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Ursula Le Guin: La costa más lejana

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Ursula Le Guin La costa más lejana

La costa más lejana: краткое содержание, описание и аннотация

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo. Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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—Es ligera de timón, pero un tanto empecinada, señor.

El Archimago rió. —Déjala que haga su voluntad; también es sabia. Escucha, Arren —y se arrodilló sobre la bancada para mirar de frente al muchacho—, yo no soy señor ahora, ni tú eres un príncipe. Yo soy un mercader y me llamo Halcón, y tú eres mi sobrino, a quien estoy haciendo conocer los mares, y te llamas Arren; porque venimos de Enlad. ¿De qué ciudad? Una grande, por si nos topamos con algún conciudadano.

—¿Temeré, en la costa meridional? Las gentes de allí comercian con todos los Confines.

El Archimago asintió.

—Pero —dijo Arren con cautela—, vos no tenéis el acento de Enlad.

—Lo sé. Tengo el acento de Gont —dijo el Archimago riéndose, y alzó los ojos hacia la claridad del Levante—. Pero pienso que tú podrás prestarme lo que necesito. Así pues, venimos de Temeré en nuestra barca Delfín , y yo no soy ni señor, ni mago, ni Gavilán, sino… ¿cómo me llamo?

—Halcón, mi señor —dijo Arren, y en seguida se mordió la lengua.

—Práctica, sobrino mío —dijo el Archimago—. Práctica es lo que necesitas. Tú nunca has sido otra cosa que un príncipe. Yo en cambio he sido muchas cosas, y la última, y quizá la menos importante, un Archimago… Vamos rumbo al sur, en busca de la emelita, esa piedra verde que se usa para tallar amuletos. Sé que es muy apreciada en Enlad. Hacen con ella amuletos contra el reumatismo, las luxaciones, los tortícolis y los deslices de la lengua.

Tras un momento de perplejidad, Arren se echó a reír; y cuando alzó la cabeza y la barca se encaramó sobre una larga ola, vio el limbo del sol contra el filo del océano, un fulgor de oro súbito allá, delante de ellos.

Gavilán estaba de pie con una mano en el mástil, pues la ligera embarcación saltaba sobre las olas encrespadas, y él cantaba de cara al sol naciente del equinoccio de primavera. Arren no conocía el Habla Arcana, la lengua de los magos y de los dragones, pero adivinaba el júbilo y las alabanzas que había en las palabras, ordenadas en largas cadencias, como el flujo y el reflujo de las mareas o el equilibrio del día y de la noche en eterna sucesión. Las gaviotas graznaban en el viento, y las costas de la Bahía de Zuil se deslizaban a derecha e izquierda. Así penetraron en las olas largas, cuajadas de luz, del Mar Interior.

De Roke a Hortburgo no hay mucha distancia, pero pasaron tres noches en alta mar. El Archimago, que se había mostrado ansioso por partir, ahora que estaban en viaje era más que paciente.

Aunque los vientos empezaron a soplar en contra tan pronto se alejaron de la atmósfera encantada de Roke, no levantó un viento de magia como cualquier hacedor de vientos hubiera hecho; pasó, por el contrario, largas horas enseñando a Arren a dominar la barca contra los fuertes vientos de proa, en el mar erizado de rocas al este de Isel. La segunda noche de navegación llovió, una lluvia de marzo borrascosa y fría; sin embargo, no trató de ahuyentarla con encantamientos. A la noche siguiente, mientras navegaban al pairo en las afueras del puerto de Hort, en una calma oscura, fría y brumosa, Arren se dio cuenta de que en el corto tiempo en que habían estado juntos, no había visto al Archimago hacer ninguna magia.

Era, sin embargo, un eximio hombre de mar. En aquellos tres días de navegación, Arren había aprendido más que en diez años de prácticas náuticas y regatas en la Bahía de Berila. Y entre un mago y un marino no hay al fin y al cabo tanta diferencia: los dos trabajan con los poderes de los cielos y el mar, los dos manejan los grandes vientos, para acercar lo que está distante. Archimago o Halcón el mercader viajero, venían a ser lo mismo.

Era un hombre más bien silencioso, aunque de excelente talante. Jamás una torpeza de Arren lo impacientaba; era afable; mejor camarada de a bordo no hubiera podido tener, pensaba Arren. Pero a veces callaba durante horas y horas, y cuando al fin llegaba el momento de hablar, había como una gran dureza en su voz, y traspasaba a Arren con la mirada. Esto no debilitaba el amor que el muchacho le tenía, pero quizá sí, en cierto modo, el gusto de estar con él; era un poco sobrecogedor. Gavilán advirtió el cambio acaso, porque en esa noche brumosa, mar afuera de Wathort, empezó de pronto a hablar de sí mismo, un tanto entrecortadamente: —No siento ningún deseo de estar otra vez entre los hombres, mañana. He estado fingiendo que soy un hombre libre… Que nada anda mal en el mundo. Que no soy Archimago, y ni siquiera hechicero. Que soy Halcón de Temeré, un hombre sin responsabilidades ni privilegios, que no le debe nada a nadie. —Hizo una pausa, y al cabo de un momento prosiguió—: Procura elegir con cuidado, Arren, cuando te llegue la hora de las grandes opciones. Cuando yo era joven tuve que escoger entre la vida de ser y la vida de actuar. Y salté a la segunda como una trucha sobre una mosca. Pero cada uno de tus gestos, cada acto, te ata a él y a sus consecuencias, y te obliga a actuar otra vez, y otra y otra vez. Y es muy raro, entonces, que encuentres un espacio, un momento de tiempo como éste, entre acto y acto, en el que puedas detenerte y simplemente ser. O preguntarte quién, a fin de cuentas, eres tú.

¿Cómo un hombre semejante, pensó Arren, podía tener dudas acerca de quién y qué era? Siempre había supuesto que esas dudas eran propias de los jóvenes, de quienes aún no habían hecho nada en la vida.

La barca se balanceaba en la inmensa y fría oscuridad.

—Es por eso que me gusta el mar —dijo desde la oscuridad la voz de Gavilán.

Arren lo comprendía; pero sus propios pensamientos, los mismos de esos tres días y tres noches, iban más lejos: la búsqueda que habían emprendido, la meta de la travesía. Y puesto que su compañero estaba al fin de humor locuaz, se animó a preguntar: —¿Creéis que en Hortburgo encontraremos lo que buscamos?

Gavilán sacudió la cabeza, quizá queriendo decir que no, o que no lo sabía.

—¿Podrá ser una especie de peste, una plaga que va de una tierra a otra arruinando las cosechas y los rebaños y el espíritu de los hombres?

—Una peste es un movimiento de la Gran Balanza, del Equilibrio mismo; esto es diferente. Tiene el olor fétido del mal. Podemos llegar a sufrir, cuando el equilibrio de las cosas busca su justo nivel, pero no perdemos la esperanza, ni renunciamos al arte, ni olvidamos las palabras de la Creación. La naturaleza no es antinatural. Esto no es una búsqueda del equilibrio, sino una ruptura. Y sólo hay una criatura capaz de provocarla.

—¿Un hombre? —dijo Arren, inseguro.

—Nosotros, los hombres.

—¿Cómo?

—Por un desmesurado deseo de vida.

—¿De vida? Pero ¿es malo acaso querer vivir?

—No. Pero cuando ambicionamos poder sobre la vida, riqueza inagotable, seguridad inexpugnable, inmortalidad… entonces el deseo se convierte en codicia. Y si a esa codicia se suma el saber, sobreviene el mal. Entonces el equilibrio del mundo se perturba, y el peso de la destrucción inclina la balanza.

Arren sopesó un momento lo que acababa de oír; al fin dijo: —¿Creéis entonces que es un hombre lo que buscamos?

—Un hombre, y un mago. Sí, eso creo.

—Pero yo pensaba, por lo que me enseñaron mi padre y mis maestros, que las grandes artes de la Magia dependían de la Balanza, del Equilibrio de las cosas, y no podían ser utilizadas para el mal.

—Ese —dijo Gavilán con un resabio de ironía— es un punto de vista discutible. Infinitas son las discusiones de los magos … Todas las comarcas de Terramar saben de brujas que echan sortilegios inmundos, de hechiceros que emplean sus artes para conseguir riquezas. Pero hay más. El Señor del Fuego, que intentó deshacer la oscuridad y detener el sol en el cenit, era un gran mago; el mismo Erreth-Akbé consiguió a duras penas derrotarlo. El enemigo de Morred era otro de esta especie.

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