—Tú eres el amparo de la gente contra la calamidad, oh, caíd.
Levantó la mano, cansado de mis interrupciones.
—La muerte es un hecho, hijo mío. A todos nos alcanza, nadie escapa de ella. El cántaro no puede estar siempre lleno. Debemos aprender a aceptar nuestra muerte, es más, debemos procurarnos el gozo y la vida eterna en el paraíso. Sin embargo, la muerte prematura resulta algo monstruoso. Es un hecho completamente distinto, una afrenta a Alá que debemos reparar. No se puede devolver la vida a los muertos, pero es posible vengar un asesinato. ¿Me comprendes?
—Sí, oh, caíd.
Friedlander Bey no había tardado mucho en enterarse de la muerte prematura de Courvoisier Sonny. Nassir debió llamarle antes que a la policía, incluso.
—Permite que te haga una pregunta: ¿Cómo se puede vengar un asesinato?
Hubo un silencio largo y glacial. Sólo existía una respuesta, pero me costó un rato elaborarla en mi mente.
—Oh, caíd —dije por fin—, una muerte debe ser vengada con otra muerte. Aparece escrito en el Sendero Recto: «La venganza está prescrita en caso de asesinato», y también: «Si alguien te ataca, atácale de la misma forma que te ha atacado». Y también dice: «Vida por vida, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente por diente y venganza de las heridas. Pero quien lo olvide en nombre de la caridad, deberá expiarlo». Soy inocente de este crimen, oh, caíd, y la venganza injusta es un crimen peor que el propio asesinato.
—Alá es el más grande —murmuró él. Me miró sorprendido—. He oído que eres un infiel, hijo mío, eso me causa dolor. Sin embargo, tienes cierto conocimiento del noble Corán.
Se puso en pie y se frotó la frente con la mano derecha. Fue a la gran cama y se tendió sobre la colcha. Me volví para mirarle, pero una enorme mano oscura me atenazó el hombro y me obligó a permanecer en la misma postura. Sólo podía mirar al otro lado de la mesa, a la silla vacía de Friedlander Bey. No podía verle, pero sí oírle hablar.
—Me han dicho que, de toda la gente del Budayén, tú eres quien tenía más razones para asesinar a ese hombre.
Repasé los últimos meses. No podía recordar la última vez que había saludado a Sonny. Permanecía alejado del Red Light. No tenía nada que ver con la clase de travestis, transexuales y mujeres que Sonny manejaba en la calle. Nuestro círculo de amistades no coincidía en absoluto, excepto Fuad al-Manhus, pero Fuad no era amigo mío, ni tampoco de Sonny, seguro. Sin embargo, el concepto de venganza árabe está tan desarrollado y es tan perseverante como el siciliano. Tal vez «Papa» se refiriera a un incidente sucedido hacía meses, o incluso años, que yo había olvidado por completo y que podía constituir la razón de haber matado.
—Yo no tenía ningún motivo —repuse, vacilante.
—No me gustan las evasivas, hijo. Con frecuencia debo hacer estas difíciles preguntas y siempre se empieza a responder con evasivas. Y se sigue con ellas hasta que uno de mis criados convence al interesado. La etapa siguiente es una serie de respuestas que no resultan tan evasivas, pero que son claras mentiras. Una vez más, mi huésped debe ser persuadido de no gastar mi valioso tiempo de esa manera.
Su voz era cansada y grave. Traté de volverme hacia él, pero la enorme mano aferró mi hombro, esta vez más dolorosamente.
—Después de un rato —continuó «Papa»—, por fin llegamos a un punto en el que la verdad y la cooperación parecen el camino más razonable, aunque a veces me entristece comprobar el estado de mi huésped cuando hace ese descubrimiento. Por lo tanto, mi consejo es pasar rápido por las evasivas y las mentiras —mejor aún, no pasar por ellas—, y proseguir directamente con la verdad. Todos saldremos ganando.
La mano de la «roca» no soltó mi hombro. Sentía como si mis huesos fueran convertidos con lentitud en polvo blanco dentro de mi piel. No emití sonido alguno.
—Debías cierta suma de dinero a ese hombre —afirmó Friedlander Bey —. Ya no se la debes porque está muerto. Yo me quedaré ese dinero, hijo mío, y haré lo que el Libro permite.
—¡Yo no debía dinero! —grité —. ¡Ni un maldito fíq! Una segunda mano empezó a estrujarme el otro hombro.
—El perro todavía mueve la cola, oh, señor —murmuró «roca parlante».
—No miento —repuse entre jadeos—. Si te digo que no le debía dinero a Sonny, es verdad. Toda la ciudad me tiene por alguien que no miente.
—Es cierto que nunca me has dado motivos para dudar de ti, hijo mío.
Quizá ha encontrado razones para adquirir ese hábito, oh, señor—murmuró la «roca parlante».
¿Sonny? —dijo Friedlander Bey, volviendo a la mesa—. A nadie le importa Sonny. No es amigo mío, ni de nadie, puedo asegurarlo. Si está muerto, el aire del Budayén será más agradable de respirar. No, hijo mío, te he pedido que vinieras para hablarte del asesinato de mi amigo. Abdulay Abu-Zayd.
Abdulay —dije. El dolor era fortísimo. Empezaba a ver puntitos rojos. Mi voz sonó ronca y apenas audible—. Ni siquiera sabía que Abdulay estuviera muerto.
«Papa» se frotó la frente otra vez.
—Últimamente ha habido muchas muertes entre mis amigos. Más muertes de lo normal.
—Sí —dije.
—Demuéstrame que no has matado a Abdulay. Nadie más tenía motivo para desearle tan mala fortuna.
—¿Qué razones crees que tengo yo?
—La deuda que he mencionado. Abdulay no era muy querido, es cierto, quizá haya despertado antipatías, incluso odios. Pero todo el mundo sabía que estaba bajo mi protección, y que cualquier mal que se le hiciese a él, se me hacía a mí. Su asesino morirá, igual que él.
Traté de levantar la mano, pero no pude.
—¿Cómo ha muerto? —pregunté.
«Papa» me miró a través de sus párpados entornados.
—Tú eres quien debe decirme cómo ha muerto.
—Yo…
Las manos de piedra soltaron mis hombros, eso sólo aumentó mi dolor. Entonces sentí que sus dedos me atenazaban la garganta.
—Contesta, rápido —dijo «Papa», amable —, o muy pronto ya no podrás hacerlo.
—Un disparo —grité con voz ronca—. Una vez. Una bala pequeña. «Papa» hizo un gesto ligero y rápido con una mano. Los dedos de piedra soltaron mi garganta.
—No, no le dispararon. Sin embargo, dos personas han sido asesinadas con un arma tan antigua estas últimas noches. Es interesante que estés al tanto de este asunto. Una de ellas se encontraba bajo mi protección.
Se detuvo con una expresión pensativa en el rostro. Sus manos, toscas y temblorosas, jugueteaban con la taza de café vacía.
El dolor desaparecía rápidamente, aunque mis hombros estarían resentidos algunos días.
—Si no le dispararon — dije—, ¿cómo murió?
Su mirada se clavó en mi rostro.
—Aún no estoy seguro de que no seas su asesino.
—Has dicho que sólo yo tenía motivos, que estaba en deuda con él. Esa deuda fue pagada hace varios días. No le debía nada.
Los ojos de «Papa» se abrieron.
—¿Tienes alguna prueba?
Me levanté un poco de la silla, para sacar el recibo que todavía conservaba en el bolsillo del pantalón. Las manos de piedra volvieron a mis hombros al instante, pero «Papa» hizo que se retiraran.
—Hassan estaba allí —añadí—, él te lo dirá.
Metí la mano en el bolsillo y saqué el papel, lo abrí y se lo pasé por encima de la mesa. Friedlander Bey lo miró; luego, lo estudió más de cerca. Miró a mis espaldas, por encima de mi hombro, e hizo un ligero movimiento con la cabeza. Me volví; la «roca» había regresado a su puesto, junto a la puerta.
—Oh, caíd, ¿puedo preguntarte quién te ha hablado de esta deuda? ¿Quién te ha sugerido que yo era el asesino de Abdulay? Debe de tratarse de alguien que no sabe que yo había cancelado mi deuda por completo.
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