Retazos de dolorosos recuerdos cruzaron por mi mente.
—He salido malparado, oh, caíd, bastantes veces.
Se rió.
—Pero ni siquiera eso te incita a modificarte. Tu orgullo te presenta —como dicen los cristianos en algunos contextos— como un ser en el mundo pero no de este mundo.
—Sin tentarme sus tesoros ni tocarme sus males, ése soy yo.
Mi tono irónico no le pasó desapercibido.
—Me gustaría que me ayudaras, Marîd Audran —dijo.
Ahí estaba, lo tomas o lo dejas.
Lo dijo de manera que me ponía en una situación muy incómoda. Podía decir: «Sí, te ayudaré» y entonces me comprometería precisamente del modo que juré no hacerlo nunca, o podría decir: «No, no te ayudaré» y ofendería a la persona más influyente de mi mundo. Tomé aliento un par de veces antes de escoger mi respuesta.
—Oh, caíd —dije por fin—, tus dificultades son las dificultades de todo el Budayén; de hecho, de toda la ciudad. Cualquiera que se preocupe por su seguridad y su dicha te ayudaría. Yo lo haré en todo lo que esté en mi mano, pero dudo de que pueda resultar de alguna utilidad contra los hombres que han asesinado a tus amigos.
«Papa» se acarició la mejilla y sonrió.
—Entiendo que no deseas convertirte en uno de mis «asociados». Así será. Te garantizo, hijo mío, que si me ayudas en este asunto, no serás marcado como uno de los «hombres de “Papa”». Encuentras placer en tu libertad e independencia, y yo no se las arrebataría a alguien que me hace un gran favor.
Me pregunté si aquellas palabras significarían que sí privaría de la libertad a alguien que se negara a ayudarle. Para «Papa» hubiera sido un juego de niños robarme la libertad, podía hacerlo sólo con meterme para siempre bajo la tierna hierba del cementerio, al final de la «Calle».
Baraka: palabra árabe muy difícil de traducir. Puede significar magia o carisma o el favor especial de Dios. Los lugares pueden tenerla: se visitan y se tocan lugares sagrados con la esperanza de que transmitan un poco de baraka. La gente puede tener baraka, los derviches, en concreto, creen que algunos afortunados han sido bendecidos en especial por Alá y por ello gozan de singular respeto dentro de la comunidad.
Friedlander Bey tenía más baraka que todos los altares de piedra del Magreb. Yo no podía decir si era baraka lo que le convertía en lo que era, o si había adquirido baraka igual que había conseguido su posición y su influencia. Fuera cual fuese la explicación, resultaba muy difícil escucharle y negarse a sus peticiones.
—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté.
Yo sentía un enorme vacío interior, como si se tratara de una gran rendición.
—Quiero que seas el instrumento de mi venganza, hijo mío.
Me sentí impresionado. Yo sabía que no era la persona adecuada para llevar a cabo la tarea que él me encomendaba. Había intentado decírselo, pero no hacía más que desdeñar mis objeciones como si fueran una cuestión de falsa modestia. Noté la boca y la garganta secas.
—He dicho que te ayudaría, pero esperas demasiado de mí. Tienes gente más capacitada a tu servicio.
—Hombres más fuertes —me corrigió «Papa»—. Los dos criados que viste anoche son más fuertes que tú, pero carecen de inteligencia. Hassan el chiíta posee cierta astucia, sin embargo, no es un hombre peligroso. He tenido en cuenta a cada uno de mis amigos, mi querido hijo, y he llegado a la siguiente conclusión: ninguno de ellos reúne la combinación esencial de cualidades que busco. Lo más importante es que confío en ti. No puedo decir lo mismo de muchos de mis asociados, es triste admitirlo. Confío en ti porque no te preocupa ascender ante mi consideración. No tratas de congraciarte conmigo para tus propios fines. No eres un comerciante parásito, de los cuales no obtengo más que mi parte. El importante trabajo que debemos hacer requiere a alguien de quien yo no tenga ninguna duda, ésa es una de la razones por las que nuestra cita de anoche resultó tan difícil para ti. Fue una prueba de tu valor interno. Desde el principio yo sabía que eras el hombre que buscaba.
—Me honras, oh, caíd, pero me temo que no comparto tu seguridad.
Levantó la mano derecha, visiblemente temblorosa.
—No he acabado de hablar, hijo mío. Existen más razones por las que debes hacer lo que te pido, razones que te benefician a ti, no a mí. Anoche intentaste hablarme de tu amiga Nikki, y no te lo permití. De nuevo te pido perdón. Me pareció muy correcto que te preocupases por su seguridad. Estoy seguro de que su desaparición fue obra de uno de estos asesinos. Quizá ya esté muerta, Alá no lo quiera. No puedo asegurarlo. Pero si existe alguna esperanza de encontrarla con vida, está en tus manos. Con mis recursos, juntos, encontraremos a los asesinos. Juntos, podemos tratarles como la Sabia Mención de Dios ordena. Si podemos, evitaremos la muerte de Nikki… y quién sabe cuántas otras más. ¿No son respetables estos fines? ¿Todavía lo dudas?
Todo eso resultaba halagador al máximo, supongo, aunque me hubiera encantado que «Papa» eligiera a cualquier otro. Saied habría hecho un buen trabajo, sobre todo con su moddy de bravucón conectado. Pero yo nada podía hacer al respecto, excepto asentir.
—Lo llevaré a cabo lo mejor que pueda, oh, caíd —repuse con reticencia—, pero mantengo mis dudas.
—Eso está bien —dijo Friedlander Bey—. Tus dudas te harán vivir mucho tiempo.
En realidad, yo hubiera deseado que no pronunciase esas últimas palabras, me sonaron como si no pudiera sobrevivir; hiciera lo que hiciese, mis dudas me rondarían para verme sufrir.
—Será la voluntad de Alá.
—Que la bendición de Alá esté contigo. Ahora, discutiremos tu pago.
Eso me sorprendió.
—No había pensado en ningún pago.
«Papa» hizo como si no me hubiese oído.
—Uno debe comer —repuso simplemente—. Te pagaré cien kiam diarios hasta que este asunto esté concluido.
Desde luego, hasta que acabemos con los dos asesinos hijos de puta, o uno de ellos termine conmigo.
—No he pedido tal salario.
Cien al día. Bueno, «Papa» había dicho que uno debe comer. Me pregunté que creía él que yo solía comer.
Me ignoró de nuevo. Hizo un gesto a la «roca parlante», que se aproximó y le entregó un sobre.
—Aquí hay setecientos kiam —me dijo «Papa» —, tu pago por la primera semana.
Devolvió el sobre a la «roca», que me lo dio.
Si aceptaba el sobre, sería el símbolo de mi completa aceptación de la autoridad de Friedlander Bey. No habría regreso, ni abandono, ni fin hasta el final. Miré el blanco sobre en la mano tostada. La mía se alzó; se retiró; se alzó de nuevo y aceptó el dinero.
—Gracias —dije.
Friedlander Bey parecía satisfecho.
—Espero que sean de tu agrado.
Ya estaba liada de lo lindo. Iba a ganarme cada uno de los jodidos fíq.
—Oh, caíd, ¿cuáles son tus instrucciones?
—Primero, hijo mío, debes ir al teniente Okking y ponerte a su disposición. Le informaré de que, en este asunto, cooperaremos por completo con el Departamento de Policía. Hay situaciones que mis asociados manejan con más eficacia que la policía. Estoy seguro de que el teniente Okking lo reconocerá. Creo que una alianza temporal de mi organización con la suya servirá mejor a las necesidades de la comunidad. Él te dará toda la información de que dispone sobre los asesinatos, una probable descripción de quién degolló a Abdulay Abu-Zayd y a Tamiko; y cualquier otra cosa que haya conseguido hasta ahora. A cambio, tú le asegurarás que mantendremos informada a la policía de todo lo que descubramos.
—El teniente Okking es un buen hombre —dije—, pero sólo coopera cuando le da la gana o cuando es para su propio provecho.
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