Paseé la mirada de un lado a otro de la manzana. Todos los edificios de la acera de Devi eran iguales: casas bajas, encaladas, de tejado plano, con persianas verdes que cubrían puertas y ventanas. No vi sitio alguno donde James Bond hubiera podido esconderse para abordar a Devi. Sólo pudo hacerlo dentro del mismo apartamento y esperar a que ella regresara de trabajar, o aguardar en algún lugar cercano. Crucé la vieja calle empedrada. En la acera de enfrente algunas casas tenían porches bajos con barandillas de hierro. Me senté justo enfrente de la casa de Devi, en el peldaño más alto, y miré a mi alrededor. En el suelo, junto a mí, a la derecha de la escalera, vi unas cuantas colillas de cigarrillos. Alguien se había sentado en ese porche, fumando. Quizá la persona que vivía en esa casa, o quizá no. Me agaché y observé las colillas. En el filtro tenían tres bandas doradas.
En las novelas, James Bond fumaba cigarrillos hechos especialmente para él, de una mezcla de tabacos que se diferenciaba de las demás por las tres bandas doradas. El asesino se tomó el trabajo en serio. Empleó una pistola de pequeño calibre, tal vez una Walter PPK, igual que James Bond. Éste guardaba sus cigarrillos en una pitillera de acero con capacidad para cincuenta. Me preguntaba si también el asesino tendría una.
Guardé las colillas en mi bolsa. Okking quería una prueba, ya la tenía. Eso no significaba que él estuviera de acuerdo. Levanté la vista al cielo. Se hacía tarde, y esta noche no habría luna. El fino gajo de la luna nueva aparecería al día siguiente por la noche, portando consigo el inicio del mes santo del Ramadán.
El frenético Budayén se volvería más histérico aún cuando la noche siguiente cayera. Todo estaría mortalmente tranquilo durante el día. Mortalmente tranquilo. Esbocé una tímida sonrisa mientras me encaminaba hacia el bar de Frenchy Benoit. Ya había visto bastante muerte, la idea de paz y tranquilidad me pareció muy tentadora.
¡Qué loco estaba!
Bismillah ar-Rahman ar-Raheem. En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso.
En el mes del Ramadán, en el que fue revelado el Corán, una guía para la humanidad, pruebas claras de orientación y el criterio sobre el bien y el mal. Que quien esté presente ayune este mes, y que quien esté enfermo, o de viaje, ayune el mismo número de días. Alá deseó el reposo para vosotros. No deseó ninguna severidad y deseó que completaseis el período y que venerarais a Alá por haberos guiado y, si pudiera ser, que fueseis agradecidos.
Éste es el versículo ciento ochenta y uno de la azora Al-Baqarah, la Vaca, la segunda azora del noble Corán. El mensajero de Dios, que la bendición de Alá y la paz esté con él, dio las directrices para la observancia del mes santo del Ramadán, el noveno mes lunar del calendario musulmán. Esta observancia es considerada como uno de los cinco pilares del Islam. Durante este mes, los musulmanes tienen prohibido comer, beber y fumar desde que el sol sale hasta que se pone. La policía y los líderes religiosos velan para que quienes, como yo, son negligentes, en el mejor de los casos, con sus deberes espirituales, los cumplan. Los cabarets y los bares permanecen cerrados durante el día, y también los cafés y los restaurantes. Está prohibido tomar más de un vaso de agua, incluso después de una polvareda. Cuando la noche cae y es propicio servir la comida, los musulmanes de la ciudad se divierten. Incluso los que evitan el Budayén el resto del año, vienen y se relajan en un café.
En el mundo musulmán, durante este mes, la noche reemplaza al día por completo, de no ser por las cinco llamadas diarias a la oración. Éstas deben ser atendidas como es habitual, de modo que los musulmanes respetuosos se levantan al alba y rezan, pero no quebrantan su ayuno. Por la tarde, el patrón les permite irse a casa unas horas para dormir, para recuperar el sueño que pierden al levantarse a horas tan tempranas de la mañana, para alimentarse y disfrutar de lo que no pueden durante el día.
En muchos aspectos, el Islam es una fe hermosa y elegante, pero es propio de las religiones premiar la adecuada atención al rito en lugar de la propia conveniencia. El Ramadán puede presentar muchos inconvenientes a los pecadores y granujas del Budayén.
No obstante, al mismo tiempo, hace que las cosas sean más sencillas. Simplemente, retraso mis planes algunas horas, y no me molesto en absoluto. Los cabarets alteran su horario del mismo modo. Podría ser peor si yo tuviera otros asuntos que atender durante el día, por ejemplo, encararme a La Meca y rezar cada poco rato.
El primer miércoles del Ramadán, después de acostumbrarme al cambio de horario, me senté en un pequeño café llamado Café Solace, en la calle Doce. Era casi medianoche, y jugaba a las cartas con otros tres jóvenes, bebía café fuerte sin azúcar y comía pedacitos de baqlawah. Eso era precisamente lo que Yasmin envidiaba. Ella estaba en el club de Frenchy, meneando su lindo trasero y encandilando a los extranjeros para que la invitaran a cócteles de champán. Yo comía pastas dulces y jugaba. No veía nada malo en relajarme cuando podía, aun cuando a Yasmin todavía le quedasen diez largas y agotadoras horas. Parecía ser el orden natural de las cosas.
Los otros tres de mi mesa formaban una fauna variada. Mahmud era un transexual, más bajo que yo, pero más ancho desde los hombros hasta las caderas. Fue mujer hasta cinco o seis años antes, incluso trabajó un tiempo para Jo-Mama, y ahora vivía con una mujer de verdad que trajinaba en el mismo bar. Fue una coincidencia interesante.
Jacques era un marroquí cristiano, heterosexual, que se sentía y actuaba como si tuviera privilegios especiales porque era tres cuartos europeo, con lo que me llevaba todo un abuelo de ventaja. Nadie hacía mucho caso a Jacques y, cuando se planeaban celebraciones y fiestas, se enteraba demasiado tarde. Sin embargo, se le admitía en los juegos de cartas porque alguien tenía que perder, y bien podía ser un quisquilloso cristiano.
Saied, el «Medio-Hajj», era alto, bien formado, rico y homosexual. Jamás se le veía en compañía de una mujer, ya fuese auténtica, renovada o reconvertida. Le llamaban «Medio-Hajj» porque era tan cabeza de chorlito que no podía acabar un proyecto sin que, a medias de él, se distrajese con otros dos o tres. Hajj es el título que uno recibe cuando realiza el santo peregrinaje a La Meca, que es uno de los otros pilares del Islam. Saied había emprendido el viaje varios años atrás, recorrió ochocientos kilómetros y se volvió porque tenía una idea magnífica para hacer dinero, idea que había olvidado cuando llegó a casa. Saied era algo mayor que yo, con su bigote cuidadosamente recortado, del que se sentía muy orgulloso. No sé por qué. Yo nunca había pensado en un bigote como algo meritorio, a no ser que la vida te lo hubiera concedido, como a Mahmud. Es decir, como a las mujeres. Todos mis compañeros tenían el cerebro lleno de alambres. Saied llevaba un moddy y dos daddies. El moddy era un módulo general de personalidad, no de una persona en particular, sino de una clase particular. Ese día actuaba con firmeza, en silencio y tenía mala suerte, ni siquiera los potenciadores podían echarle una mano jugando a cartas. Él y Jacques nos estaban haciendo más ricos aún a mí y a Mahmud.
Esos tres patanes eran mis mejores amigos. Pasábamos muchas tardes juntos (o anocheceres, durante el Ramadán). Yo contaba con dos fuentes principales de información en el Budayén: ellos tres y las chicas de los clubs. La información que obtenía de una persona, a menudo, contradecía la versión que otra me ofrecía, así que hacía tiempo que me había acostumbrado a oír tantas historias como pudiese para luego cotejarlas todas. En alguna de ellas estaba la verdad, el problema era encontrarla.
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