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Ursula Le Guin: La costa más lejana

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Ursula Le Guin La costa más lejana

La costa más lejana: краткое содержание, описание и аннотация

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo. Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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Ningún orgullo despertó en Arren esta frase, sólo una especie de temor. Estaba orgulloso de su linaje, pero se veía a sí mismo sólo como un heredero de una dinastía de príncipes, un miembro de la Casa de Enlad. Morred, el fundador de la dinastía, estaba muerto desde hacía dos mil años.

Las hazañas que había llevado a cabo se contaban en leyendas, y no tenían ninguna relación con el mundo de hoy. Era como si el Archimago lo hubiese llamado hijo de un mito, heredero de un sueño.

No se atrevía a alzar los ojos hacia los rostros de los ocho magos. Miraba fijamente el calce de hierro de la vara del Archimago, y sentía que la sangre le zumbaba en los oídos.

—Venid, desayunaremos juntos —dijo el Archimago, y lo condujo hasta una mesa dispuesta entre las ventanas. Había leche y cerveza agria, pan, mantequilla fresca y queso. Arren se sentó con ellos y comió.

Había pasado toda su vida entre los nobles, terratenientes y ricos mercaderes que abundaban en el palacio de su padre, en Berila; hombres que poseían mucho, que compraban y vendían mucho, ricos de las cosas de este mundo. Comían carne y bebían vino, y hablaban con voces estentóreas; muchos discutían, muchos adulaban, buscando casi siempre algún beneficio para ellos mismos. Joven como era, Arren no desconocía las costumbres y falsedades de la humanidad. Pero entre hombres como éstos no había estado nunca. Comían pan, hablaban poco, y tenían caras serenas. Si buscaban algún beneficio, no era para ellos mismos. Y sin embargo, tenían un gran poder: también de eso se daba cuenta Arren.

Gavilán el Archimago estaba sentado a la cabecera de la mesa, y parecía escuchar, aunque alrededor de él había un silencio, y nadie le hablaba. Nadie le hablaba a Arren tampoco, de modo que tuvo tiempo para recuperarse. A su izquierda estaba el Portero, y a su derecha un hombre de cabellos grises y aire bondadoso, que al fin le dijo: —Somos compatriotas, Príncipe Arren. Yo nací al este de Enlad, cerca del Bosque de Aol.

—Yo he cazado en ese bosque —le respondió Arren, y durante un rato conversaron de los bosques y burgos de la Isla de los Mitos, y los recuerdos de la tierra natal reconfortaron a Arren.

Cuando la comida hubo terminado, se reunieron una vez más delante del hogar, algunos sentados y otros de pie, y hubo un corto silencio.

—Anoche —dijo el Archimago— celebramos consejo. Hablamos largamente, y nada resolvimos. Quisiera oíros decir ahora, a la luz de la mañana, si mantenéis o desdecís vuestro juicio de la noche.

—Que nada hayamos resuelto —dijo el Maestro de Hierbas, un hombre fornido, de tez oscura y ojos calmos— es en sí mismo un juicio. En el Boscaje se encuentran las formas; pero nosotros no encontramos nada, excepto contradicciones.

—Sólo porque no hemos podido ver con claridad la forma —dijo el mago de Enlad de cabellos grises, el Maestro de Transformaciones—. No sabemos bastante. Rumores de Wathort; noticias de Enlad. Extrañas nuevas, y habría que estudiarlas con detenimiento. Pero despertar un temor tan infundado es improcedente. Nuestro poder no se ve amenazado porque algunos pocos hechiceros hayan olvidado cómo echar sortilegios.

—Eso mismo opino yo —dijo un hombre enjuto, de ojos penetrantes, el Maestro de Vientos—. ¿No conservamos todos nuestros poderes? ¿No crecen y se cubren de hojas los árboles del Boscaje? ¿No obedecen a nuestras palabras las tempestades del cielo? ¿Quién puede temer por el arte de la magia, que es la más antigua de las artes del hombre?

—Ningún hombre —dijo el Maestro de Invocaciones, alto y joven, de voz grave, y con un rostro cetrino y noble—, ningún hombre, ningún poder puede impedir la acción de la magia, ni silenciar las palabras de poder. Porque son las palabras que hicieron el mundo, y quien fuera capaz de silenciarlas podría deshacer el mundo.

—Sí, y quien fuera capaz de semejante cosa no estaría en Wathort ni en Narveduen —dijo el Transformador—. Estaría aquí, a las puertas de Roke, ¡y el fin del mundo estaría próximo! ¡No hemos llegado a ese trance, todavía!

—Sin embargo, algo anda mal —dijo otro, y todos lo miraron: ancho de pecho, sólido como un casco de roble, estaba sentado junto al fuego y tenía una voz clara y precisa como el tañido de una gran campana. Era el Maestro de Cantos—. ¿Dónde está el rey que tendría que estar en Havnor? El corazón del mundo no es Roke. Es esa torre donde está puesta la espada de Erreth-Akbé, y que guarda en su recinto el trono de Serriadh, de Akambar, de Maharion. ¡Ochocientos años ha estado vacío el corazón del mundo! Tenemos la corona, pero no un rey que la ciña. Tenemos la Runa Perdida, la Runa de los Reyes, la Runa de la Paz, recobrada para nosotros, ¿pero tenemos paz? Que haya un rey en el trono, y habrá paz, y los hechiceros practicarán sus artes con mentes tranquilas aun en los últimos Confines, y habrá orden, y un tiempo para cada cosa.

—Es verdad —dijo el Maestro Malabar, un hombre delgado y vivaz, modesto de porte pero de ojos claros y penetrantes—. Yo estoy contigo, Cantor. ¿Qué puede haber de extraño en que la hechicería se extravíe, cuando todo se extravía? Si la majada entera anda descarriada, ¿se quedará nuestra oveja negra en el aprisco?

El Portero se rió, pero no dijo nada.

—A todos os parece, entonces —dijo el Archimago—, que no hay nada demasiado grave; o que si lo hay, consiste en esto: que nada gobierna nuestros países, o que están mal gobernados, y que por esa causa se descuidan las artes y los talentos de los hombres. Hasta aquí, estoy de acuerdo. Es cierto que por estar el Sur prácticamente perdido para el comercio pacífico, tenemos que depender de rumores; ¿y quién puede decir con alguna certeza lo que acontece en el Confín de Poniente, fuera de estas noticias llegadas a Narveduen? Si los navíos partieran y regresaran a buen puerto como antaño, si hubiese entre nuestros países de Terramar una verdadera unión, podríamos saber cómo están las cosas en las regiones remotas, y actuar en consecuencia. ¡Y yo creo que tendríamos que actuar! Porque, señores míos, cuando el Príncipe de Enlad nos dice que pronunció las palabras de la Creación para un sortilegio, sin saber qué significado tenían; cuando el Maestro de Formas dice que hay miedo en las raíces, y no quiere decir nada más: ¿tan infundada es nuestra preocupación? Al principio una tempestad es sólo una pequeña nube en el horizonte.

—Tú tienes un don para los presentimientos sombríos, Gavilán —dijo el Portero—. Siempre lo has tenido. Dinos lo que según tú anda mal.

—No sé. Hay un debilitamiento de poder. Hay una falta de resolución. Hay un oscurecimiento del sol. Tengo la impresión, señores míos, tengo la impresión de que nosotros, sentados aquí, hablando, estamos todos mortalmente heridos, y que mientras hablamos y hablamos, la sangre fluye lenta por nuestras venas…

—Y tú querrías levantarte, y actuar.

—Sí, eso quisiera —dijo el Archimago.

—Pues bien —dijo el Portero—. ¿Pueden los búhos impedir el vuelo del halcón?

—Pero ¿a dónde irías? —preguntó el Transformador. Y el Cantor le respondió:

—¡A buscar a nuestro rey y llevarlo a su trono! —El Archimago miró con interés al Cantor, pero dijo solamente: —Iría adonde hay aflicción.

—Al sur, o quizá al oeste —dijo el Maestro de Vientos.

—Y al norte y al este, si fuera menester —dijo el Portero.

—Pero tú eres necesario aquí, mi señor —dijo el Transformador—. En vez de partir en una búsqueda ciega entre gentes hostiles, por mares extraños, ¿no sería más sabio que permanecieras aquí, donde la magia es fuerte, y descubrieras por medio de tus artes qué es este mal, o este trastorno?

—Mis artes de nada me sirven —dijo el Archimago. Había algo en su voz que hizo que todos lo mirasen, serios y con ojos inquietos—. Yo soy el Guardián de Roke. No abandonaría Roke a la ligera. Desearía que vuestra opinión y la mía fuesen la misma; mas no hay esperanzas de que sea así, por ahora. La decisión ha de ser mía: y debo partir.

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