Ursula Le Guin - Un mago de Terramar

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales.
Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Esto despertó en él cierto temor, y empezó a preguntarse qué poderes de hechicería quedarían en él y en Ged si continuaban alejándose todavía más de las tierras destinadas a morada de los hombres.

Ged volvió a montar la guardia esa noche, y mantuvo la barca en rumbo hacia el este. Cuando llegó el día, el viento del mundo amainó un poco y el sol brilló con intermitencia; pero las olas eran tan altas que Miralejos tenía que empinarse y escalarlas como si fuesen colinas, y suspendida sobre la cresta, se zambullía de golpe y se empinaba para escalar otra ola, y otra y otra…

En la noche de ese día Algarrobo quebró un largo silencio.

—Amigo mío —dijo—, una vez hablaste como si supieras que al fin llegaremos a tierra. No pongo en duda tu visión, pero, ¿no podría tratarse de un ardid, de una celada de esa cosa que persigues, para atraerte mas allá de lo que un hombre puede ir por el océano? Porque nuestro poder podría desvirtuarse y debilitarse en mares extraños. Y una sombra no conoce la fatiga, no siente el hambre, no se ahoga.

Estaban sentados en la bancada, el uno al lado del otro , y sin embargo Ged miraba a su amigo como desde muy lejos, como a través de un ancho abismo. Tenía la mirada turbia y tardó en responder.

Dijo al fin:

—Estarriol, nos estamos acercando.

Y Estarriol, al oírlo, supo que decía la verdad. Y tuvo miedo. Pero posó la mano en el hombro de Ged y dijo simplemente:

—Bien, entonces; bueno. Está bien.

Una vez más Ged veló esa noche, pues no podía dormir en la oscuridad. Ni quiso dormir cuando despuntó el tercer día. Y siguieron deslizándose siempre ligeros sobre las aguas, a una velocidad terrible, sin tregua ni reposo. Y Algarrobo se preguntaba cómo era posible que el poder de Ged mantuviese hora tras hora tan fuerte el viento mágico, allá en el Mar Abierto, donde él sentía que el poder se le dispersaba y debilitaba. Y mientras navegaban, Algarrobo empezó a creer que Ged había dicho la verdad, que esa ruta los llevaría más allá de las fuentes del océano y por el este al otro lado de las puertas de la luz. Ged, desde la proa, miraba siempre la lejanía. Pero no era ya el océano lo que escrutaba ahora, o no el océano que veía Algarrobo, un piélago de aguas turbulentas que se extendía hasta el linde del cielo. Una visión oscura enturbiaba las pupilas de Ged, un velo se interponía entre sus ojos y el mar gris y el cielo gris, y esa oscuridad se extendía, y el velo era cada vez más espeso. Algarrobo no veía nada parecido, excepto cuando miraba a Ged a los ojos: entonces también él veía un instante aquella sombra. Y navegaban y seguían navegando. Un mismo viento llevaba a los dos en una misma barca, mas era como si Algarrobo navegara hacia el este por los mares del mundo, en tanto que Ged penetraba a solas en una comarca en las que no había este ni oeste, donde no había naciente ni poniente para el sol o las estrellas.

De repente, Ged se puso de pie sobre la proa y habló en voz alta. El viento de la magia cesó. Miralejos se detuvo y como una rama seca rodó arriba y abajo sobre las aguas encrespadas. Y la vela pendió del mástil, floja e inmóvil, aunque el viento del mundo soplaba siempre con fuerza del oeste. Suspendida sobre las olas, la barca se sacudía siguiendo el vasto y lento movimiento, pero ya no avanzaba.

—Arría la vela —dijo Ged, y Algarrobo se apresuró mientras Ged soltaba los remos, los insertaba en los toletes y encorvaba la espalda para remar.

Algarrobo, que no veía alrededor nada más que olas revueltas, no comprendía por qué ahora continuaban a remo; pero nada dijo y esperó, y a poco advirtió que el viento del mundo empezaba a aquietarse, y que el empuje del agua decrecía. La barca se sacudía y empina a cada vez menos hasta que al fin pareció avanzar al vigoroso impulso de los remos de Ged Por aguas casi inmóviles, como en una bahía cercana. Y aunque Algarrobo no veía lo que Ged veía, cuando entre uno y otro golpe de los remos miraba por encima del hombro delante de la barca, aunque no veía unas pendientes tenebrosas bajo estrellas inmóviles, empezó a vislumbrar, con ojo de hechicero, una oscuridad que colmaba los huecos de las olas, todo alrededor de la barca, y vio que el oleaje descendía lento y perezoso, ahogado con arena.

Si era un sortilegio de ilusión, tenía poder inverosímil: hacer que el Mar Abierto pareciera tierra. Tratando de no perder la cordura y el coraje, Algarrobo pronunció el Sortilegio de Revelación, esperando ver, entre cada palabra lentamente pronunciada, algún cambio, un temblor de la ilusión en ese extraño y seco bajío del océano abisal. Pero no advirtió nada. Acaso el sortilegio, aunque afectara sólo la visión y no la magia que obraba en torno de ellos, no tuviese allí ningún poder. O quizá no era ilusión, y habían llegado al fin del mundo.

Ged remaba abstraído cada vez más lentamente, mirando por encima del hombro, abriéndose paso entre canales, bajíos y arrecifes que sólo él podía ver. La barca se estremecía cuando la quilla tocaba fondo. Bajo esa quilla se abría la insondable profundidad del mar, y sin embargo estaban en tierra, en tierra seca. Ged levantaba los remos y la madera se deslizaba en los toletes con un crujido terrible, pues no se oía allí ningún otro ruido. Todos los ruidos del mar, del viento, de la barca y la vela se habían apagado, perdidos en un silencio vasto y profundo, acaso inmemorial. Y la barca estaba inmóvil. No soplaba una ráfaga de viento. El mar se había transformado en arena, en un arenal quieto y oscuro. Nada se movía en el cielo sombrío ni en aquel suelo seco, irreal, que se extendía hasta perderse de vista en una tiniebla impenetrable todo alrededor de la barca.

Ged se puso de pie y tomó la vara y saltó con ligereza por encima de la borda. A Algarrobo le pareció que lo veía caer y hundirse en el mar, el mar que tenía que estar allí, ajo ese velo seco que ocultaba el agua, el cielo y la luz. Pero no, el mar ya no estaba allí. Ged se alejaba de la barca y dejaba huellas de pies sobre la arena que crujía levemente.

Y la vara de Ged brilló entonces, no con una luz fatua sino con un resplandor claro y blanco, pronto tan radiante que le enrojeció los dedos.

Y Ged seguía avanzando, alejándose de la barca, pero en ninguna dirección. No había direcciones en esa comarca, no había norte ni sur, ni este ni oeste, sólo el allá y el lejos.

Para Algarrobo, que lo observaba, la luz de Ged era como una gran estrella que se desplazaba lentamente en la oscuridad. Y en torno de ella las tinieblas eran cada vez más densas, más negras, más compactas . También Ged veía eso, mirando siempre adelante, a través de la luz. Y un momento después vio aparecer en la orla lejana y pálida de la luz una sombra que avanzaba por la arena.

Al principio no tenía forma, pero a medida que se acercaba fue tomando el aspecto de un hombre. Un hombre viejo parecía, gris y siniestro, el que avanzaba hacia Ged; pero en el instante mismo en que Ged reconoció a su padre el forjador en aquella figura, vio que no era un hombre viejo sino un joven. Era Jaspe: el agraciado e insolente rostro de Jaspe, y la capa gris sujeta con el alfiler de plata y el paso medido. Y era de odio la mirada que clavó en Ged a través de la oscuridad del aire. Ged caminó más lentamente y alzó aún más la vara. El resplandor se avivó y en la figura que se aproximaba la apariencia de Jaspe se transformó en Pechvarry. Pero la cara de Pechvarry era abotagada y pálida como la de un ahogado, y extendía la mano de una manera rara, como si hiciera una señal. Tampoco esta vez Ged se detuvo, y siguió adelante, aunque ahora sólo los separaban unos pocos pasos. De pronto la cosa que estaba frente a él cambió por completo, extendiéndose a los lados como si desplegara unas alas enormes y finas, y se contorsionó, se hinchó y volvió a encogerse. Por un instante Ged vio en ella la cara blanca de Skior, y un par de ojos, turbios, velados, que se clavaban en él, y luego, bruscamente, una cara aterradora que no conocía, hombre o monstruo, de labios convulsos y ojos que eran como fosos y se hundían en un abismo negro.

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