Oí el sonido del agua lamiendo las piedras, y como no tenía otra cosa que hacer fuimos hacia allí. Pasamos por un seto de espinos cuyas flores, como manchas blancas, parecían a la distancia un obstáculo infranqueable, y vi un río no más ancho que una calle y sobre el que se deslizaban unos cisnes como esculturas de hielo. Había un pabellón en ese lugar, y junto a él tres botes, los tres parecidos a grandes nenúfares, y forrados por dentro con un espesísimo brocado, y cuando subí a uno de ellos noté que exudaban un olor de especias.
—Maravilloso —dijo Jolenta—. No les importará que tomemos uno, ¿verdad? Y si les importa, me llevarán ante alguien poderoso, como sucede en la obra, y cuando este alguien me vea, nunca dejará que me vaya. Haré que el doctor Talos se quede conmigo, y tú, si quieres. Te darán algún empleo.
Le dije que tendría que continuar mi viaje hacia el norte y la levanté para subirla al bote, poniéndole el brazo alrededor de la cintura, casi tan estrecha como la de Dorcas.
En seguida se tendió sobre los cojines, donde los pétalos levantados le ensombrecían la cara. Me hizo pensar en Agia, cuando reía al sol mientras descendíamos por los Peldaños de Adamnian y alardeaba del sombrero de ala ancha que llevaría puesto el año que viene. No había nada en Agia que no fuera inferior a jolenta; apenas era más alta que Dorcas, las caderas eran excesivamente anchas y los pechos hubieran parecido magros al lado de la exuberante plenitud de jolenta; los ojos largos y castaños y los pómulos altos parecían ser muestra de agudeza y determinación, antes que pasión y abandono. Y sin embargo, Agia me había dejado en un saludable estado de celo. Cuando reía yo le notaba un deje de desprecio; pero era una risa genuina. La excitación camal le hacía sudar; el deseo de jolenta no era más que deseo de ser deseada, de modo que lo que yo quería no era consolar su soledad, como había querido consolar la de Valeria, ni dar expresión a un amor doliente como el que había sentido por Thecla, ni protegerla como quería proteger a Dorcas, sino avergonzarla y castigarla, conseguir que perdiera el dominio de sí misma, llenarle los ojos de lágrimas y quemarle el cabello, así como se quema el cabello de los cadáveres para atormentar a los espíritus que los han abandonado. Se había jactado de convertir a las mujeres en tríbadas. Casi llegó a hacer de mí un algófilo.
—Sé que ésta es mi última actuación. Seguro que entre el público habrá alguien… — Bostezó y se estiró. Parecía tan cierto que el tenso corpiño no podría contenerla que aparté los ojos. Cuando volví a mirar, estaba dormida.
El bote arrastraba detrás un fino remo. Lo cogí y descubrí que a pesar de la circularidad del casco que emergía del agua, debajo había una quilla. En el centro del río la corriente era bastante fuerte, y yo no tenía más que guiar nuestro lento avance por una serie de meandros que se torcían graciosamente. Así como el encapuchado y yo pasamos sin ser vistos a través de habitaciones, alcobas y arcadas cuando me acompañó por los caminos escondidos de la Segunda Casa, así ahora la dormida Jolenta y yo, sin ruido ni esfuerzo, casi totalmente inadvertidos, recorríamos leguas de jardines. Había parejas tendidas sobre el blando césped debajo de los árboles y en la comodidad más refinada de los cenadores, y nuestra embarcación no parecía antojárseles más que una decoración que la corriente transportaba ociosamente para deleite de todos ellos. Y si veían mi cabeza por encima de los pétalos curvados, nos creían dedicados a nuestros propios asuntos. Filósofos solitarios meditaban sobre rústicos asientos, y en triforios y arboriums continuaban ininterrumpidas reuniones que no eran invariablemente eróticas.
Acabé resentido por el dormir de Jolenta. Dejé el remo y me arrodillé junto a ella en los cojines. Tenía una pureza en el rostro dormido que yo nunca le había visto en los momentos en que estaba despierta. La besé, y sus ojos enormes, apenas abiertos, me recordaron los largos ojos de Agia, y su cabello rojo y dorado pareció casi castaño. Le desabroché el vestido. Parecía medio drogada, ya fuera por efecto de algún soporífero en los cojines amontonados o meramente por la fatiga acumulada en nuestro camino al aire libre y el peso de semejante volumen de carne voluptuosa. Le liberé los pechos, cada uno de los cuales era casi tan grande como su propia cabeza, y los amplios muslos, que parecían contener entre ellos un polluelo de pocos días.
Cuando regresamos, todos sabían dónde habíamos estado, aunque dudo que a Calveros le interesara. Dorcas lloraba a solas, desapareciendo durante un rato para volver a aparecer con los ojos hinchados y una sonrisa de heroína. Creo que el doctor Talos estaba a la vez furioso y divertido. Me dio la impresión (que mantengo hasta hoy) de que nunca había gozado a Jolenta, y que de todos los hombres de Urth, sólo a él se hubiera entregado ella con toda su voluntad.
Pasamos las guardias que quedaban antes de anochecer escuchando al doctor Talos conversar con varios funcionarios de la Casa Absoluta, y ensayando. Puesto que ya he dicho algo de lo que representa actuar en la obra del doctor Talos, me propongo presentar aquí una aproximación del texto, no como aparecía en los fragmentos de papel manchado que esa tarde nos pasábamos de mano en mano, y que a menudo sólo sugería algún tipo de improvisación, sino como podría haber sido registrado por algún diligente escribano que se encontrara entre el público, y como, de hecho, quedó registrado por el testigo demónico que habita detrás de mis ojos.
Pero antes tienes que imaginar nuestro teatro. Los inquietos márgenes de Urth habían vuelto a subir una vez más por encima del disco rojo. Unos murciélagos de largas alas aleteaban por encima de nosotros, y en el cielo oriental colgaba el verde cuerno de la luna. Imagina un valle pequeño, de unos mil pies de anchura, situado entre colinas ondeantes cubiertas del césped más blando. Hay puertas en estas colinas, algunas de ellas no más anchas que la entrada a una habitación privada corriente, otras tanto como las puertas de una basílica. Estas puertas están abiertas, y de ellas emana una luz neblinosa. Hacia el pequeño arco de nuestro proscenio descienden unos tortuosos senderos enlosados; están salpicados de hombres y mujeres con fantásticos atuendos, como en una mascarada, atuendos que proceden en gran parte de edades remotas, de manera que yo, cuyas nociones de historia se limitan escasamente a las que me impartieron Thecla y el maestro Palaemón, apenas los reconozco. Entre esta gente enmascarada se mueven servidores que llevan bandejas cargadas de copas y vasos, y de montones de carnes y pastas de delicioso aroma. Frente a nuestro escenario hay asientos negros de terciopelo y de ébano, delicados como criquets, pero en el auditorio hay muchos que prefieren estar de pie; a lo largo de nuestra actuación los espectadores van y vienen sin interrupción, y muchos de ellos no se paran a oír más que una docena de líneas. En los árboles cantan las hilas y gorjean los ruiseñores, y en lo alto de las colinas las estatuas andantes se mueven lentamente en distintas posturas. Todos los papeles de la obra son interpretados por el doctor Talos, Calveros, Dorcas, Jolenta o yo.
XXIV — La obra del doctor Talos: Escatología y Génesis
Que consiste en una representación dramática (como él sostiene) de determinadas partes del Libro del Sol Nuevo, ahora perdido
Personajes de la obra:
Gabriel
El gigante Nod
Mesquia, el Primer Hombre
Mesquiana, la Primera Mujer
Jahi
El Autarca
La Condesa
La Doncella
Dos soldados
Una estatua
Un profeta
El generalísimo
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