Ursula Le Guin - Un mago de Terramar

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales.
Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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A diferencia del astuto pescador de Gont, este viejo, maravillado y atemorizado por los poderes mágicos de Ged, le había regalado la barca de buena gana. Pero Ged se la pagó en moneda de mago, curándole las cataratas que estaban a punto de dejarlo ciego. Y el viejo le dijo entonces, feliz:

—Nosotros la llamábamos Chorlito Blanco, mas tú llámala Miralejos, y píntale ojos, uno a cada lado de la proa y mi gratitud vigilará por ti desde esa madera ciega y te protegerá de arrecifes y rocas. Porque había olvidado cuánta luz hay en el mundo, hasta que tú me la devolviste.

Otros trabajos hizo también Ged mientras permaneció en aquella aldea, al pie de los escarpados bosques de la Mano, recuperando sus poderes. Aquellos aldeanos eran como los que había conocido de niño en el Valle Septentrional de Gont, aunque más pobres todavía. Se sentía con ellos como en su propia casa, como jamás se sentiría en los castillos de los ricos, y sin tener que hacer preguntas conocía bien cuáles eran las amargas necesidades de esas gentes. Echó pues encantamientos de cura y protección sobre los niños inválidos y enfermizos y sortilegios de crecimiento sobre los descarnados rebaños de cabras y ovejas de los aldeanos; trazó la runa Simn en los usos y telares, los remos de embarcaciones y las herramientas de bronce y piedra que le llevaban, para que trabajaran bien, y sobre los techos de tronco de las cabañas, la runa Pirr, que protege la casa y a sus habitantes del fuego, el viento y la locura.

Cuando la barca Miralejos estuvo pronta y bien aprovisionada de agua y pescado seco, Ged se quedó un día más para enseñar al joven trovador de la aldea la Gesta de Morred y el Lay Havnoriano. Rara vez algún navío del Archipiélago hacía escala en las Islas: los cantares compuestos cien años atrás eran nuevos para aquellos aldeanos, que deseaban oír las hazañas de los héroes. De haber estado libre de lo que pesaba sobre él, Ged se habría quedado allí de buen grado una semana o un mes, para cantarles lo que sabía, para que los grandes cantares pudieran conocerse en otras tierras. Pero no estaba libre, y a la mañana siguiente izó la vela y zarpó en línea recta rumbo al sur a través de los vastos mares del Confín. Porque rumbo al sur había huido la sombra. No necesitaba para saberlo echar un encantamiento de busca: lo sabía con tanta certeza como si estuviera unido a la sombra por una cuerda larga y fina que se desenroscaba y en roscaba entre ellos, por muchas millas y mares y tierras que pudieran separarlos. Continuó navegando, sin prisa y sin esperanza, y el viento del invierno lo empujó hacia el sur.

Un día y una noche navegó por el mar solitario, y al segundo día llegó a una isla pequeña, que según le dijeron se llamaba Vemish. En el pequeño puerto las gentes lo miraban con desconfianza y pronto acudió el hechicero de la aldea. Observó a Ged con ojos penetrantes, y luego se inclinó y dijo en un tono de voz que era a la vez lisonjero y pomposo:

—¡Señor Hechicero! Perdona mi temeridad y hónranos aceptando lo que puedas necesitar en el viaje: víveres, agua, lienzo de velas, cabos… Mi hija lleva en este momento a tu barca un par de gallinas recién asadas… Me parece prudente, sin embargo, que prosi gas tu camino tan pronto como lo creas oportuno, Las gentes de aquí están atemorizadas. No hace mucho, en verdad anteayer, se vio a alguien que atravesaba esta humilde isla a pie —y de norte a sur, mas no se vio barca alguna que llegara con él a bordo, ni barca que partiera con él, y al parecer no proyectaba ninguna sombra. Quienes lo han visto me dicen que tenía cierta semejanza contigo.

Al oír eso, Ged saludó con una inclinación de cabeza, dio media vuelta, regresó al puerto de Vemish y sin volver los ojos se hizo a la mar. Nada ganaría con asustar a los isleños o con granjearse la enemistad de su hechicero. Prefería dormir otra vez en el mar, y reflexionar sobre la noticia que le había dado, que era una dolorosa sorpresa.

Acabó el día y la noche transcurrió con una lluvia fría que murmuró sobre el mar durante las horas de oscuridad y el amanecer gris. La barca Miralejos seguía navegando, siempre llevada por el viento norte. Pasado el mediodía, la lluvia y la bruma se disiparon y de tanto en tanto brilló el sol; hacia el atardecer de ese mismo día Ged divisó a proa las bajas colinas azules de una gran isla, iluminada por el sol vacilante del invierno. El humo de las chimeneas trepaba lento y azul por encima de los techos de pizarra arrebujados entre las colinas, un paisaje reconfortante en medio de la vasta monotonía del mar.

Ged siguió hasta el puerto a una flotilla de pesca, y remontando las calles del poblado a la luz dorada del crepúsculo invernal, dio con una posada, El Harrekki donde el fuego del hogar, la cerveza liviana y unas costillas de camero le calentaron el alma y el cuerpo. Había otros viajeros sentados a las mesas de la taberna, dos o tres mercaderes del Confín Este, pero la mayor parte de los parroquianos eran lugareños que iban en busca de buena cerveza, noticias y conversación. No eran tímidos y rústicos como los humildes pescadores de las Manos; eran verdadera gente de ciudad, alerta y reposada. Sin duda reconocieron en Ged al hechicero, mas nadie dijo una sola palabra excepto el posadero, quien en medio de la conversación (y era por cierto un hombre muy locuaz) mencionó que ese burgo, Ismay, tenía la suerte de compartir con otros burgos de la isla el inestimable tesoro de un hechicero consumado, de la Escuela de Roke, que había recibido la vara de manos del Archimago en persona, y que si bien por el momento estaba ausente, vivía en Ismay, en una casa solariega, de modo que no les hacía falta ningún otro practicante de las Altas Artes.

—Como bien dicen, dos regidores en la misma ciudad terminan a los palos. ¿No es así, Señor? —dijo el posadero con una sonrisa maliciosa.

Así fue informado Ged de que si era un hechicero trashumante, que buscaba ganarse la vida obrando sortilegios, allí no lo necesitaban. Despedido de Vemish sin miramientos, y ahora de aquí con frases algo más circunspectas, recordaba con extrañeza lo que le habían contado de la cordialidad de las gentes de este Confín del Levante. Porque esta isla era Iffish, donde había nacido su amigo Algarrobo. No parecía tan hospitalaria como él había dicho.

Eran caras amables sin duda las que veía alrededor. Sin embargo, era también evidente que adivinaban la verdad, que algo lo separaba, lo aislaba de ellos, que sobre él pesaba una maldición y que iba en pos de una cosa siniestra. En aquel salón Iluminado por las llamas, la presencia de Ged era como una ráfaga de viento frío , como un pájaro negro que una tempestad había traído de tierras extrañas. Cuanto antes se fuera, llevando a cuestas aquel destino maldito, tanto mejor sería para las gentes del burgo.

—Estoy de paso —dijo—. Sólo me quedaré aquí un día o dos. —La voz de Ged parecía desolada. Por una vez, el posadero no replicó, echó una mirada de soslayo al gran báculo de tejo apoyado en un rincón y llenó el pinchel de Ged de cerveza rubia hasta que la espuma se derramó por los bordes.

Ged sabia que no podía pasar en Ismay más que esa sola noche. Allí no era bienvenido, ni en ninguna otra parte. Tenía que continuar, seguir hasta el final. Pero ya no podía soportar la soledad del mar desierto y helado, el silencio. sin voces. Resolvió quedarse en Ismay un día, y partir al siguiente. Así, pues, durmió hasta tarde esa mañana; cuando despertó caía una ligera nevada y salió a caminar sin rumbo por las callejas y callejones del pueblo, observando a la gente ocupada en sus menesteres. Miró a los niños que arrebujados en capas de pieles construían castillos de nieve y modelaban hombrecillos de nieve; oyó cotillear a las comadres de acera a acera, desde las puertas abiertas de las casas; se detuvo a observar el trabajo del forjador de bronce, ayudado por un aprendiz que con la cara enrojecida y sudorosa bombeaba las lar as mangas del fuelle. Por las ventanas ,de las casas , iluminadas por dentro con un oro rojizo en el atardecer de ese corto día, vio a las mujeres atareadas en los telares, volviendo de tanto en tanto la cabeza para hablar o sonreír a un hijo o un esposo, allí, al calor del hogar. Todo eso vio Ged desde fuera: él era un ser aparte, aislado; no quería admitir que estaba triste, pero sentía un peso en el corazón. Cayó la noche, y Ged seguía errando por las calles, sin ganas de volver a la posada. Oyó a un hombre y una muchacha que iban calle abajo conversando alegremente; pasaron delante de él y se encaminaron a la plaza del pueblo. Ged se volvió con brusquedad; conocía la voz de aquel hombre.

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