—La madera viva tiene poder —dijo Jojen Reed, como si estuviera enterado de lo que Bran pensaba—, un poder tan fuerte como el del fuego.
Al borde del estanque negro, bajo las hojas del árbol corazón, yacía el maestre Luwin en el fango, tendido sobre el vientre. Un rastro de sangre serpenteaba entre el fango y las hojas húmedas, mostrando por dónde se había arrastrado. Verano se detuvo junto a él y al principio Bran pensó que estaba muerto, pero cuando Meera le tocó la garganta el maestre gimió.
—¿Hodor? —dijo Hodor, entristecido—. ¿Hodor?
Con cuidado, hicieron volverse a Luwin sobre la espalda. Tenía los ojos grises y el cabello gris, y antes sus ropas también habían sido grises, pero en aquel momento eran más oscuras allí donde la sangre las había empapado.
—Bran —dijo quedamente cuando lo vio allí sentado, tan alto a espaldas de Hodor—. Y también Rickon. —Sonrió—. Los dioses son bondadosos. Yo lo sabía…
—¿Lo sabíais? —dijo Bran, inseguro.
—Las piernas, se notaba… las ropas coincidían, pero los músculos de las piernas… pobre chico… —Tosió, y la sangre manó de su interior—. Desapareciste… en el bosque… pero ¿cómo?
—No llegamos a irnos —explicó Bran—. Fuimos hasta el lindero, y después volvimos sobre nuestros pasos. Mandé a los lobos para abrir un sendero, pero nos escondimos en la tumba de mi padre.
—Las criptas —gorgoteó Luwin, con una espuma sanguinolenta en los labios. Cuando el maestre intentó moverse, emitió un grito agudo de dolor.
Las lágrimas nublaron los ojos de Bran. Cuando un hombre resultaba herido, el maestre se ocupaba de él, pero ¿qué hacer cuando el maestre estaba herido?
—Tenemos que hacer una litera para llevarlo —dijo Osha.
—No tiene sentido —dijo Luwin—. Me estoy muriendo, mujer.
—¡No puedes! —dijo Rickon, airado—. ¡Tú no puedes!
A su lado, Peludo enseñó los dientes y gruñó.
—Tranquilo, niño —dijo el maestre con una sonrisa—, soy mucho más viejo que tú. Puedo… morirme cuando desee.
—Hodor, baja —ordenó Bran, y Hodor se arrodilló junto al maestre.
—Escucha —le dijo Luwin a Osha—, los príncipes… los herederos de Robb. No… no juntos… ¿me entiendes?
—Sí. —La mujer salvaje se apoyó en su lanza—. Separados estarán más seguros. Pero ¿adónde llevarlos? Pensé que quizá con esos Cerwyn…
El maestre Luwin sacudió la cabeza, aunque no era difícil ver cuánto le costaba aquel esfuerzo.
—El hijo de Cerwyn está muerto. Ser Rodrik, Leobald Tallhart, Lady Hornwood… todos asesinados. Bosquespeso cayó, y Foso Cailin, pronto caerá la Ciudadela de Torrhen. Hombres del hierro en Costa Pedregosa. Y al este, el bastardo de Bolton.
—Entonces, ¿adónde? —preguntó Osha.
—Puerto Blanco… Los Umber… No sé. Hay guerra por doquier… cada hombre contra su vecino y se acerca el invierno… qué locura, qué locura ciega y absurda… —El maestre Luwin se estiró y agarró el antebrazo de Bran, cerrando los dedos con fuerza desesperada—. Ahora debes ser fuerte. Fuerte.
—Lo seré —dijo Bran, aunque era difícil. «Ser Rodrik muerto, y el maestre Luwin, todo el mundo, todo el mundo…»
—Bien —dijo el maestre—, buen chico. Hijo de tu… de tu padre, Bran. Ahora, vete.
—¿Y abandonarte a los dioses? —Osha paseó la vista por el arciano, por la cara roja tallada en el tronco pálido.
—Ruego… —El maestre tragó en seco—. Un… un trago de agua y… otro favor. Si pudierais…
—Sí. —Osha se volvió hacia Meera—. Llévate a los chicos.
Jojen y Meera se llevaron a Rickon entre los dos. Hodor los siguió. Las ramas bajas golpeaban el rostro de Bran al cruzar entre los árboles, y las hojas secaban sus lágrimas. Al rato, Osha se reunió con ellos en el patio. No dijo ni una palabra sobre el maestre Luwin.
—Hodor debe permanecer con Bran, será sus piernas —dijo la mujer salvaje con decisión—. Yo me llevaré a Rickon.
—Nosotros vamos con Bran —dijo Jojen Reed.
—Sí, debéis acompañarlo —replicó Osha—. Creo que probaré la Puerta de Oriente y seguiré por el camino real.
—Nosotros iremos por la Puerta del Cazador —dijo Meera.
—Hodor —dijo Hodor.
Antes se detuvieron en las cocinas. Osha encontró varias hogazas de pan quemado que todavía eran comestibles, e incluso un ave asada, fría, que dividió por la mitad. Meera desenterró un tarro de miel y un saco de manzanas. Se despidieron afuera. Rickon sollozó y se agarró a la pierna de Hodor hasta que Osha le dio una nalgada con el asta de la lanza. Entonces la siguió con rapidez. Peludo trotó tras sus pasos. Lo último que Bran vio de ellos fue la cola del lobo huargo cuando desaparecía tras la torre rota.
Las rejas de hierro que cerraban la Puerta del Cazador estaban tan retorcidas por el calor que apenas podían levantarse dos palmos. Tuvieron que arrastrarse bajo los pinchos, uno por uno.
—¿Iremos a donde vuestro señor padre? —preguntó Bran mientras atravesaban el puente levadizo entre las murallas—. ¿A la Atalaya de Aguasgrises?
Meera miró a su hermano antes de contestar.
—Nuestro camino va al norte —anunció Jojen.
En el límite del Bosque de los Lobos, Bran se volvió en su cesta para echar una última mirada al castillo que había sido su vida entera. Todavía subían oleadas de humo al cielo gris, pero no más que las que hubieran brotado de las chimeneas de Invernalia en una fría tarde de verano. Algunas de las troneras de los arqueros estaban manchadas de hollín, y aquí y allá se veía una grieta en la muralla o había desaparecido un merlón, pero a esa distancia parecían pequeñeces. Detrás, los techos de las torres y torreones estaban en su lugar, como a lo largo de cientos de años, y era difícil decir que el castillo había sido saqueado e incendiado totalmente.
«La piedra es fuerte —se dijo Bran—, las raíces de los árboles se hunden muy profundas, y bajo la tierra los Reyes del Invierno están sentados en sus tronos.» Mientras ellos estuvieran allí, Invernalia perduraría. No estaba muerta, sólo rota.
«Como yo —pensó—; yo tampoco estoy muerto.»
Título original: A Clash of Kings
Primera edición: noviembre del 2003
Primera reimpresión: mayo del 2004
Segunda reimpresión: mayo del 2005
© 1998, George R.R. Martin
Mapas: James Sinclair
Símbolos heráldicos: Virginia Norey
Traducción del inglés: © 2003, Cristina Macía
Ilustración de cubierta: © 2003, Corominas
Derechos reservados en lengua castellana: © 2003, Alejo Cuervo editor
Ediciones Gigamesh
C/. Ausias March, 26, desp. 44 08010 Barcelona
Fotomecánica e impresión: INO Reproducciones, S.A. Ctra. de Castellón, km. 3,8 Polígono Miguel Servet Nave 13 50013 Zaragoza
ISBN: 84-932702-2-9
Depósito legal: Z-910-2005
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