Ursula Le Guin - Un mago de Terramar

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Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales.
Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Pasaron entre Kornay y Gosk en medio de nieblas y lluvias, y no vieron las islas. Sólo al día siguiente supieron que las habían dejado atrás, cuando avistaron unos riscos empinados, sobre los que revoloteaban en círculos numerosas bandadas de gaviotas, cuyo doliente graznido podía oírse desde lejos en el mar. Algarrobo dijo:

—Por lo que parece, ésa ha de ser AstoweIl. Finislandla. Al este y al sur de esta isla los mapas están en blanco.

—Sin embargo, quienes viven allí sabrán de tierras más lejanas —respondió Ged.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Algarrobo.

Pues Ged había hablado con agitación; y la respuesta fue también entrecortada y extraña.

—No allí —dijo, mirando hacia Astowell, y más allá de la isla, o a través de ella—. No allí. No en el mar, sino en tierra seca ¿ qué tierra? Más allá de las fuentes del mar, más allá el nacimiento, detrás de las puertas de la luz del día…

Calló, y cuando volvió a hablar lo hizo con su voz de siempre, como si se hubiera librado de pronto de un sortilegio o una visión, que apenas recordaba.

El puerto de AstoWell, un estuario entre dos promontorios rocosos, estaba en la costa septentrional de la isla, y todas las cabañas del burgo miraban al norte y al este; era como si la isla volviera siempre la cara, aunque desde tan lejos, hacia Terrarnar, hacia el mundo de los hombres.

Con revuelo y consternación fueron recibidos los forasteros, pues llegaban en una época del año en la que ningún navío desafiaba jamás los mares cercanos a la isla. Las mujeres se quedaron dentro de las cabañas de junco, espiando por la puerta, escondiendo a los niños pequeños detrás de las faldas, y retrocediendo temerosas a la oscuridad, cuando vieron que los recién llegados subían desde el puerto. Los hombres, macilentos y mal vestidos contra el frío, blandiendo cada uno un hacha de piedra o un cuchillo de hueso, se reunieron en un círculo solemne alrededor de Ged y Algarrobo. Pero una vez que se les pasó el miedo dieron la bienvenida a los forasteros, mientras los acosaban con interminables preguntas. Rara vez en verdad llegaba alguna nave a Astowell, ni siquiera desde Soders o Rolarneny, ya que nada tenían, ni siquiera madera, que pudieran trocar por bronce o adornos. Navegaban en botes de cañas, y muy temerario tenía que ser quien se aventurara a surcar los mares hasta Gosk o Komay en una de esas embarcaciones. Vivían en absoluta soledad allí, en la orilla de todos los mapas. No tenían bruja ni hechicero, y no apreciaron las varas de los jóvenes hechiceros por lo que eran en realidad, admirándolas sólo por la sustancia preciosa de que estaban hechas, madera. El jefe isleño era muy anciano, y el único del pueblo que había visto antes a un hombre nacido en el Archipiélago. Ged, por lo tanto, era para ellos un ser maravilloso: los hombres llevaban a sus hijos pequeños a que vieran al archipelágico, así podrían acordarse de él en la vejez. Nunca habían oído hablar de Gont y sólo conocían de mientas Havnor y Ea, y lo tomaron por un Señor de Havnor. Ged trató de responder lo mejor que pudo a quienes preguntaban por una ciudad blanca que él jamás había visto. Pero a medida que caía la noche se sentía cada vez más intranquilo, y al fin se acercó a los hombres, cuando estaban reunidos en el albergue al calor maloliente del estiércol de cabra y los haces de retama negra que eran el único combustible que tenían, y les preguntó:

—¿Qué hay al este de vuestra tierra?

Los hombres callaron, algunos sonrientes, otros sombríos. El viejo Islano respondió:

—El mar.

—¿No hay tierras más allá?

—Esta es Finislandia. No hay tierras más allá. No hay más que agua hasta la orilla del mundo.

—Éstos son hombres sabios, padre —dijo un hombre más joven—, hombres de la mar, viajeros. Quizá ellos sepan de una tierra que nosotros ignoremos.

—No hay ninguna tierra al este de esta tierra —dijo el viejo, y miró a Ged largamente, y no le. habló más.

Esa noche los compañeros durmieron al calor humeante del albergue. Antes del alba Ged sacudió a su amigo, murmurando:

—Estarriol, despierta. No podemos quedamos. Tenemos que partir.

—¿Por qué tan temprano? —preguntó Algarrobo, aún no del todo despierto.

—No es temprano, es tarde. He sido demasiado lento. La sombra ha encontrado cómo escapar de mí, y condenarme. No puedo dejar que escape, y he de seguirla a donde vaya. Si la pierdo estoy perdido.

—¿Hacia dónde la seguiremos?

—Hacia el este. Ven. He llenado los odres.

Salieron del albergue mientras todos dormían aún en la aldea, excepto un bebé que lloró un momento en la oscuridad de una cabaña y volvió a dormirse. A la débil luz de las estrellas encontraron el camino que descendía al estuario, desataron a Miralejos de la punta de roca a la que estaba amarrada, y la empujaron hacia el agua negra. Así partieron de Astowell rumbo al este, por el Mar Abierto, en el primer día de la Tregua, antes de la salida del sol.

Ese día tuvieron cielos claros. El viento del mundo soplaba frío y en ráfagas desde el nordeste, pero Ged había levantado el viento de la magia: su primer acto de magia desde que partiera de la Isla de las Manos. Navegaban veloces rumbo al este. Golpeada por olas enormes, humeantes a la luz del sol, la barca se estremecía, pero continuaba adelante, como lo prometiera el antiguo dueño, y respondía tan exactamente al viento de la magia como cualquier nave encantada del país de Roke.

Ged no habló en toda la mañana, excepto para renovar el viento de la magia o mantener el hechizo que reforzaba la vela, y Algarrobo echado en la popa, terminó de dormir, aunque intranquilo. A mediodía comieron. Ged repartió unas porciones escasas, y el augurio era evidente, pero los dos mascaron en silencio la ración de pescado salado y galleta de trigo.

Durante toda la tarde fueron hacia el este; siempre en el mismo rumbo, y con la misma velocidad. Una sola vez Ged rompió el silencio, diciendo:

—¿Estás de acuerdo con los que dicen que el mundo es todo mar más allá de los Confines Remotos, o con quienes imaginan otros Archipiélagos o vastas tierras ignotas en la otra cara del mundo?

—En este momento —respondió Algarrobo— estoy con los que piensan que el mundo tiene una sola cara, y que el que navegue demasiado lejos caerá al llegar al borde.

Ged no sonrió: no quedaba en él ninguna alegría.

—¿Quién sabe lo que un hombre podría encontrar allá? No nosotros, por cierto, que nunca nos alejaremos de nuestras costas y riberas.

—Algunos han querido saberlo, y nunca han regresado. Y jamás hemos visto un navío que llegara de tierras desconocidas.

Ged no respondió.

Todo aquel día y toda aquella noche el poderoso viento de la magia los empujó hacia el este sobre las olas tumultuosas del océano. Ged montó guardia desde el crepúsculo hasta el amanecer, pues la fuerza que lo atraía o lo impulsaba crecía aún más en la oscuridad. Miraba sin cesar hacia adelante, aunque en la noche sin luna veía tan poco como los ojos pintados en la proa ciega de la barca. Al alba, la fatiga le había agrisado el rostro y tenía el cuerpo tan acalambrado por el frío que a duras penas pudo estirarlo para descansar. Dijo en un murmullo:

—Mantén el viento mágico del este, Estarriol —y al instante se quedó dormido.

No hubo amanecer, y poco después llegó la lluvia del nordeste y azotó de costado la proa de la barca. No era una tempestad, sólo los vientos y las lluvias de] invierno, glaciales e interminables. Pronto todo cuanto había en la barca estuvo anegado, a pesar de la lona, y Algarrobo se sintió también calado hasta los huesos; y Ged tiritaba mientras dormía. Compadecido de su amigo, y quizá de sí mismo, Algarrobo trató de desviar aquel viento incesante que traía la lluvia. Mas, aunque respetando la voluntad de Ged mantenía fuerte y constante el viento de la magia, su habilidad de maestro de nubes y vientos tenía allí escaso poder, tan lejos de las tierras; el viento del Mar Abierto no lo escuchó.

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