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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Tan pendiente había estado Milenrama de las palabras de Ged, mirándolo mientras hablaba, que no advirtió que el harrekki saltaba de la percha caliente en el gancho de la marmita y se llevaba una galleta de trigo más grande que él. Poniendo a la criatura escamosa sobre la rodilla, Milenrama lo alimentó con cortezas y migas, mientras pensaba en lo que Ged había dicho.

—De modo que si hicieses aparecer un verdadero pastel de carne, perturbarías eso que cita siempre mi hermano… no recuerdo el nombre…

—El Equilibrio —dijo Ged en tono grave, pues ella estaba muy seria.

—Sí. Pero cuando naufragaste, volviste a navegar en una barca tramada con sortilegios, y no hacía agua. ¿Era pura ilusión?

—Bueno, era en parte ilusión, porque no me gusta ver el mar a través de los agujeros de mi barca, y entonces los emparché, disfrazando las apariencias. Pero la solidez de la barca no era ilusoria, ni el resultado de una invocación; en eso intervino otra clase de arte, un sortilegio de atadura. La madera estaba unida en un todo, en una cosa íntegra, un bote. ¿Qué es un bote sino una cosa que no hace agua?

—A veces hacen agua, yo he tenido que achicar algunos —dijo Murre.

—Bueno, también el mío habría hecho agua, si no hubiese mantenido el sortilegio —dijo Ged, e inclinándose sobre los ladrillos tomó una galleta caliente y la hizo saltar entre las manos—. Yo también he robado una galleta.

—Y te has quemado los dedos. Y cuando estés muerto de hambre en la inmensidad del mar, y lejos de todas las islas, pensarás en esta galleta y dirás entonces: «¡Ah! si no hubiera robado esa galleta podría comérmela ahora»… Me comeré la de mi hermano, y como tú morirá de hambre.

—Así se mantiene el equilibrio —observó Ged mientras ella masticaba una galleta tostada a medias; la tentó la risa y se atragantó. Pero Milenrama recobró en seguida la compostura y le dijo a Ged: —Ojalá pudiera entender lo que hablas. Soy demasiado estúpida.

—Hermanita —dijo Ged—, soy yo quien no tiene talento para explicar. Si hubiera más tiempo…

—Habrá más tiempo —dijo Milenrama—. Y cuando mi hermano vuelva, tú vendrás con él, al menos una temporada, ¿verdad que sí?

—Si puedo —respondió Ged con dulzura.

Hubo un breve silencio; luego Milenrama pregunto mientras miraba cómo el harrekki trepaba de nuevo a la percha:

—Dime sólo esto, si no es un secreto: ¿qué otros poderes hay además de la luz?

—No es un secreto. Todos los poderes tienen un solo origen, y un solo fin, creo yo. Los años y las distancias, las estrellas y las bujías, el agua, el viento y la hechicería, la destreza de la mano de un hombre y la sabiduría de la raíz de un árbol: todo emerge al mismo tiempo. Mi nombre y el tuyo, y el nombre verdadero del sol, o el de un manantial de agua, o el de un niño aún no nacido, todos son sílabas de la Irán Palabra que la luz de las estrellas pronuncia lentamente. No hay otro poder. Ni otro nombre.

Murre interrumpió el trabajo y puso el cuchillo sobre la talla.

—¿Y la muerte? —preguntó.

La muchacha escuchó, inclinando la cabeza negra y brillante.

—Para que una palabra sea dicha —respondió Ged con voz pausada— tiene que haber silencio. Antes, y después. —De pronto se incorporó—. No tengo derecho a hablar de estas cosas. La palabra que tenía que decir, la dije mal. Mejor será que calle; no hablaré otra vez. Quizá no hay otro poder que la oscuridad. —Y apartándose del fuego, salió de la caldeada cocina, recogió la capa y salió a la calle bajo la fría llovizna del invierno.

—Alguna maldición pesa sobre él —dijo Murre, siguiendo a Ged con una mirada temerosa.

—Yo creo que ese viaje está conduciéndolo a la muerte —dijo Milenrama—, de eso tiene miedo, y sin embargo sigue adelante. —Alzó la cabeza como si a través de las llamas rojas viera la estela de una barca solitaria que surcaba los mares invemales y se alejaba hacia mares desiertos. Por un momento, los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no habló.

Algarrobo regresó al día siguiente y se despidió de los notables de Ismay que no veían con buenos ojos que se hiciera a la mar en pleno invierno, en una búsqueda queda mortal que ni siquiera era suya; pero aunque lo abrumaron con reproches, nada podían hacer para que se quedara. Cansado al fin del acoso de aquellos ancianos, dijo Algarrobo:

—Vuestro soy, no sólo por parentesco y tradición, sino también por el compromiso que tengo con vosotros. Mas es tiempo de recordar que soy vuestro servidor, pero no vuestro sirviente. Cuando sea libre de volver, volveré. Hasta entonces, adiós.

Rayaba el alba en el Levante y la luz crecía pálida y gris desde el mar, cuando los dos jóvenes, izando al viento norte una recia vela parda, zarparon en Miralejos del puerto de Ismay. Milenrama, de pie en el muelle, los miró partir, como siempre despiden a sus hombres las esposas y hermanas en las costas de Terramar, sin agitar manos ni añuelos, sin llamarlos a voces: muy quietas y en silencio, embozadas en capas grises o pardas, mirando cómo la franja de agua se ensancha entre la barca y la costa.

El mar abierto

Ahora el puerto ya no se veía, y los ojos pintados de Miralejos, mojados por las olas, escrutaban mares cada vez más vastos, más desolados. Dos días y dos noches tardaron los compañeros en ir desde Iffish hasta la Isla de Soders, un centenar de millas de tiempo sucio y vientos contrarios. Allí hicieron una escala breve, apenas el tiempo de recargar uno de los odres y comprar una lona de vela alquitranada, que en la barca sin puente protegería de la lluvia y el agua marina las herramientas y provisiones. No se la habían procurado antes porque los hechiceros suelen subsanar esos problemas por medio de sortilegios, los más sencillos y comunes, y en verdad poca magia se requiere para ablandar el agua marina y ahorrarse la molestia de transportar agua dulce. Pero Ged se negaba al parecer a recurrir a sus artes, o a permitir que Algarrobo empleara las suyas. Se limitó a decir: — Mejor no… —y su amigo acató esta decisión, sin discutirla ni hacer preguntas. Porque desde que el viento había henchido por primera vez la vela, los dos habían tenido un presentimiento sombrío, glacial como los vendavales del invierno. Habían dejado atrás el abrigo del puerto, la paz, la seguridad. El camino que recorrían ahora estaba sembrado de peligros; cualquier acto, cualquier movimiento podía tener consecuencias nefastas. En la aventura en que estaban embarcados, la más inocente de las palabras mágicas podía cambiar el azar, pertubar el equilibrio de] destino y de] poder, pues iban ahora hacia el centro mismo de ese equilibrio, hacia el lugar donde se encuentran la luz y las tinieblas. Y quienes andan por esos caminos cuidan mucho lo que dicen.

Nuevamente en el mar bordeando las costas de Soders, donde los prados blancos de nieve subían hasta perderse en cimas brumosas, Ged fue otra vez rumbo al sur, y pronto se internaron en aguas en las que jamás se aventuran los grandes mercantes del Archipiélago, las aguas fronterizas del Confín.

Algarrobo no preguntó cuál era el rumbo, sabiendo que esto dependía de Ged, y que iban a donde tenían que ir. Cuando la Isla de Soders se empequeñeció y palideció a popa, y las olas silbaron y chasquearon bajo la proa y sólo el inmenso piélago gris los rodeó hasta la orilla del cielo Ged preguntó:

—¿Qué tierras hay siguiendo este rumbo?

—Ninguna al sur de Soders. Al sureste hay que navegar mucho para encontrar poco: Pelimer, Kornay, Gosk y Astowell, también llamada Finislandia. Más allá, el Mar Abierto.

—¿Y en el suroeste?

—Rolamenv, una isla del Confín del Levante, y algunas isletas pequeñas alrededor; luego nada hasta que te adentras en el Confín Austral: Rood Toom y la Isla de la Oreja, a donde no van los hombres.

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