La idea era tan absurda que me reí, contento de que algo aliviara mi tensión.
—De todas maneras —dijo Dorcas—, así es como actúan. Como un padre de ideas lentas y quehacer duro y un hijo brillante y voluble. Al menos, así me lo parece.
Hasta que no abandonamos el banco y nos encontramos en el camino de vuelta hacia la Sala Verde (que ya no se parecía al cuadro que Rudesind me había enseñado más que cualquier otro jardín), no se me ocurrió plantearme si el nombre de «Inocencia» con que el doctor Talos llamaba a Dorcas no habría sido una metáfora del mismo tipo.
La vieja huerta y el jardín de hierbas de más allá habían estado tan silenciosos, tan cargados de abandono, que me recordaron el Atrio del Tiempo, y a Valeria de exquisita cara enmarcada en pieles. La Sala Verde era un pandemónium. Todos estaban ya despiertos, y por momentos parecía que todos estaban gritando. Los niños trepaban a los árboles para abrir las jaulas y liberara los pájaros, perseguidos por las escobas de las madres y los proyectiles de los padres. Se desmontaban tiendas aun mientras continuaban los ensayos, de modo que vi cómo una pirámide de lona rayada, sólida en apariencia, caía al suelo como una bandera floja, y dejaba al descubierto la figura del megaterio, verde como la hierba, levantado sobre las patas traseras y alzando la frente, donde pirueteaba un bailarín.
Calveros y nuestra tienda habían desaparecido, pero en un momento llegó corriendo el doctor Talos y nos llevó de prisa por tortuosos paseos, entre balaustradas y cascadas y grutas de topacios en bruto y musgo floreciente, hasta un anfiteatro de hierba recortada donde el gigante levantaba el escenario bajo los ojos de una docena de ciervos blancos.
Era un escenario mucho más complicado que aquel sobre el que yo había actuado en otra época, dentro de la Muralla de Nessus. Al parecer, los servidores de la Casa Absoluta habían traído madera, clavos, herramientas, pintura y ropa en cantidades muy superiores a las que podíamos utilizar. Esta generosidad había despertado la inclinación del doctor por lo grandioso (que en él nunca dormía profundamente), y ahora alternaba entre ayudamos a Calveros y a mí con las construcciones más pesadas y ponerse frenéticamente a hacer añadidos al manuscrito de su obra.
El gigante era nuestro carpintero, y aunque se movía con lentitud, trabajaba sin interrumpirse y tenía una fuerza enorme (de uno o dos golpes hundía un clavo del grueso de mi dedo índice, y con unos pocos hachazos cortaba un madero que yo hubiera tardado en aserrar toda una guardia, y producía tanto como diez esclavos trabajando bajo el látigo.
Dorcas tenía un talento para la pintura que al menos a mí me sorprendió. Los dos juntos levantamos las placas negras que beben sol, no solamente para almacenar la energía que necesitaremos en la representación de la noche, sino para alimentar los proyectos ahora. Estos aparatos pueden proporcionar con la misma facilidad un fondo de mil leguas o el interior de una choza, aunque la ilusión sólo es perfecta cuando la oscuridad es total. Por tanto, lo mejor es reforzar la escena con decorados, y Dorcas los creaba con habilidad, trabajando de pie sobre montañas, dando pinceladas por las imágenes descoloridas a la luz del día.
Jolenta y yo no éramos tan valiosos. Yo no tenía habilidad de pintor, y poco entendía de las necesidades de la obra, ni siquiera para ayudar al doctor a ordenar nuestro utillaje. Y me parecía que Jolenta se revelaba física y psíquicamente contra todo tipo de trabajo, y desde luego contra éste. Aquellas largas piernas, tan delgadas por debajo de las rodillas y redondas hasta reventar por encima, le alcanzaban apenas para soportar el peso del cuerpo; los pechos protuberantes corrían el constante peligro de que los pezones fueran aplastados entre las maderas o embadurnados con pintura. Tampoco tenía nada de ese ánimo propio de quienes llevan adelante las intenciones de un grupo. Dorcas había dicho que yo había estado solo la noche anterior, y tal vez había acertado más de lo que yo suponía, pero Jolenta estaba todavía más sola. Dorcas y yo nos teníamos a nosotros mismos, Calveros y el doctor arrastraban una tortuosa amistad, y la representación de la obra nos mantenía juntos. Pero Jolenta sólo se tenía a sí misma: una actuación incesante con una única meta, ganar admiración.
Me tocó el brazo y sin hablar me indicó con un movimiento de sus enormes ojos de color esmeralda el borde de nuestro anfiteatro natural, donde un bosquecillo de castaños levantaba unas luminarias blancas entre las pálidas hojas.
Vi que ninguno de los otros estaba mirándonos, y asentí. Después de Dorcas, Jolenta caminando a mi lado me parecía tan alta como Thecla, aunque andaba con pasos cortos en comparación con las zancadas contoneantes de Thecla. Era por lo menos una cabeza más alta que Dorcas, y el tocado la hacía parecer todavía más alta, y llevaba botas de montar con tacones altos.
—Quiero verla —dijo—. Es la única ocasión que voy a tener.
La mentira era evidente, pero fingiendo que le creía, dije: —La ocasión es simétrica. Hoy, y solamente hoy, tiene la Casa Absoluta la oportunidad de verte.
Ella se mostró de acuerdo; yo había enunciado una verdad profunda.
—Necesito a alguien, alguien que dé miedo a aquellos con quienes no quiero hablar. Me refiero a todos esos artistas y enmascarados. Cuando estuviste ausente, nadie venía conmigo más que Dorcas, y a ella nadie la teme. ¿Podrías sacar esa espada y llevarla sobre el hombro?
Así lo hice.
—Si no sonrío, haz que se vayan. ¿Comprendido? Entre los castaños crecía una hierba mucho más alta que la del anfiteatro natural, aunque más blanda que el helecho. El sendero era de guijarros de cuarzo salpicados de oro.
—Si al menos el Autarca me viera, me desearía. ¿Crees que vendrá a la representación?
Asentí para complacerla, pero añadí: —He oído decir que recurre poco a las mujeres, por hermosas que sean, a no ser como consejeras o espías o doncellas de escudo.
Ella se detuvo y se volvió, sonriendo.
—De eso se trata precisamente. ¿No te das cuenta? Puedo hacer que todo el mundo me desee, de manera que él, el Autarca en persona, cuyos sueños son nuestra realidad, cuyas memorias son nuestra historia, me deseará también, aunque sea un afeminado. Tú has deseado a otras mujeres aparte de mí, ¿no? ¿Las deseaste con fuerza?
Admití que sí.
—Y crees que me deseas a mí como las deseaste a ellas. —Echó a caminar de nuevo, con un poco de torpeza, como siempre, pero por el momento estimulada por sus propios razonamientos.— Pero yo pongo tiesos a los hombres y estremezco a las mujeres. Mujeres que jamás han amado a otras mujeres desean amarme, ¿lo sabías? Vienen a nuestras representaciones una y otra vez, y me envían comida y flores, bufandas, chales, pañuelos bordados y notas, oh, notas de un carácter tan fraternal, tan materno. Quieren protegerme, protegerme de mi médico, del gigante, de sus maridos e hijos y vecinos. ¡Y qué decirte de los hombres! Calveros tiene que arrojarlos al río.
Le pregunté si cojeaba, y cuando salimos de los castaños busqué alrededor algo que pudiera ayudarme a transportarla, pero no había nada.
—Tengo los muslos excoriados y me duelen cuando camino. Me han dado un ungüento que me alivia un poco y un hombre me trajo una jaca que no sé por dónde anda ahora. Sólo me encuentro cómoda cuando puedo tener las piernas apartadas.
—Yo puedo llevarte.
Volvió a sonreís, mostrando unos dientes perfectos.
—A los dos nos gustaría eso, ¿verdad? Pero me temo que no parecería muy digno. No, caminaré. Sólo espero no tener que andar mucho. Y de hecho no voy a andar mucho, pase lo que pase. De todos modos, parece que alrededor no hay más que enmascarados. Tal vez la gente importante se levante tarde para acudir a las festividades de la noche. Yo misma tendré que dormir al menos cuatro guardias antes de continuar.
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