George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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—Al menos cuatro personas recibieron la misma carta —dije, pensando en voz alta—. Dos de ellas han muerto. Quizá la policía pueda hallar alguna pista aquí, aunque yo no pueda.

—Suelta mi muñeca.

Su voz sonó glacial y autoritaria. Le solté. No tenía mucho sentido continuar sujetándosela.

—Ve y llama a la policía. Que busquen. Que ellos te convenzan. Cuando se vayan, haré que te arrepientas de haber puesto los pies en mi propiedad. Y si no sales de mi oficina ahora mismo, idiota incivilizado, no tendrás otra oportunidad. Versteh?

«Idiota incivilizado» era un insulto popular en el Budayén que no es fácil de traducir. Dudaba que el vocabulario del daddy de Seipolt lo incluyese. Me divertía que hubiera aprendido el idioma en los años que había pasado entre nosotros.

Eché un rápido vistazo a su automática, que descansaba sobre la alfombra a unos metros de mí. Me hubiera gustado llevármela, pero hubiera sido un acto de mala educación. Aunque tampoco iba a dársela a Seipolt. Que Reinhardt la recogiese.

—Gracias por todo —dije, con una sonrisa amistosa. Después cambié mi expresión por la del muy respetuoso y necio árabe —. Estoy en deuda con usted, excelencia. ¡Que pase un buen día! ¡Que mañana se despierte con buena salud!

Seipolt me lanzó una mirada de odio. Me volví hacia él, no por desconfianza, sino para exagerar la cortesía árabe con la que me burlaba. Atravesé la puerta del despacho y la cerré con cuidado. Me di de bruces con Reinhardt. Sonreí e hice una reverencia, él me mostró la salida. Me detuve ante la puerta principal para admirar unas estanterías repletas de diversas y raras obras de arte: piezas precolombinas, cristal de Tiffany, cristal Lauque, iconos religiosos rusos, fragmentos de esculturas egipcias y griegas. Entre la mezcolanza de períodos y estilos había un anillo, oscuro y poco llamativo, un simple aro de plata y lapislázuli. Había visto ese anillo antes, en uno de los dedos de Nikki, mientras ésta jugueteaba sin cesar dando vueltas a los rizos de su cabello. Reinhardt me vigilaba de cerca. Yo hubiera querido coger el anillo, pero no me fue posible.

En la puerta me volví para ofrecer algunas muestras de gratitud árabe a Reinhardt, pero no tuve oportunidad. Esa vez, con gran placer por su parte, el rubio bastardo ario cerró la puerta, casi me rompe la nariz. Volví por el camino de gravilla, perdido en mis pensamientos. Me metí en el taxi de Bill.

—A casa —dije.

—Huh —gruñó Bill—. Juega duro, haz daño. Decirlo es fácil para él, maldito hijo de puta. Y he aquí la mejor línea defensiva de la historia en espera de que mueva mi rosado culo, en espera de que me corten la cabeza y me la entreguen. «Sacrificio. » Espero que griten un lindo pase y me dejen descansar, pero no, hoy no. El defensa era un demonio, de ser humano tenía sólo la apariencia. Le había calado. Cuando la tocaba, la pelota estaba siempre tan caliente como el carbón. Me hubiera gustado que algo hubiese sucedido, incluso al revés. Diablos de fuego. Un poco de azufre ardiendo y humo, y el arbitro no puede verles cuando te agarran el protector facial. Trucos de demonios. Los demonios quieren que sepas cómo será cuando estés muerto, cuando puedan hacerte todo lo que deseen. Les gusta jugar así con tu mente. Demonios. Siguieron gritando jugadas del placador toda la tarde. Caliente como el infierno.

—Vámonos a casa, Bill —dije con un tono más fuerte.

Se volvió para mirarme.

—Para ti es fácil decirlo —murmuró.

Puso su viejo taxi en marcha y lo condujo de vuelta por el camino de Seipolt.

Llamé al teniente Okking en el trayecto de regreso al Budayén. Le hablé sobre Seipolt y la nota de Nikki. No pareció muy interesado.

—Seipolt es un cualquiera —dijo Okking—. Sólo un rico don nadie de la Nueva Alemania reunificada.

—Nikki estaba asustada, Okking.

—Es probable que os mintiera en esas cartas. Por alguna razón, mintió acerca de su lugar de destino. No le salió como esperaba y trató de comunicarse contigo. El que se fue con ella no dejó que terminara.

Casi podía verle encogerse de hombros.

—Ella no actuó con inteligencia, Marîd. Tal vez ella resultase perjudicada, pero Seipolt no fue.

—Seipolt puede ser un don nadie —repuse con amargura—, pero miente muy bien bajo presión. ¿Tienes algo sobre el asesinato de Devi? ¿Está relacionado con el de Tamiko?

—Es probable que no guarden relación alguna, amigo, por mucho que tú y tus criminales colegas os empeñéis. Las «Viudas Negras» son el tipo de personas que piden que las maten, así de fácil. Lo buscan y lo consiguen. Es sólo una coincidencia que a dos de ellas se las pulieran en tan breve lapso de tiempo.

—¿Qué pistas encontraste en el de Devi? Hubo un breve silencio.

—Qué demonios, Audran, ¿de repente tengo un nuevo compañero? ¿Quién cojones te crees que eres? ¿Quieres parar de interrogarme? Como si no supieras que no puedo hablar de asuntos de la policía contigo, aunque quisiera, lo cual no es cierto ni por un segundo. Déjame en paz, Marîd, me das mala suerte.

Y cortó la comunicación.

Guardé el teléfono en mi bolsa y cerré los ojos. Fue un largo, polvoriento y caluroso viaje de regreso al Budayén. Hubiera resultado tranquilo, de no ser por el constante monólogo de Bill, y cómodo, de no ser por el agonizante taxi de Bill. Pensé en Seipolt y en Reinhardt. en Nikki y en las «hermanas», en el asesino de Devi, y en el demente torturador de Tamiko, quienesquiera que fuesen. Nada tenía sentido alguno para mí.

Okking me había dicho esa verdad: parecía no tener sentido porque no lo tenía. No puedes encontrar un móvil en un asesinato sin móviles. Me acababa de dar cuenta de la violencia fortuita en la que había vivido durante años, en la que había participado e ignorado, creyéndome inmune a ella. Mi mente trataba de apresar los acontecimientos inconexos de los últimos días e integrarlos en un modelo, como se crean guerreros y animales míticos a partir de las estrellas dispersas en el cielo de la noche. Sin sentido, sin móvil, pero la mente humana busca explicaciones. Pide orden y sólo algo como el RPM o la soneína puede aplacar ese clamor o, al menos, distraer la mente en otra cosa.

Me pareció una gran idea. Saqué mi caja de píldoras y me tragué cuatro soneínas. No me molesté en ofrecer ninguna a Bill, él había pagado por adelantado y, de cualquier modo, tenía su propia proyección privada.

Hice que Bill me dejara en la puerta Este del Budayén. La tarifa era treinta kiam, le di cuarenta. Observó el dinero durante un buen rato hasta que se lo quité de las manos y se lo guardé en el bolsillo de su camisa. Me miró como si nunca me hubiera visto.

—Para ti es fácil decirlo —murmuró.

Necesitaba saber unas cuantas cosas, así que fui directamente a la tienda de moddies de la calle Cuatro. Estaba regentada por una nerviosa anciana que había sido objeto de uno de los primeros trabajos en el cerebro. Creo que los cirujanos olvidaron parte de lo que pretendían hacer, de otro modo Laila no te provocaría el deseo de huir lo antes posible cuando te hallabas en su presencia. Laila no podía hablar sin gimotear. Encorvaba la cabeza, y te miraba como si fuera una especie de molusco de jardín y estuvieras a punto de pisarla. A veces te planteabas hacerlo, pero era demasiado rápida. Tenía un largo y despeinado cabello gris, pobladas cejas grises, ojos amarillos, labios caídos y mandíbulas despobladas, piel negra, pelada y escamosa, y los mismos dedos curvos y engarfiados de una bruja. Siempre tenía un moddy u otro conectado todo el día, pero su propia personalidad —y no era nada agradable— se traslucía a través de él como si el moddy no excitase las células adecuadas, o no las suficientes, o lo hiciera con demasiada energía. Laila tenía retazos de Janis Joplin, de la marquesa Josephine Rose Kennedy con el gimoteo nasal de Laila; pero se trataba de su tienda y su mercancía y si no querías soportarla, tenías que largarte a otro sitio.

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