George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
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Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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El anciano asintió despacio. Abrió la boca, como si fuera a decírmelo, pero lo pensó mejor.

—No preguntes más —dijo.

Aspiré una bocanada de aire y lo solté. Todavía no me encontraba fuera de la habitación a salvo. Debía recordarlo. El paxium no me hacía sentir nada. Esos tranquilizantes habían sido una maldita pérdida de dinero.

Friedlander Bey miró sus manos que jugueteaban con la taza de café. Hizo una seña a la segunda «roca», que la rellenó del negro líquido. El criado me miró y yo asentí. Me sirvió otra taza.

—¿Dónde estabas sobre las diez de esta noche? —me preguntó«Papa».

—En el Café Solace, jugando a cartas.

—Ah. ¿A qué hora empezaste a jugar a cartas?

—Alrededor de las ocho y media.

—¿Y estuviste en el café hasta la medianoche?

Pensé en las últimas horas.

—Serían las doce y media cuando salimos del Café Solace y fuimos al Red Light. Yo diría que Sonny fue apuñalado entre la una y la una y media.

—El viejo Ibrihim, del Solace, ¿no refutará tu historia?

—No, no lo hará.

«Papa» se volvió e hizo un gesto a la «roca parlante» detrás de él. La «roca» utilizó el teléfono de la habitación. Poco tiempo después, se acercó a la mesa y murmuró algo al oído de «Papa». Éste suspiró.

—Me alegra mucho por ti, hijo mío, que puedas responder de esas horas. Abdulay murió entre las diez y las once. Creo que no has matado a mi amigo.

—Alabado sea Alá, el Protector —dije en voz baja.

—Así que te diré cómo murió Abdulay. Su cuerpo fue hallado por mi subordinado, Hassan el chiíta. Abdulay Abu-Zayd fue asesinado de la manera más sucia, hijo mío. Me cuesta describirla, no vaya a ser que algún espíritu del mal capte la idea y me prepare el mismo destino.

Recité la supersticiosa fórmula de Yasmin, lo cual complació al anciano.

—Que Alá te guarde, hijo mío —dijo—. Encontraron a Abdulay en el callejón, detrás de la tienda de Hassan, degollado y ensangrentado. Sin embargo, había poca sangre en el callejón; le mataron en otro lugar y le trasladaron a donde fue encontrado por Hassan. Tenía horribles marcas de quemaduras en el pecho, brazos, piernas, rostro… , incluso en sus órganos de procreación. Cuando la policía examinó el cuerpo, Hassan supo que el perro inmundo que asesinó a Abdulay había usado antes el cuerpo de mi amigo como el de una mujer, en la boca y en el lugar prohibido de los sodomitas. Hassan estaba muy alterado, tuvieron que administrarle sedantes.

El propio «Papa» parecía en extremo nervioso cuando me lo contaba, como si nunca hubiera visto u oído algo tan terrible. Estaba acostumbrado a la muerte, él había ordenado algunas y otros habían muerto por su asociación con él. Sin embargo, el caso de Abdulay le afectaba tremendamente. No era el asesinato en sí, sino el absoluto y pasmoso desprecio por los más elementales códigos de conducta. Las manos de Friedlander Bey temblaban más que antes.

—Tamiko fue asesinada de la misma manera —dije.

«Papa» me miró, incapaz de hablar durante unos segundos.

— ¿Cómo tienes esa información? —preguntó.

Noté que volvía a acariciar la idea de que yo fuera el responsable de esos asesinatos. Yo conocía hechos y detalles que, de otra forma, no podría saber.

—Yo descubrí el cuerpo de Tami — dije —, e informé al teniente Okking de ello.

«Papa» asintió y bajó la vista.

—No puedo expresar el odio que me invade —dijo—, y eso me causa dolor. Trato de controlar estos sentimientos, de vivir cómodamente como un hombre rico, si es la voluntad de Alá, y de dar gracias por mi riqueza y honrar a Alá para no albergar ni ira ni celos. Pero mi mano es obligada siempre, nunca falta quien ponga a prueba mi debilidad. Debo responder con firmeza o perdería todo lo que he conseguido con mi trabajo. Sólo deseo paz, y mi recompensa es el resentimiento. ¡Me vengaré de ese abominable carnicero, hijo mío! ¡Ese verdugo loco, que desafía la sagrada obra de Alá, debe morir! ¡Por la sagrada barba del profeta, me vengaré!

Esperé un momento, hasta que se calmó un poco.

—Oh, caíd —dije—, dos personas han muerto por una bala y dos más han sido torturadas y violadas del mismo modo. Creo que habrá más muertes. He estado buscando a una amiga que ha desaparecido. Vivía con Tamiko y, asustada, me envió un mensaje. Temo por su vida.

«Papa» se enojó conmigo.

—No tengo tiempo para tus problemas —murmuró.

Todavía estaba preocupado por la afrenta de la muerte de Abdulay. En muchos aspectos, desde el punto de vista del anciano, era más aterrador aún que lo que el mismo asesino le había hecho a Tamiko.

—Estaba dispuesto a creer que tú eras el responsable, hijo mío. Si no hubieras demostrado tu inocencia, hubieras padecido una muerte lenta y terrible en esta habitación. Agradezco a Alá que no haya ocurrido tal injusticia. Tú eras la persona más indicada en quien descargar mi ira, pero ahora debo encontrar a otro. Sólo es cuestión de tiempo el que descubramos su identidad. —Apretó sus labios en una cruel e insensible sonrisa—. Dices que estabas jugando a cartas en el Café Solace. Los que estaban contigo tendrán la misma coartada, ¿quiénes son esos hombres?

Di el nombre de mis amigos, contento de proporcionar una explicación de su paradero, así no tendrían que enfrentarse a una inquisición como la mía.

—¿Quieres más café? —preguntó Friedlander Bey con expresión de fatiga.

—Que Alá nos guíe, ya tengo bastante.

—Que los tiempos te sean propicios —dijo él, lanzando un fuerte suspiro—. Ve en paz.

—Con tu permiso —dije poniéndome en pie.

—Que te levantes con salud por la mañana.

Pensé en Abdulay.

—Inshallah —repuse.

Me di la vuelta y la «roca parlante» ya había abierto la puerta. Sentí un gran alivio interior al salir de la habitación. Afuera, bajo un cielo despejado y negro tachonado de brillantes estrellas, se hallaba el sargento Hajjar, apoyado contra su coche patrulla. Me sorprendió. Creí que había regresado a la ciudad hacía rato.

—Veo que lo has hecho muy bien —me dijo—. Ve por el otro lado.

—¿Me siento delante? —pregunté.

—Si.

Subimos al coche, nunca me había sentado delante en un coche de policía. Si mis amigos pudieran verme…

—¿Quieres un cigarrillo? —dijo Hajjar, mientras sacaba un paquete de tabaco francés.

—No, no fumo.

Puso el motor en marcha y salimos haciendo un perfecto círculo. Nos encaminamos hacia el centro de la ciudad, con las luces destellando y la sirena rugiendo.

—¿Quieres comprar algunas soneínas? —me preguntó —. Sé que las tomas.

Me habría gustado comprar más, pero me parecía extraño comprárselas a un policía. El tráfico de drogas estaba tolerado en el Budayén, del mismo modo que el resto de nuestras inofensivas debilidades. Algunos policías no hacían cumplir todas las leyes; podías comprar droga a muchos oficiales. Simplemente no confiaba en Hajjar.

—¿Por qué, de repente, te muestras tan amable conmigo? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y sonrió.

—No esperaba que salieras de ese motel con vida —dijo—. Cuando cruzaste esa puerta tenías el visto bueno de «Papa» Bey estampado en la frente. Lo que está bien para «Papa» está bien para mí. ¿Lo ligas?

Entonces lo comprendí. Yo creía que Hajjar trabajaba para el teniente Okking y la policía, pero lo hacía para Friedlander Bey.

—¿Puedes llevarme a Frenchy? —dije.

—¿A Frenchy? Tu chica trabaja allí, ¿no?—Eres un pesado.

Se volvió y me sonrió de nuevo. —A seis kiam cada una. las soneínas.

—¿Seis? —pregunté —. Es ridículo. Las puedo conseguir por dos y medio.

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