—¿No fuisteis vos quien me dijo que los brujos no eran más que soldados viejos que alardean de hazañas ya olvidadas y de proezas del pasado?
—Y así era entonces. —Xaro parecía preocupado—. Pero ahora ya no estoy tan seguro. Se dice que las velas de cristal vuelven a arder en la casa de Urrathon Nocturno, hacía cien años que no se veían. En el Jardín de Gehane crece hierba fantasma, se han visto espíritus de tortugas que llevan mensajes entre las casas sin ventanas del camino de los Brujos, y todas las ratas de la ciudad se están cortando las colas a mordiscos. La esposa de Mathos Mallarawan, que se burló una vez de la túnica apolillada de un brujo, ha enloquecido y se niega a llevar ropa. Incluso las sedas recién lavadas la hacen sentir como si un millar de insectos le corrieran sobre la piel. Y hasta el ciego Sybassion, el Comeojos, ha recuperado la vista, según dicen sus esclavos. Son demasiadas coincidencias. —Suspiró—. Corren tiempos extraños en Qarth. Y los tiempos extraños son malos para el comercio. Me duele decirlo, pero tal vez lo mejor sería que os marcharais de Qarth, y cuanto antes mejor. —Xaro le dio unas palmaditas tranquilizadoras en los dedos—. Pero no tenéis por qué marcharos sola. En el Palacio de Polvo tuvisteis visiones sombrías, pero Xaro ha soñado con otras mucho más luminosas. Os he visto feliz en la cama, con nuestro hijo mamando de vuestro pecho. ¡Surcad conmigo el mar de Jade, y lo haremos realidad! No es demasiado tarde. ¡Dadme un hijo, mi dulce cántico de alegría!
«Tú lo que quieres es que te dé un dragón.»
—No voy a casarme con vos, Xaro.
—En ese caso, marchaos —dijo el hombre con frialdad.
—¿Adónde?
—Adonde sea, pero lejos.
Sí, tal vez ya fuera hora. La gente de su khalasar había agradecido la oportunidad de recuperarse de las penurias padecidas en el desierto rojo, pero ya estaban descansados y con carne sobre los huesos, y empezaban a mostrarse rebeldes. Los dothrakis no estaban acostumbrados a quedarse mucho tiempo en el mismo sitio. Eran un pueblo guerrero, no sabían vivir en las ciudades. Tal vez se había demorado más de lo debido en Qarth, seducida por sus bellezas y comodidades. Empezaba a comprender que era una ciudad que siempre prometía más de lo que daba, y desde que la Casa de los Eternos se había derrumbado entre humo y llamas, sentía que ya no era bienvenida allí. De la noche a la mañana, los qarthianos habían recordado que los dragones eran peligrosos. Dejaron de competir entre ellos para llevarle regalos. Y de pronto la Hermandad de la Turmalina había pedido en público su expulsión, y el Antiguo Gremio de Especieros su muerte. Xaro había tenido que esforzarse al máximo para evitar que los Trece se unieran a ellos.
«Pero ¿adónde puedo ir?» Ser Jorah proponía que siguieran avanzando hacia el este, para alejarse de sus enemigos de los Siete Reinos. Sus jinetes de sangre habrían preferido regresar a su gran mar de hierba, aunque aquello implicara enfrentarse de nuevo al desierto rojo. La propia Dany había valorado la idea de asentarse en Vaes Tolorro hasta que sus dragones crecieran y se hicieran fuertes. Pero tenía el corazón lleno de dudas. Ninguna de las opciones le parecía perfecta… y aunque pudiera decidir hacia dónde debían ir, aún faltaba saber cómo irían.
Xaro Xhoan Daxos no la ayudaría, eso lo sabía demasiado bien. Pese a todas sus promesas de amor, actuaba en su propio beneficio, igual que Pyat Pree. La noche en que le pidió que se marchara, Dany le había rogado un último favor.
—Un ejército, ¿verdad? —preguntó Xaro—. ¿Un cubo de oro? ¿Tal vez un galeón?
—Un barco, sí. —Dany se sonrojó. Detestaba tener que suplicar.
—Soy un comerciante, khaleesi . —Los ojos de Xaro brillaron tanto como las joyas con que se adornaba la nariz—. Así que, en vez de hablar de dar, tendríamos que hablar de comerciar. A cambio de uno de vuestros dragones os daré los diez mejores barcos de mi flota. Sólo tenéis que pronunciar una palabra, una dulce palabra.
—No —dijo ella.
—Qué desgracia —sollozó Xaro—, no me refería a esa palabra.
—¿Pediríais a una madre que vendiera a uno de sus hijos?
—No veo por qué no. Siempre pueden tener más. Las madres venden a sus hijos constantemente.
—La Madre de Dragones no.
—¿Ni siquiera a cambio de veinte barcos?
—Ni siquiera a cambio de cien.
—No tengo cien barcos. —Las comisuras de la boca de Xaro se torcieron hacia abajo—. Pero vos tenéis tres dragones. Dadme uno como pago por todas mis atenciones. Seguiréis teniendo dos, y además treinta barcos.
Treinta barcos bastarían para llevar un pequeño ejército hasta las orillas de Poniente. «Pero no tengo un pequeño ejército.»
—¿Cuántos barcos poseéis, Xaro?
—Ochenta y tres, sin contar con mi barcaza de paseo.
—¿Y vuestros colegas de los Trece?
—Entre todos, tal vez un millar.
—¿Y los Especieros? ¿Y la Hermandad de la Turmalina?
—Sus flotas son insignificantes, no cuentan.
—Decídmelo de todos modos —pidió.
—Los Especieros, mil doscientos o mil trescientos. La Hermandad no tendrá más allá de ochocientos.
—¿Y los asshai’i, los braavosi, los hombres de las Islas del Verano, los ibbeneses y todos los demás pueblos que navegan por el gran mar de sal, cuántos barcos poseen? Entre todos.
—Muchos, sin duda —replicó irritado—. ¿Qué importa eso?
—Estoy tratando de poner precio a uno de los tres dragones vivos que hay en el mundo. —Dany le dedicó una dulce sonrisa—. Me parece que lo justo sería un tercio de todos los barcos del mundo.
—¿No os advertí que no entrarais en el Palacio de Polvo? —Las lágrimas corrieron por las mejillas de Xaro, a ambos lados de la nariz enjoyada—. Esto es lo que tanto temía. Los susurros de los brujos os han vuelto tan loca como la esposa de Mallarawan. ¿Un tercio de todos los barcos del mundo? Bah. Bah, bah y bah.
Desde entonces, Dany no había vuelto a verlo. Su senescal era el encargado de hacerle llegar los mensajes, cada uno más frío del anterior. Tenía que irse de su casa. Estaba cansado de alimentarla a ella y a los suyos. Le exigía que le devolviera los regalos, porque los había aceptado de mala fe. Su único consuelo es que había tenido el sentido común de no casarse con él.
«Los susurros de los brujos hablaron de tres traiciones: una por sangre, una por oro y una por amor.» La primera traición había sido sin duda la de Mirri Maz Duur, que había asesinado a Khal Drogo y a su hijo nonato para vengar a su pueblo. ¿Habían sido las de Pyat Pree y las de Xaro Xhoan Daxos la segunda y la tercera? Le parecía improbable. Pyat no había actuado para conseguir oro, y Xaro nunca la había amado de verdad.
Las calles estaban cada vez más desiertas mientras atravesaban un barrio destinado a sombríos almacenes de piedra. Aggo la precedía y Jhogo iba tras ella, con lo que Ser Jorah Mormont iba a su lado. La campanilla tintineaba suavemente, y Dany descubrió que una vez más sus pensamientos volvían al Palacio de Polvo, igual que la lengua vuelve al espacio que ha dejado un diente al caerse. «Hija de tres —la habían llamado—, hija de la muerte, exterminadora de mentiras, esposa del fuego.» El tres, siempre el tres. Tres fuegos, tres monturas, tres traiciones.
—El dragón tiene tres cabezas —suspiró—. ¿Sabéis qué significa eso, Jorah?
—¿Cómo decís, Alteza? El blasón de la Casa Targaryen es un dragón de tres cabezas, rojo sobre negro.
—Ya lo sé. Pero no hay dragones de tres cabezas.
—Las tres cabezas eran Aegon y sus hermanas.
—Visenya y Rhaenys —recordó—. Yo desciendo de Aegon y Rhaenys por vía de su hijo Aenys y su nieto Jaehaerys.
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