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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Ged alzó entonces la vara, bien alto, y el resplandor fue de pronto intolerable, de una blancura tan ardiente que dominó arrasó aquella antigua oscuridad. Bajo esa luz, toda forma humana se desprendió como una piel de la cosa que avanzaba hacia Ged. Se encogió y se contrajo, se ennegreció, mientras reptaba por la arena en cuatro cortas patas provistas de garras y zarpas. Mas todavía avanzaba, alzando hacia Ged un hocico ciego, informe, sin labios, sin orejas ni ojos. Y en el momento en que estuvieron frente a frente, a la blanquísima luz mágica de la vara, se hizo completamente negra, y se irguió. En silencio, hombre y sombra se encontraron cara a cara y se detuvieron.

En voz alta y clara, rompiendo aquel viejo silencio, Ged pronunció el nombre de la sombra, y en el mismo instante, habló la sombra, sin labios ni lengua, y dijo la misma palabra: —Ged. —Y las dos voces fueron una sola voz.

Ged soltó la vara, extendió los brazos y abrazó a la sombra, a la negra mitad que reptaba hacia él. Luz y oscuridad se encontraron, se fusionaron, se unieron.

A Algarrobo, que observaba aterrorizado desde lejos, a través de a arena y la oscura penumbra, le pareció que Ged había sido vencido, pues el resplandor deslumbrante decaía, se atenuaba. Furioso Y desesperado saltó a la arena para ayudar a Ged o perecer con él, y corrió hacia el resplandor mortecino que se apagaba en la noche en la árida comarca. Pero los pies se le hundían en la arena y luchó como si caminara por arenas movedizas, o por un caudaloso torrente, y de pronto, en medio de un estrépito ensordecedor, y de la gloria de la luz del día, y del impacable frío del invierno, y del áspero sabor de la sal, el mundo fue restaurado para él y se encontró vadeando un mar súbito, verdadero, viviente.

No lejos de allí la barca se balanceaba, vacía sobre las olas grises. Nada más veía Algarrobo sobre las aguas; las crestas espumosas de las olas le golpeaban ojos y lo enceguecían. No era buen nadador, y se debatió como pudo hasta la barca; subió a ella y mientras tosía y trataba de escurrir el agua que le chorreaba del pelo, miró en torno con desesperación, sin saber para qué lado tenía que mirar. Al fin descubrió algo oscuro en medio de las olas, allá a lo lejos, en lo que antes fuera arena y era ahora aguas turbulentas. Se abalanzó sobre los remos y remó vigorosamente hacia su amigo, y luego tomándolo por los brazos, lo ayudó y lo izó por la borda.

Ged estaba atontado, los ojos fijos como si no vieran nada, pero no parecía haber sufrido ningún daño. Con los dedos de la mano derecha apretaba la vara, ahora negra madera de tejo, extinguido ya todo resplandor. No dijo una sola palabra. Agotado y calado hasta los huesos, temblando de frío, se acurrucó contra el mástil, sin hablarle a Algarrobo, que había levantado la vela y con la mano en el timón buscaba el viento del nordeste. Nada vio del mundo hasta el momento en que frente a la proa, en el cielo que se ensombrecía en el ocaso, entre largas nubes y en una bahía de clara luz azul, brilló la luna nueva: un anillo de marfil, un fino aro de cuerno, la luz reflejada del sol sobre el océano de la noche.

Ged alzó el rostro y miró en el horizonte la luna creciente, remota y luminosa.

Largamente contempló aquella luna, y al fin se puso en pie y se irguió, sosteniendo la vara con ambas manos, como si fuese una espada. Miró el cielo, el mar, la vela henchida por el viento, el rostro de su amigo.

—Estarriol —dijo—, mira, ya está. Ha concluido. —Se echó a reír.— La herida ha sanado. Estoy entero. Soy libre. —Y bajó la cabeza, y escondió el rostro entre los brazos, y lloró como un niño.

Hasta ese momento Algarrobo lo había observado con temor y ansiedad, pues no sabía con certeza qué había pasado en la comarca tenebrosa. No sabía si era Ged quien estaba con él en la embarcación y desde hacía horas no apartaba la mano del ancla, pronta para perforar el fondo del bote y hundirlo allí en pleno océano, antes que llevar a los puertos de Terramar una cosa maléfica que había tomado el aspecto y la forma de Ged. Ahora, viendo a su amigo, oyéndolo hablar, no tuvo más dudas. Y empezaba a vislumbrar la verdad, que Ged no había ganado ni perdido: al nombrar a la sombra de la muerte con su propio nombre se había convertido en un hombre entero que nunca sería poseído por otro poder, y que viviría sólo por la vida misma, y nunca al servicio de la ruina, el dolor, el odio o la oscuridad. En la Creación de Ea, que es de todos los cantares el más antiguo, se dice: “Sólo en el silencio la palabra., sólo en la oscuridad la luz, sólo en la muerte la vida; el vuelo del balcón brilla en el cielo vacío”.

Ese canto cantaba ahora Algarrobo en voz alta, mientras viraba la barca rumbo al oeste, al empuje del helado viento invernal que soplaba detrás de ellos desde la inmensidad del Mar Abierto.

Ocho días navegaron, y otros ocho, antes de que avistaran tierra. Varias veces tuvieron que llenar los odres de agua de mar endulzada por sortilegios; y pescaron, aunque poco, aun recurriendo a los sortilegios de pesca, pues los peces del Mar Abierto no conocen sus propios nombres y no oyen la voz de la magia. Cuando sólo les quedó para comer unas tiras de carne ahumada, Ged recordó lo que dijera Milenrama cuando él había hurtado la galleta: que se arrepentiría de ese robo cuando tuviera hambre en alta mar; y a pesar del hambre, el recuerdo fue grato. Pues Milenrama había dicho también que Ged y Algarrobo volverían.

En apenas tres días los había llevado al este el viento de la magia; dieciséis tuvieron que navegar de regreso hacia el oeste. jamás hombre alguno que haya viajado por el Mar Abierto ha regresado de tan lejos como los dos jóvenes hechiceros Estarriol y Ged, a bordo de una pequeña barca de pesca, en la Tregua del invierno. No tuvieron que enfrentar grandes tempestades ni les costó mantener el rumbo, guiados por la brújula y por la estrella Tolbegren. Navegando por una ruta un poco al norte de la que siguieran hacia el este, no volvieron por Astowell. Pasaron cerca de Toly y Sneg sin alcanzar a verlas y las primeras tierras que avistaron fueron las del cabo más meridional de Koppish, cuando por encima de las olas vieron unos acantilados de piedra que parecían una enorme fortaleza. Revoloteando en círculos sobre las rompientes, graznaban las gaviotas, y el humo de las chimeneas de los villorrios trepaba en volutas azules que se dispersaban en el viento.

Desde allí, la travesía hasta Iffish no fue larga. En un anochecer apacible y oscuro, antes de una nevada, Regaron al puerto de Ismay. Amarraron a Miralejos, la barca que los llevara en viaje de ida y vuelta hasta las costas del reino de la muerte, y remontando las callejas estrechas llegaron a la morada de Estarriol. Sentían el corazón ligero al entrar bajo ese techo, al calor y la luz del fuego que ardía en el hogar; y MiIenrama corrió a darles la bienvenida llorando de alegría.

Si Estarriol de Iffish cumplió su promesa y compuso un cantar de esa primera gran gesta de Ged, la obra se ha perdido. En el Confín del Levante se cuenta la leyenda de una barca que a días y días de distancia de todas las costas, más allá del abismo del océano, tocó tierra. En Iffish se dice que fue Estarriol quien timoneaba esa barca, pero en Tok cuentan que fueron dos pescadores que una tempestad arrojó al Mar Abierto, y en Holp la historia habla de un pescador holpiano, y dicen que nunca pudo sacar la barca de las arenas invisibles en que estaba encallada, y todavía hoy anda errante por ellas. Así pues, del Cantar de la Sombra sólo quedan unos pocos fragmentos legendarios, llevados como madera de resaca de isla en isla a lo largo de los años. Mas nada se cuenta en la Gesta de Ged de esa travesía ni del encuentro de Ged con la sombra, anterior a los días en que consiguió atravesar el Paso del Dragón, o rescató de las Tumbas de Atuán el Anillo de Erreth Akbé para llevarlo de vuelta a Havnor, o volvió al fin a Roke, como Archimago de todas las islas del mundo.

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