. También hay una o dos cosas que le gustaría preguntarte. Podría haber mucho dinero para ti, Marîd, hijo mío.

No me interesaba el dinero de «Papa», pero no podía rechazar su invitación, eso no se hacía en su ciudad.

—¿Cuándo llegará el coche? —pregunté.

—Muy pronto. Despéjate y escucha con atención cualquier sugerencia que Friedlander Bey te haga. Si eres listo, le sacarás provecho. —Gracias, Hassan. —No se merecen —dijo, y colgó.

Me recosté en la almohada y pensé. Años atrás, me había prometido a mí mismo que jamás aceptaría dinero de «Papa», aunque fuera un pago legítimo por un servicio prestado, pues hacerlo te incluía en la extensa categoría de sus «amigos y representantes». Yo era un agente independiente y tenía que ir con mucho cuidado esa tarde si quería conservar mi estado.

Yasmin todavía dormía y no iba a molestarla, Frenchy no abría hasta la puesta de sol. Fui al lavabo, me lavé la cara y los dientes. Tendría que ir a casa de «Papa» vestido con el traje local. No le di importancia. «Papa» lo interpretaría como un cumplido. Eso me recordó que debía llevarle algún regalito, se trataba de una entrevista completamente distinta a la de la noche anterior. Terminé mi breve aseo y me vestí, cambié la kefiyya por el gorro de punto de mi lugar de origen. Metí el dinero, el teléfono y las llaves en mi bolsa, eché un vistazo al apartamento con un vago presentimiento y salí. Debí dejar una nota a Yasmin explicándole adonde iba, pero pensé que si no regresaba jamás, la nota no iba a servirme de nada.

Una lluvia acompañaba al sol de la cálida tarde. Fui a una tienda cercana, compré una cesta de frutas variadas y regresé a la puerta del edificio de mi apartamento. Disfruté del olor fresco y limpio de la lluvia sobre la acera. Vi una gran limusina negra que me esperaba con el motor en marcha. Un chófer uniformado se hallaba en el portal de mi edificio, resguardándose de la fina lluvia. Me saludó al acercarme y me abrió la portezuela trasera del costoso automóvil. Entré dirigiendo una silenciosa oración a Alá y oí el golpe de la puerta al ser cerrada. Poco después el coche se puso en movimiento hacia la gran casa de Friedlander Bey.

Un guardia uniformado custodiaba la puerta del alto muro, cubierto por la hiedra, que el coche cruzó. El camino, pavimentado de grava, serpenteaba grácil por entre un paisaje dispuesto con sumo cuidado. Una profusión de vivaces flores tropicales brotaban por todas partes y, tras ellas, las altas palmeras y los bananeros. El efecto era más natural y alegre que los artificiales arreglos que rodeaban la casa de Lutz Seipolt. La conducción era lenta, los neumáticos del coche arrancaban chasquidos de la grava. Intramuros todo permanecía silencioso y tranquilo, como si «Papa» hubiera conseguido aislarse del ruido y del clamor de la ciudad, y también de los visitantes indeseados. Era un edificio de sólo dos plantas, pero se alzaba sobre un solar carísimo de una buena finca, en el centro de la ciudad. Tenía varias torres —llenas de vigilantes sin duda—, y la casa de Friedlander Bey tenía su propio minarete. Me preguntaba si «Papa» tenía su propio muecín para llamarle a sus devociones.

El conductor se detuvo ante la amplia escalera de mármol de la entrada principal. No sólo me abrió la portezuela trasera del coche, sino que me acompañó hasta el final de la escalera. Fue él quien llamó a la bruñida puerta de caoba de la casa. Un mayordomo, u otro criado, nos abrió y el chófer dijo:

—El invitado del señor.

El chófer regresó al coche y el mayordomo me hizo una reverencia. Me encontraba en la casa de Friedlander Bey. La magnífica puerta se cerró despacio detrás de mí y el aire fresco y seco acarició mi rostro sudado. La casa tenía un sutil olor a incienso.

—Por aquí, por favor —me indicó el mayordomo—. El señor se encuentra orando en este momento. Puede esperar en la antecámara.

Le di las gracias al mayordomo, que me deseó de corazón que Alá me concediese toda clase de bondades. Luego desapareció, y me dejó solo en la pequeña habitación. Paseé por ella con indiferencia mientras admiraba los preciosos objetos que «Papa» había adquirido durante su larga y dramática vida. Por fin, se abrió una puerta y una de las «rocas» me hizo una seña. Vi a «Papa» doblando su alfombra de oración y guardándola en un armario. En su despacho había un mihrab, una cavidad semicircular que se encuentra en toda mezquita e indica la dirección a La Meca.

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