—¡Atrás! —exclamó Algarrobo, mientras con la mano izquierda hacía el signo que ahuyenta el mal que se ha nombrado. Y Ged, a pesar de sus negros. pensamientos, no pudo menos que sonreír, porque ése era un conjuro más de niños que de hechiceros; jamás perdería Algarrobo esa ingenuidad aldeana. Y sin embargo era astuto y sagaz, y siempre iba al fondo mismo de un problema. Le dijo a Ged— Esa es una idea siniestra y equivocada, espero. Se me ocurre, en cambio, que llegaré a ver el final de lo que he visto al comienzo. De algún modo conocerás por fin la naturaleza de esa cosa, su ausencia, sabrás qué es y podrás atraparla, doblegarla y vencerla. Aunque ése es el enigma: qué es… Hay una cosa que me preocupa, que no entiendo del todo. Se diría que la sombra se muestra ahora con tu apariencia, o al menos con una forma que se asemeja a la tuya: así la vieron en Vemish y así la vi yo aquí, en Iffish. ¿Cómo es posible y por qué nunca se apareció así en el Archipiélago?
—Hay un viejo dicho: Las leyes cambian en los Confines.
—Es verdad, y un dicho muy cierto, te lo digo yo. Hay sortilegios excelentes, entre los que aprendí en Roke, que aquí no tienen ningún poder, o surten el efecto contrario. Y hay otros comunes aquí, y que nunca aprendí en Roke. Cada comarca tiene sus propios poderes, y cuanto más te alejes de las Tierras Interiores, más difícil es entenderlos, y dominarlos. Pero no creo que sólo eso explique el cambio de la sombra.
—Yo tampoco creo que cuando dejé de huir para volverme contra ella, el hecho mismo de que empeñara mi voluntad en perseguirla, le dio apariencia y forma, aunque también impidió que me quitara fuerzas. Todos mis actos se repiten en ella como un eco: es mi criatura.
—En Osskil te nombró, y no pudiste volver tu magia contra ella. ¿Por qué no hizo lo mismo en las Manos?
—No lo sé. Tal vez sólo de mi debilidad saque fuerzas para hablar. Habla casi con mi propia lengua; porque, ¿cómo sabía mi nombre? Me he devanado los sesos con esa pregunta, a través de todos los mares desde que partí de Gont, y nunca encontré la respuesta. Quizá no pueda hablar con su propia forma; quizá sólo pueda hablar con una lengua prestada, como un gebbet. No lo sé.
—Tendrás que cuidarte entonces si vuelves a encontrarla en forma de gebbet.
—No creo —replicó Ged, extendiendo las mano sobre las ascuas rojas, como estremecido de súbito por un frío interior No creo que vuelva a encontrarla en esa forma Ahora está ligada a mí, como yo lo estoy a ella. No puede librarse de mí y dedicarse a perseguir a otro hombre y extraerle la voluntad y el ser, como hizo con Skior. A mí puede poseerme. Si alguna vez yo me debilito, si trato de escapar, de romper el lazo, me poseerá. Y sin embargo, cuando la tuve entre mis manos y la sujeté con todas las fuerzas que me quedaban, se transformó en una nube de vapor, se me escapó… Y volverá a hacerlo, y sin embargo no puede escapar de mí, porque siempre la encontraré. Estoy atado a esa criatura repulsiva y cruel, y lo estaré eternamente, a menos que llegue a conocer la palabra capaz de dominarla: su nombre.
—¿Hay nombres en los reinos de las sombras? —preguntó Algarrobo, pensativo.
—Gensher el Archimago decía que no. Mi maestro, Ogión, no opina lo mismo.
—Infinitas son las controversias de los magos —sentenció Algarrobo con una sonrisa un tanto sombría.
—En Osskil, la mujer que servía a las Antiguas Potestades me juró que la Piedra me diría el nombre de la sombra, pero no confío mucho en eso. Y sin embargo, también hubo un dragón que me propuso un trueque: ese nombre por el suyo, para desembarazarse de mí; y lo he pensado mucho tiempo: en las cosas que los magos discuten, quizá los dragones sean sabios.
—Sabios pero malévolos. Pero ¿qué dragón es ése? No me dijiste que habías hablado con dragones desde la última vez que nos vimos.
Conversaron hasta tarde aquella noche, y aunque volvían sin cesar al amargo tema de la búsqueda que le esperaba a Ged, el placer de estar juntos era más fuerte que todo; pues los unía un amor acendrado y profundo, un sentimiento que ni el tiempo ni los azares podrían destruir. A la mañana siguiente Ged despertó bajo el techo de su amigo, y todavía soñoliento sintió un gran bienestar, como si estuviese al abrigo de todo daño, de toda amenaza. Un poco de ese sueño de paz lo acompañó durante todo el día, y él lo tomó no como un buen presagio, sino como un regalo. Le parecía que cuando partiera de esa casa ya no habría para él un refugio de paz, de modo que mientras durase ese breve sueño se sentiría feliz.
Obligado a atender ciertos asuntos antes de dejar Iffish, Algarrobo se había marchado a otras aldeas de la isla en compañía del aprendiz de hechicero que trabajaba con él. Ged se quedó en la casa con Milenrama y su hermano llamado Murre, menor que Algarrobo y mayor que ella. Parecía poco más que un chiquillo, pues no había en él ni una chispa de ese don o ese azote que es el poder mágico. Nunca había viajado más allá de Iffish, Tok y Holp, y tenía una vida fácil y sin problemas. Ged lo observaba con asombro y no sin cierta envidia, y exactamente de la misma manera miraba él a Ged: a los dos les parecía muy extraño que siendo tan distintos tuviesen los mismos años: diecinueve. Ged se maravillaba de que alguien que había vivido diecinueve años pudiera ser tan despreocupado. Admirando el rostro agraciado y alegre de Murre, se sentía esmirriado y tosco, sin sospechar ni por un momento que Murre le envidiaba hasta las cicatrices que le marcaban la cara, imaginando que eran huellas de unas garras de un dragón, la runa y el signo de un héroe.
Los dos jóvenes se trataban por lo tanto con cierta timidez, pero Milenrama, dueña y señora de su propia casa, pronto perdió el temor que había sentido al principio en presencia de Ged. El era muy amable con ella, y ella le hacía muchas preguntas, pues Algarrobo, decía, nunca le explicaría nada. Estuvo muy atareada esos días preparando galletas de trigo y otras provisiones de viaje como carne y pescado secos, hasta que Ged le dijo que ya bastaba, pues no tenía intención de navegar sin escalas hasta Selidor.
—¿Dónde queda Selidor?
—Muy, muy lejos, en el Confín del Poniente, donde los dragones son tan comunes como los ratones.
—En ese caso, mejor harías en quedarte en el Levante, pues nuestros dragones son pequeños corno ratones. Aquí está vuestra carne; ¿estás seguro de que bastará? Escucha, hay algo que no entiendo: tú y mi hermano sois poderosos hechiceros, agitáis una mano, murmuráis una palabra y es cosa hecha. ¿Cómo podéis tener hambre, entonces? Cuando llega a la hora de la cena en el mar, ¿por qué no dices pastel de carne», y el pastel de carne aparece, y os lo coméis?
—Bueno, podríamos hacerlo. Pero no nos atrae demasiado eso de comernos nuestras propias palabras. Al fin y al cabo «pastel-de-carne» no es más que una palabra… Podemos darle aroma, sabor y hasta consistencia, mas no deja de ser una palabra. Engaña al estómago, pero no da fuerzas al hambriento.
—Los hechiceros, entonces, no son cocineros —dijo Murre que estaba sentado frente a Ged, del otro lado del hogar, tallando la tapa de una caja de madera; era ebanista de oficio, aunque no muy aplicado.
—Los cocineros son hechiceros, por desgracia —dijo Milenrama, que estaba de rodillas mirando la última hornada de galletas, que empezaban a dorarse en los ladrillos del hogar—. Pero todavía no entiendo, Gavilán. He visto a mi hermano, y hasta al aprendiz, iluminar un sitio oscuro con una sola palabra ¡y la luz brilla, ilumina, no es una palabra sino una luz con la que puedes alumbrarte!
—Oh, sí —respondió Ged—. La luz es un poder. Un gran poder, que hace posible nuestra existencia, pero que existe por sí misma, más allá de nuestras necesidades. La luz del sol y la luz de las estrellas son tiempo, y el tiempo es luz. A la luz del sol, en los días y los años, la vida es. En un lugar oscuro, la vida puede llamar a la luz, nombrándola. Pero por lo, general cuando ves que un hechicero nombra o invoca, cuando hace aparecer algún objeto, no es lo mismo, no llama a un poder mayor que él, y lo que aparece es sólo una ilusión. Invocar una cosa que no está presente, llamarla pronunciando el verdadero nombre, es una gran maestría, y no hay que utilizarla en cuestiones menores. No para calmar el hambre. Milenrama, tu pequeño dragón te ha robado una galleta.
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