George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
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— ¿Quieres olvidar a ese tipo de una vez? Esto no tiene nada que ver.

—¿Adonde me llevas?

Hajjar se volvió para mirarme, y me sonrió con sadismo.

—«Papa» quiere hablar contigo.

Sentí frío.

—¿«Papa»?

Había visto a Friedlander Bey alguna vez. Lo sabía todo de él; pero nunca había sido conducido a su presencia.

—Y por lo que he oído, Audran, está que echa chispas. Te iría mejor si yo te detuviera por asesinato.

—¿Chispas? ¿A mí? ¿Por qué?

Hajjar se limitó a encogerse de hombros.

—No lo sé. Sólo me han dicho que vaya a buscarte. Que te lo explique el propio «Papa».

En ese preciso instante de creciente temor y peligro, los trifets decidieron actuar y aceleraron los latidos de mi corazón todavía más. Había empezado siendo una bonita noche: con algún dinero, la idea de una buena cena y con Yasmin, que iba a pasar otra noche conmigo. Sin embargo, estaba en el asiento posterior de un patrullero de la policía, con la camisa y los téjanos empapados de la sangre de Sonny, mientras el rostro y los brazos empezaban a picarme por la sangre que se coagulaba en ellos, y me dirigía a una cita con Friedlander Bey, el dueño de todo y de todos. Yo estaba seguro de que había algún tipo de razón, pero no podía imaginarme cuál. Siempre he tenido mucho cuidado con no herir los sentimientos de «Papa». Hajjar no me diría más. Se limitaba a sonreír como un lobo y a decir que no le gustaría estar en mi pellejo. Tampoco a mí, pero allí era donde había estado últimamente.

—Es la voluntad de Alá —murmuré, nervioso.

«Señor, me acerco a Ti. »

8

Friedlander Bey vivía en una casa grande, blanca, guarnecida de torres, a la que casi podría dársele el nombre de palacio. Era una gran finca en medio de la ciudad, a sólo dos manzanas del barrio cristiano. No creo que intramuros nadie tuviera una propiedad tan extensa. La casa de «Papa» hacía que la de Seipolt pareciera una tienda badawi. Pero el sargento no me llevaba a casa de «Papa», íbamos en dirección contraria. Se lo dije al bastardo de Hajjar.

—Déjame conducir —repuso con voz hosca.

Me llamó «el-Magreb». Magreb puede significar puesta de sol. pero también hace referencia a la vasta y vaga franja que se extiende desde el norte de África hacia el oeste, lugar de origen de los idiotas incivilizados, argelinos, marroquíes y otras criaturas semihumanas. Muchos de mis amigos me llaman «el-Magreb» o «magrebí» como apodo o como epíteto. Hajjar lo empleaba como un claro insulto.

—La casa está a tres kilómetros en dirección contraria —dije.

—¿Crees que no lo sé? Jesús, cómo me gustaría tenerte esposado a un poste durante quince minutos.

—Por la bondad de Alá, ¿a qué verdes tierras me llevas?

Hajjar no iba a responder a más preguntas, así que me rendí y vi pasar la ciudad ante mí. Viajar con Hajjar era muy parecido a hacerlo con Bill, no te enteras de mucho y no estás seguro de adonde vas o cómo llegarás.

El policía se metió en un camino particular asfaltado, por detrás de un motel de ladrillo, en los suburbios orientales de la ciudad. El edificio estaba pintado de verde claro y tenía un letrero escrito a mano que decía: MOTEL. NO HAY HABITACIONES. Pensé que un motel con un letrero permanente de NO HAY HABITACIONES era algo poco frecuente. Hajjar salió del coche y abrió la portezuela trasera. Salí y me desperecé, los trifets me habían acelerado. La combinación de drogas y mi nerviosismo, unidos al dolor de cabeza, al estómago revuelto y a la inquietud, estaban a punto de provocarme un colapso nervioso.

Seguí a Hajjar a la habitación diecinueve del motel. Golpeó una especie de contraseña en la puerta. Un corpulento árabe, parecido a un gran bloque de granito, abrió. No esperaba que fuese capaz de pensar ni de hablar y cuando lo hizo, me dejó atónito. Saludó con la cabeza a Hajjar, que no se dio cuenta. El sargento volvió a su coche. La «roca» me miró un momento, preguntándose, quizá, de dónde había salido. Entonces cayó en la cuenta de que debía haber llegado con Hajjar y que me esperaban en la maldita habitación del motel.

—Entra —dijo.

Su voz pareció la de un bloque de granito parlante.

Me encogí de hombros y fui tras él. Otros dos hombres se encontraban en la habitación, había otra «roca» en el rincón más alejado y Friedlander Bey, sentado a una mesa plegable, dispuesta entre la gran cama y el escritorio. Todos los muebles eran europeos.

«Papa» se levantó al verme llegar. Medía metro cincuenta y pico, pero pesaba casi doscientos kilos. Llevaba una sencilla camisa blanca de algodón, pantalones grises, tirantes y ninguna joya. Tenía algunos mechones de cabello gris justo detrás de su cabeza, y apacibles ojos pardos. Friedlander Bey no parecía el hombre más poderoso de la ciudad. Levantó la mano derecha hasta su rostro, apenas rozando su frente.

—Paz —dijo.

Toqué mi corazón y mis labios.

—La paz sea contigo.

No parecía muy contento de verme. Las formalidades me protegerían unos instantes y me darían tiempo para pensar. Necesitaba ingeniar un plan para sorprender a los dos «rocas» y escapar de esa habitación de motel. Me iba a resultar difícil.

«Papa» volvió a sentarse a la mesa.

—Que tus días sean prósperos —dijo, al tiempo que me indicaba una silla frente a él.

—Que tus días sean prósperos y dichosos —repliqué.

Tan pronto como tuviera ocasión, pediría un vaso de agua y me tomaría todos los paxium que llevaba encima. Me senté.

La mirada de sus ojos marrones buscó la mía y se quedó clavada en ella.

—¿Cómo estás de salud? —preguntó con voz de pocos amigos. —Alabado sea Alá —repuse, sintiendo crecer mi temor.

—Hacía mucho tiempo que no te veía —dijo Friedlander Bey —. Nos has dejado solos.

—Que Alá nunca permita que te sientas solo.

La segunda «roca» sirvió café. «Papa» cogió una taza y bebió de ella para demostrarme que no estaba envenenado. Luego me la ofreció.

—Que sea de tu agrado —dijo, entre un atisbo de hospitalidad en su voz.

Cogí la taza.

—Que siempre haya café en tu casa.

Tomamos café juntos. Se sentó y me miró un momento.

—Ha sido un honor —dijo por fin.

—Que Alá te guarde.

Habíamos acabado la breve ceremonia de los buenos modales. Ahora empezarían a suceder cosas. Lo primero que ocurrió fue que saqué mi caja de píldoras, cogí todos los tranquilizantes que pude encontrar y los ingerí con un poco de café. Me tomé catorce paxium, cantidad que algunas personas consideran excesiva. Para mí no lo era. Conozco a mucha gente que me gana bebiendo — Yasmin, por ejemplo—, pero nadie supera mi capacidad para las píldoras y las cápsulas. Catorce paxium de 10 miligramos, si tenía suerte, sólo aliviarían un poco mi tensión nerviosa, ni siquiera me tranquilizarían de verdad. Entonces necesitaría algo con un poco más de marcha. Catorce paxium apenas eran el Mach 1.

Friedlander Bey alargó su taza de café al criado, que se la volvió a llenar. Bebió un poco, mientras me observaba por encima de la tacita. Después, la dejó con cuidado sobre la mesa.

—Puedes comprender que tenga mucha gente a mi servicio.

—Por supuesto que sí, oh caíd —dije.

—Hay mucha gente que depende de mí, no sólo para su subsistencia, sino para mucho más. Soy una fuente de seguridad en su difícil mundo. Saben que sus salarios y ciertos favores dependen de mí, mientras realicen su trabajo de modo satisfactorio.

—Sí, oh, caíd.

Me irritaba la sangre que subía a mi rostro y a mis brazos.

Asintió.

—Por eso me aflige saber que uno de mis amigos es recibido por Alá en el paraíso. Me preocupo por el bienestar de todos los que me representan en la ciudad, desde mis honrados tenientes hasta el más pobre e insignificante mendigo que me ayuda como puede.

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