George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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Anaa la afham —dije, con la sonrisa del estúpido campesino por el que me había tomado.

El hombre rubio parecía impaciente. Lo intentó en inglés. Sacudí la cabeza de nuevo, sonreí, me disculpé y le llené los oídos de árabe. Era obvio que no encontraba sentido alguno a mis palabras y que no iba a esforzarse en buscar otro idioma que yo comprendiera. Cuando estaba a punto de cerrarme la pesada puerta en las narices, vio el taxi de Bill. Eso le dio que pensar. Yo parecía un árabe; para aquel hombre, todos los árabes eran más o menos iguales y una de sus características comunes era la pobreza. Sin embargo, yo había tomado un taxi para que me condujera a la residencia de un hombre rico e influyente. Le costaba entenderlo, pero ya no parecía tan dispuesto a echarme con cajas destempladas. Me señaló y murmuró algo. Supongo que era «Espera aquí». Sonreí, toqué mi corazón y mi frente y alabé a Alá tres o cuatro veces.

Un minuto después, el rubio volvió con un viejo, un árabe empleado en la casa. Los dos hombres hablaron brevemente. El viejo fellah se volvió hacia mí y me sonrió.

—¡La paz sea contigo! — dijo.

—Y contigo —respondí—. Compadre, ¿es este hombre el honorable y excelente Lutz Seipolt Pasha?

El viejo se rió un poco.

—Te equivocas. No es sino el portero, un sirviente como yo.

Dudé que fueran iguales. Resultaba evidente que el rubio formaba parte de la comitiva que Seipolt se había traído de Alemania.

—¡Por mi honor, soy un estúpido! —dije—. He venido a hacerle una importante pregunta a su excelencia.

Los términos árabes de cortesía suelen emplear con frecuencia esa esmerada adulación. Seipolt era alguna especie de hombre de negocios. Ya estaba dispuesto a llamarle pashá (título obsoleto empleado en la ciudad para congraciarse) y excelencia (como si fuera una especie de embajador). El viejo y curtido árabe comprendió perfectamente lo que yo hacía. Se dirigió al alemán y le tradujo la conversación.

El alemán pareció menos complacido aún, y respondió con una simple y lacónica frase.

—Reinhardt, el portero —me dijo el árabe—, desea oír la pregunta.

Sonreí ante los duros ojos de Reinhardt.

—Busco a mi hermana, a Nikki.

El árabe se encogió de hombros y transmitió la pregunta. Reinhardt pestañeó e inició un gesto, pero se arrepintió. Le dijo algo al viejo fellah.

—Aquí no hay nadie con ese nombre —me tradujo el árabe—. No hay ninguna mujer en esta casa.

—Estoy seguro de que mi hermana se encuentra aquí. Es cuestión del honor de mi familia.

Sonó como una amenaza. Los ojos del árabe se abrieron.

Reinhardt dudó. No sabía si darme con la puerta en las narices o subir la escalera para transmitir el problema. Supuse que era un cobarde, y estaba en lo cierto. No quiso asumir la responsabilidad de la decisión, de modo que convino en trasladarme a algún lugar de la fresca y lujosa villa. Me alegró el poder escapar del ardiente sol. El viejo árabe desapareció, regresó a sus obligaciones. Reinhardt no se dignó mirarme ni dirigirme la palabra. Se internó en la casa y yo le seguí. Llegamos hasta otra pesada puerta de madera oscura con finas vetas. Reinhardt llamó. Respondió una voz ronca con la que Reinhardt habló. Hubo una corta pausa; luego, la voz ronca dio una orden. Reinhardt giró el picaporte, empujó la puerta un poco y entró. Le seguí con la necia expresión de campesino árabe en mi rostro. Junté las manos suplicante e incliné la cabeza unas cuantas veces como buena medida.

—¿Es usted Su Excelencia? —pregunté en árabe.

Me encontraba frente a un hombre de toscas facciones, calvo, corpulento, de unos sesenta años, con un moddy y dos o tres daddies conectados en su cráneo, brillante de sudor. Se sentaba tras un desordenado escritorio. Sostenía el teléfono con una mano y con la otra una pistola automática de azulado acero. Me sonrió.

—Por favor, hágame el honor de acercarse —dijo en un árabe sin acento, probablemente era el idioma de su daddy el que hablaba por él.

Me incliné otra vez. Intentaba pensar, pero mi mente estaba como un papel en blanco. A veces, las pistolas automáticas me lo provocan.

—Excelencia —dije—, le pido perdón por las molestias.

—Al infierno con toda esa mierda de excelencia. Di por qué estás aquí. Sabes quién soy. Sabes que no tengo tiempo que perder.

Saqué la carta de Nikki de la bolsa que llevaba colgada del hombro y se la entregué. Supuse que se haría una rápida idea.

La leyó y colgó el teléfono, pero no dejó el arma.

—Entonces, ¿tú eres Marîd? —dijo, dejando de sonreír.

—Tengo ese privilegio.

—No te hagas el listo conmigo. Siéntate en esa silla —ordenó Seipolt, indicándomela con la pistola—. He oído una o dos cosas acerca de ti.

—¿De Nikki?

Seipolt negó con la cabeza.

—Aquí y allí en la ciudad. Ya sabes cómo les gusta comentar a los árabes.

Sonreí.

—No sabía que tuviera esa reputación.

—No hay por qué alterarse, chico. ¿Qué te hace pensar que Nikki. quienquiera que sea, se encuentra aquí? ¿Esa carta?

—Esta casa parece un buen lugar para empezar a buscar. Si no se halla aquí, ¿por qué su nombre ocupa un lugar tan destacado en sus planes?

Seipolt parecía realmente desconcertado.

—No tengo ni idea, ésa es la verdad. Nunca había oído hablar de tu Nikki y no siento ningún interés en ella. Como mi personal te confirmará, hace años que no siento interés por ninguna mujer.

—Nikki no es cualquier mujer. Es una mujer en apariencia, reconstruida sobre un chasis de hombre. Quizá eso es lo que ha despertado su interés todos estos años.

En el semblante de Seipolt creció la impaciencia.

—Deja de molestarme, Audran. Yo ya no tengo el aparato para interesarme sexualmente por nadie ni por nada. Ya no siento el deseo de satisfacer ese requisito. He descubierto que prefiero los negocios. Versteh?

Asentí.

—Imagino que no me permitirá inspeccionar su adorable casa. No le molestaré mientras trabaja. No se preocupe por mí, estaré tan quieto como un jerbo.

—No, los árabes roban.

Su sonrisa creció lentamente hasta convertirse en algo maligno. No me altero con facilidad, así que me limité a ignorarle. —¿Sería tan amable de devolverme la carta? —pregunté. Seipolt se encogió de hombros. Me acerqué a su mesa, recogí la nota de Nikki y la metí en mi bolsa.

—¿Importación-exportación? —pregunté. Seipolt se sorprendió.

—Sí —dijo, bajando la vista hasta un montón de tarjetas de embarque.

—¿Algo en particular, o los excedentes acostumbrados?

—¿Qué demonios te importa lo que yo…?

Esperé a que pronunciara la mitad de su colérica respuesta para golpearle rápidamente en el brazo derecho con mi zurda, apartando el orificio del arma, y en su rollizo y blanco rostro con mi derecha. Le aferré su muñeca derecha con fuerza. Luchamos en silencio durante unos instantes. Estaba sentado y yo sobre él, forcejeábamos, con el ímpetu y la sorpresa de mi lado. Le retorcí la muñeca, forzando los pequeños huesos de su antebrazo. Lanzó un gemido y soltó el arma sobre el escritorio; con un movimiento de mi derecha, hice que la pistola se deslizara por toda la habitación. No intentó recuperarla.

—Tengo otras armas —dijo con serenidad—; y alarmas para avisar a Reinhardt y a los demás.

—No lo dudo —repuse, pero no relajé mi fuerza sobre su muñeca.

Noté que mi vena sádica empezaba a disfrutar con todo aquello.

—Hábleme de Nikki.

—Nunca ha estado aquí, no sé una maldita cosa de ella —insistió Seipolt. Empezaba a sufrir—. Puedes apuntarme con el arma, luchar y forcejear conmigo por la habitación, pelear con mis hombres, inspeccionar la casa. ¡Maldición, no sé quién es tu Nikki! Si no me crees ahora, no hay una maldita cosa en el mundo que pueda decir para hacerte cambiar de opinión. Ahora, déjame ver lo listo que eres.

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