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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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—Nosotros sí, tal vez —dijo Ged con ironía.

—Yo preferiría que no —dijo Algarrobo—. Parece que es horrible, con abundancia de osamentas y de malos augurios. Dicen los navegantes que desde las aguas de la Isla de la Oreja y Sorr se ven estrellas que no se conocen en otras partes, a las que nunca se les dio nombre.

—Es verdad, en la nave que me llevó a Roke por primera vez había un marinero que hablaba de eso. Y contaba historias de los balseros, ese pueblo del extremo del Confín Austral que sólo pisan tierra una vez al año, cuando van a cortar los grandes troncos para sus balsas, y el resto del año, todos los días de todos los meses, flotan a la deriva en el océano, lejos de las tierras. Me gustaría ver esas aldeas flotantes.

—A mi no —dijo Algarrobo con una sonrisa-—. A mí dame tierra y gente de tierra; el mar en su sitio, yo en el mío.

—Me hubiera gustado conocer las ciudades del Archipiélago —dijo Ged mientras aguantaba el cabo de la vela, contemplando el vasto desierto gris que se extendía delante— Havnor en el corazón del mundo, y Ea donde nacieron los mitos, y Shelleth de las Fuentes en Way; todas las ciudades y todas las grandes tierras. Y también las pequeñas, las comarcas extrañas de los Confines Remotos. Navegar en línea recta hasta el paso de los Dragones, y seguir hacia el oeste. o al norte entre los témpanos de hielo, hasta Hogenlandia. Hay quienes dicen que es una comarca más grande que todo el Archipiélago, y otros que no son más que rocas y arrecifes helados. Nadie lo sabe. Me gustaría ver las ballenas de los mares septentrionales Pero no puedo. Tengo que ir a donde me lleva mi destino y dejar atrás las costas luminosas. Tuve mucha prisa y ahora no me queda tiempo. Cambié toda la luz del sol, y las ciudades y las tierras lejanas por un puñado de poder, por una sombra, por la oscuridad.

Así, a la manera dé los magos, Ged vertió en un canto temores y remordimientos: una breve endecha, cantada a *media voz, que no era sólo para él; y Algarrobo en respuesta recordó las palabras del héroe de la Gesta dte Erreth-Akbé:

—Ah, que yo vea una vez más las Ramas vivas del hogar de la tierra, las torres blancas de Havnor…

Y así continuaron navegando en el vasto desamparo del mar. Todo cuanto vieron ese día fue un cardumen de peces plateados que emigraba hacia el sur, pero no hubo delfines que saltaran de las aguas, ni gaviotas, ni golondrinas que volaran en el aire gris. Cuando las sombras cayeron en el este y los fuegos del poniente se encendieron, Algarrobo sacó las provisiones, las repartió, y dijo:

—La última cerveza. Bebo a la salud de quien puso el barril en la barca, para los hombres abrasados de sed en el frío de los mares: mi hermana Milenrama.

Ged olvidó por un momento sus lúgubres cavilaciones, dejó de escudriñar el mar, y brindó por Milenrama con más ardor, acaso, que el propio Algarrobo. Recordó la dulzura de la muchacha, a la vez sensata e infantil. Era tan distinta de todas las personas que había conocido. (¿Qué muchachas había conocido? Nunca lo había pensado.)

—Es corno un pez —dijo—, una cabrilla que nada en un arroyo cristalino… indefensa y sin embargo no la puedes atrapar.

Algarrobo lo miró a los ojos, sonriendo.

—Mago eres de nacimiento —dijo— porque el nombre verdadero de Milenrama es Kest. —Kest en el Habla Antigua es cabrilla; Ged lo sabía, y se le alegró el corazón. Pero un momento después dijo en voz baja—: No tendrías que haberme dicho el nombre, quizás.

Y Algarrobo, que no había hablado a la ligera, le respondió:

—Contigo ese nombre está tan seguro como el mío. Y además, tú lo sabías sin que yo te lo dijera…

El púrpura del oriente se diluyó en cenizas, y el gris ceniciento se disolvió en negro. En el mar y en el cielo todo era oscuridad. Envuelto en la capa de lana y pieles, Ged se acostó a dormir en el fondo de la barca. Algarrobo, aguantando el cabo de la vela, cantaba en voz baja el pasaje de la Gesta de Enlad que narra cómo el mago Morred el Blanco se hizo a la mar en un navío sin remos y al llegar a la Isla Soléa vio a Elfarran en los vergeles florecidos. Ged se durmió antes de que el canto hablara del triste fin de los amores de Morred, la muerte de Morred, la ruina de Enlad, las olas del mar, inmensas y crueles, anegando los huertos de Soléa. Alrededor de la media noche Ged despertó, y una vez más montó guardia mientras Algarrobo dormía. La pequeña barca surcaba un mar agitado, y huyendo del viento que soplaba en la vela, coma a ciegas a través de la noche. Pero la negra techumbre del cielo se había abierto, y poco antes del alba un perfil de luna brilló entre las orlas parduscas de las nubes vertiendo sobre el mar un débil resplandor.

—La luna menguante viaja hacia la noche oscura —murmuró Algarrobo, que despertó al amanecer, cuando durante un rato amainó el viento frío. Ged alzó los ojos y miró el arco de luz blanquecina, sobre las aguas que. palidecían en el Levante, pero no dijo nada. Esa noche oscura de la luna, la primera que sigue al Retorno del Sol, se llama la Tregua, y es el polo opuesto de los días estivales de la Luna y la Larga Danza. Es un período nefasto para los viajeros y los enfermos; jamás durante la Tregua se le da a un niño el verdadero nombre, ni se cantan las Gestas, ni se afilan herramientas o espadas, y no hay promesas ni juramentos. Es el eje oscuro del año, cuando lo que se hace se hace mal.

A tres días de navegación desde Soders, siguiendo el rumbo de las aves marinas y de las algas flotantes, llegaron a Pelimer, una pequeña isla que se elevaba en una giba sobre las olas grises. Los habitantes hablaban en hárdico, pero a su manera, extraña incluso a los oídos de Algarrobo. Los jóvenes viajeros desembarcaron en busca de agua dulce, y cansados de tanto navegar, y al principio fueron bien recibidos, con asombro y excitación. En el burgo principal de la isla había un hechicero, pero estaba loco. No hablaba de otra cosa que de la enorme serpiente que devoraba los cimientos de Pelimer, y aseguraba que la isla flotaría muy pronto como una barca a la deriva y se deslizaría más allá de la orilla del mundo. Al principio, saludó cortésmente a los jóvenes hechiceros, pero mientras hablaba de la serpiente empezó a mirar de soslayo a Ged, y terminó por insultarlos en plena calle, llamándolos espías y servidores de la Serpiente Marina. Después de eso, los pelimerianos los miraron con desconfianza, pues aunque loco, el hombre era para ellos el hechicero del lugar. Así pues, Ged y Algarrobo no se quedaron mucho tiempo en la isla, y antes de que cayera la noche partieron otra vez, yendo siempre hacia el sur y el este.

En aquellos días y noches de navegación, Ged no habló nunca de la sombra, ni tampoco del motivo del viaje; y Algarrobo apenas llegó a balbucear una pregunta, mientras seguían siempre el mismo rumbo, alejándose de las islas conocidas de Terramar:

—¿ Estás seguro … ?

A lo que Ged sólo respondió:

—¿Está seguro el hierro de dónde está el imán?

Algarrobo asintió en silencio y en silencio siguieron navegando. De vez en cuando, sin embargo, hablaban de las artes y artificios con que los magos de tiempos remotos habían conseguido descubrir el nombre secreto de poderes y criaturas maléficos: de Nereguer de Paln, que se había enterado del nombre del Mago Negro escuchando a hurtadillas la conversación de unos dragones; de Morred, que había visto cómo unas gotas de lluvia escribían el nombre del enemigo en el polvo del campo de batalla, en los Llanos de Enlad. Hablaban de los sortilegios de busca, y de las invocaciones, y de las Preguntas Ciertas, que sólo el Maestro de las Formas puede hacer. Pero Ged terminaba a menudo recordando las palabras que había dicho Ogión en lo alto de la montaña, en un otoño lejano: «Para oír es preciso callar … » Y se encerraba en un silencio profundo, y cavilaba hora tras hora con los ojos siempre fijos en el mar, sentado a proa. A Algarrobo le parecía a veces que Ged, más allá de las olas y las millas y los días grises aún por venir, estaba viendo la cosa que perseguían y el término sombrío del viaje.

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