Madre Gentil, fuente de toda piedad,
salva a nuestros hijos de la guerra y la maldad,
contén las espadas y las flechas detén,
que tengan un futuro de paz y de bien.
Madre Gentil, de las mujeres aliento,
ayuda a nuestras hijas en este día violento,
calma la ira y la furia agresiva,
haz que nuestra vida sea más compasiva.
Se le había olvidado el resto de la letra. Tenía miedo de que la matara en cuanto dejara de cantar, pero tras un instante el Perro le apartó la daga de la garganta, sin decir palabra.
El instinto le dijo que alzara la mano y le pusiera los dedos sobre la mejilla. La habitación estaba a oscuras y no lo veía, pero notó el tacto pegajoso de la sangre, y una humedad que no era de sangre.
—Pajarito —dijo una vez más, con la voz ronca y rasposa como el sonido del acero contra la piedra.
Se levantó de la cama. Sansa oyó el sonido de la tela al rasgarse, y después unas pisadas que se alejaban.
Cuando salió de la cama al cabo de un rato, estaba sola. Encontró la capa en el suelo, arrugada, el tejido de lana blanca manchado de sangre y fuego. Para entonces, en el exterior el cielo estaba más oscuro, apenas unos cuantos fantasmas color verde claro danzaban ante las estrellas. Soplaba un viento gélido que hacía batir los postigos. Sansa sintió frío. Sacudió la capa desgarrada y se cubrió con ella antes de acurrucarse en el suelo, temblorosa.
No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció así, pero tras un largo rato oyó una campana que repicaba al otro lado de la ciudad. El sonido era el retumbar grave de una garganta de bronce, cada vez más rápido. Sansa aún se preguntaba qué significaría aquello cuando se le unió una segunda campana, y luego una tercera, con voces que llegaban de las colinas y los valles, llenaban los callejones y las torres, y alcanzaban hasta el último rincón de Desembarco del Rey. Se liberó de la capa y corrió hacia la ventana.
Hacia el este despuntaba el alba, y ya sonaban también las campanas de la Fortaleza Roja, como parte de la riada de sonidos que manaba de las siete torres de cristal del Gran Sept de Baelor. Sansa recordó que aquellas campanas habían sonado cuando murió el rey Robert, pero en esta ocasión era un sonido diferente, no un doblar lento y triste, sino un repicar alegre. Además, en las calles se oían gritos y algo que sólo podían ser aplausos y aclamaciones.
Fue Ser Dontos quien le llevó la noticia. Cruzó atolondrado la puerta abierta, la estrechó entre sus brazos fofos, y le hizo dar vueltas por toda la habitación, mientras gritaba de manera tan incoherente que Sansa no entendía ni una palabra. Estaba tan borracho como lo había estado el Perro, pero a él la bebida lo hacía bailar alegremente. Cuando por fin la soltó, estaba mareada y sin aliento.
—¿Qué pasa? —Se agarró a un poste de la cama—. ¿Qué ha sucedido? ¡Decídmelo!
—¡Se acabó! ¡Se acabó, se acabó! La ciudad está a salvo. Lord Stannis ha muerto, Lord Stannis ha huido, nadie lo sabe, a nadie le importa; su ejército se ha dispersado, ya no hay peligro. Dicen que ha muerto en el combate o que se ha marchado, ¡qué más da! ¡Y cómo brillan los estandartes! ¡Los estandartes, Jonquil, los estandartes! ¿Tenéis vino? Tendríamos que brindar para celebrarlo, sí. ¿No lo entendéis? ¡Esto quiere decir que estáis a salvo!
—¡Decidme de una vez qué ha pasado! —le gritó Sansa sacudiéndolo.
Ser Dontos rió a carcajadas, saltó sobre una pierna, luego sobre la otra y estuvo a punto de caer.
—Llegaron entre las cenizas mientras el río ardía. El río, Stannis estaba metido en el río hasta el cuello, y lo cogieron por la retaguardia. ¡Ah, quién fuera de nuevo caballero, quién hubiera participado en esto! Dicen que sus hombres apenas si presentaron batalla. ¡Algunos huyeron, pero fueron más los que doblaron la rodilla y aclamaron a Lord Renly! ¿Qué pensaría Stannis al oír eso? Me lo ha contado Osney Kettleblack, a él se lo había contado Ser Osmund, pero Ser Balon ha vuelto ya y sus hombres dicen lo mismo, y los capas doradas también. ¡Estamos salvados, pequeña! Vinieron por el camino de rosas y a lo largo de la ribera, cruzaron todos los campos que Stannis había quemado, levantaban las cenizas con las botas y las armaduras se les cubrían de gris… ¡pero los estandartes! ¡Los estandartes debían de ser maravillosos, la rosa dorada, el león dorado y todos los demás, el árbol de Marbrand y el de Rowan, el cazador de Tarly, las uvas de Redwyne y también la hoja de Lady Oakheart. Todas las casas de occidente, ¡todo el poder de Altojardín y Roca Casterly! Lord Tywin en persona comandaba su ala derecha al norte del río, con Randyll Tarly al mando del grueso y Mace Tyrell al mando del ala izquierda, pero fue la vanguardia la que ganó la batalla. Atravesaron las fuerzas de Stannis como una lanza atraviesa una calabaza, gritaban como demonios vestidos de acero. ¿Y sabéis quién iba al mando de la vanguardia? ¿Lo sabéis? ¿Lo sabéis? ¿Lo sabéis?
—¿Robb? —Era un sueño imposible, pero…
—¡Era Lord Renly! ¡Lord Renly, con su armadura verde, y el fuego reflejado en sus astas doradas! ¡Lord Renly, con la lanza en la mano! ¡Se dice que mató a Ser Guyard Morrigen en combate singular, y también a otra docena de grandes caballeros! ¡Era Renly, era Renly, era Renly! ¡Oh, mi querida Sansa, los estandartes! ¡Quién fuera caballero!
Estaba desayunando un cuenco de sopa fría de caqui y gambas cuando Irri apareció con una túnica qarthiana, una vaporosa prenda de seda marfileña con aljófares.
—Llévate eso —dijo Dany—. Los muelles no son lugar apropiado para ropas finas.
Los Hombres de Leche la consideraban una salvaje, de manera que como tal se vestiría para ellos. Cuando bajó a los establos vestía unos pantalones de seda basta descolorida y unas sandalias de hierba entretejida. Sus pechos menudos se movían con libertad bajo un chaleco pintado dothraki, y del cinturón de medallones le colgaba una daga curva. Jhiqui le trenzó el cabello al estilo dothraki, y del extremo de la trenza le colgó una campanilla de plata.
—No he conseguido ninguna victoria —dijo a su doncella al oír el suave tintineo de la campanilla.
—Quemasteis a los maegi en su casa de polvo y enviasteis sus almas al infierno.
«Esa victoria fue de Drogon , no mía», habría querido decir Dany, pero se contuvo. Los dothrakis la respetarían todavía más si se ponía unas cuantas campanas en el pelo. El tintineo se oyó cuando montó a lomos de su yegua plata y también con cada paso de su montura, pero ni Ser Jorah ni sus jinetes de sangre lo mencionaron. Eligió a Rakharo para cuidar de su gente y de sus dragones mientras estuviera ausente, y Jhogo y Aggo la acompañaron a los muelles.
Dejaron atrás los palacios de mármol y los jardines fragantes, y atravesaron una zona más pobre de la ciudad, donde las modestas casas de ladrillo mostraban a la calle sus paredes sin ventanas. Allí había menos caballos y camellos, y los palanquines escaseaban, pero en cambio abundaban los niños, los mendigos y los perros flacos de color arena. Los hombres de piel clara, vestidos con polvorientas faldas de lino, los miraban pasar desde los arcos de las puertas. «Saben quién soy, y no les gusto.» Dany lo supo por su forma de mirarla.
Ser Jorah habría preferido que fuera dentro de su palanquín, a salvo tras las cortinas de seda, pero ella se había negado. Ya había pasado demasiado tiempo reclinada entre cojines de seda, dejándose llevar de aquí para allá por los bueyes. Al menos, al cabalgar tenía la sensación de que se dirigía hacia alguna parte.
No era casualidad que hubiera elegido el puerto. Volvía a huir. Su vida entera no había sido más que una larga huida. Había empezado huyendo en el vientre de su madre, y desde entonces no había parado jamás. ¿Cuántas veces habían tenido que escapar Viserys y ella en medio de la noche, apenas un paso por delante de los asesinos a sueldo del Usurpador? Pero la huida era la única alternativa a la muerte. Xaro había descubierto que Pyat Pree estaba reuniendo a los brujos supervivientes para causar a Dany tanto mal como fuera posible. Al enterarse, ella se había echado a reír.
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