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Ursula Le Guin: La costa más lejana

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Ursula Le Guin La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo. Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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—El que te enviara a ti prueba que ese deseo es urgente —dijo el Archimago—. Eres hijo único, y el viaje desde Enlad hasta Roke no es corto por cierto. ¿Tienes algo más que decir?

—Sólo algunos cuentos de las comadres de las colinas.

—¿Qué dicen las comadres?

—Que las suertes que las hechiceras leen en el humo y en los charcos de agua sólo presagian desventuras, y que los filtros de amor no surten efecto. Pero ésas son gentes que no conocen la verdadera magia.

—Las agorerías y los filtros de amor no cuentan demasiado, pero vale la pena escuchar lo que dicen las viejas comadres. Está bien, tu mensaje será tenido en cuenta por los Maestros de Roke. Pero no sé, Arren, qué consejo podrán dar a tu padre. Porque no es Enlad la primera comarca de donde nos llegan noticias tan adversas.

Aquella travesía desde el norte, costeando la gran isla de Havnor y descendiendo por el Mar Interior hasta Roke, era el primer viaje de Arren; por primera vez en esas últimas semanas había visto tierras extrañas, había conocido lo que es la distancia y la diversidad, y había comprobado que más allá de las encantadoras colinas de Enlad había un vasto mundo, y en él cantidades de gente. Pero aun así, tardó un momento en comprender.

—¿De qué otras comarcas? —preguntó por último un tanto atribulado. Porque había esperado regresar pronto a Enlad con un remedio rápido y seguro.

—Del Confín Austral, en primer término. Y recientemente, hasta del sur del Archipiélago, de Wathort. Ya no se hace más magia en Wathort, dicen las gentes. Es difícil saberlo con certeza. Desde hace un tiempo no hay allí más que piratas y rebeldes, y como en el dicho común, escuchar a un mercader meridional es escuchar a un embustero. Sin embargo, la historia es siempre la misma: las fuentes de la magia se han secado.

—Pero aquí, en Roke…

—Aquí, en Roke, no hemos sentido nada de eso. Aquí estamos al abrigo de la tempestad, del cambio y de la mala fortuna. Demasiado al abrigo, quizás. Príncipe, ¿qué harás ahora?

—Regresaré a Enlad en cuanto pueda llevar a mi padre una respuesta clara sobre la naturaleza de este mal, y sobre su remedio.

Una vez más los ojos del Archimago escrutaron el rostro del muchacho y esta vez, a pesar de su seguridad y desenvoltura, Arren desvió la mirada. No sabía por qué, ya que no había ninguna malevolencia en la expresión de aquellos ojos sombríos. Eran imparciales, serenos, compasivos.

Todo el mundo en Enlad reverenciaba a su padre, y él era el hijo de su padre. Nadie lo había mirado jamás de esa manera, no como a Arren, Príncipe de Enlad, hijo del Príncipe Reinante, sino como a Arren a secas. No le gustaba pensar que la mirada del Archimago lo intimidaba pero no podía resistirla. Era como si ensanchara aún más el mundo de alrededor, y ahora no sólo Enlad se hundía en la insignificancia, sino también él: a los ojos del Archimago era tan sólo una figura pequeña, minúscula, en un vasto escenario de tierras circundadas por mares sobre las que se cernía la oscuridad.

Estaba sentado en el suelo, pellizcando el musgo brillante que crecía en las grietas de las losas de mármol y al fin dijo con una voz que se había vuelto grave hacía un par de años pero que ahora sonaba débil y enronquecida: —Y haré lo que vos me ordenéis.

—Es a tu padre a quien debes obediencia, no a mi.

Los ojos del Archimago seguían escrutando el rostro de Arren, y ahora el muchacho alzó la cabeza. En aquel acto de sumisión se había olvidado de sí mismo, y ahora veía al Archimago: el hechicero más insigne de toda Terramar, el hombre que había sellado para siempre el Pozo Negro de Fun-daur, el que había rescatado de las Tumbas de Atuan el Anillo de Erreth-Akbé y había levantado sobre cimientos profundos la muralla marina de Nepp; el navegante que conocía todos los mares, desde Astowell hasta Selidor; el único Señor de Dragones todavía vivo. Allí estaba, de rodillas junto a una fuente, un hombre de corta estatura y no joven por cierto, un hombre de voz serena y ojos profundos como la noche.

Arren se levantó del suelo con precipitación, se arrodilló ceremoniosamente y dijo, tartamudeando: —¡Mi señor, permitidme que os sirva!

La seguridad lo había abandonado; tenía las mejillas encendidas, le temblaba la voz.

En el flanco llevaba una espada, en una vaina de cuero nuevo con figuras incrustadas en oro y grana; pero el arma misma era una espada común, con una gastada empuñadura en cruz de bronce plateado. La sacó de prisa de la vaina y ofreció la empuñadura al Archimago, como un vasallo a su príncipe.

El Archimago no extendió la mano. Miró la espada y miró a Arren. —Es tuya, no mía —dijo—. Y tú no eres el siervo de nadie.

—Pero mi padre dijo que podía quedarme en Roke hasta averiguar qué mal es éste, y adquirir tal vez alguna maestría; no creo tener ningún talento particular ni tampoco ningún poder, pero ha habido magos entre mis antepasados… Si pudiera de algún modo aprender a serviros…

—Antes que magos —dijo el Archimago—, tus antepasados fueron reyes.

Se puso de pie y con paso recio, silencioso, se acercó al muchacho, y tomándolo de la mano lo obligó a levantarse. —Te agradezco este ofrecimiento de servicio —dijo—, y aunque no lo acepte ahora, puede que lo haga, cuando hayamos celebrado consejo sobre estas cuestiones. El ofrecimiento de un espíritu generoso no ha de declinarse a la ligera. ¡Ni la espada del hijo de Morred ha de rechazarse a la ligera!… Y ahora, ve. El muchacho que te guió hasta aquí se ocupará de que comas y puedas bañarte, y descansar. Anda… —y le dio una leve palmada entre los omóplatos, una familiaridad que nadie se había tomado jamás con él, y que viniendo de cualquier otro habría agraviado al joven príncipe; pero de parte del Archimago era como un espaldarazo.

Arren era un muchacho activo: se deleitaba en la práctica de juegos y deportes y ejercitaba el cuerpo y la mente con orgullo y placer, y se desempeñaba con corrección en las obligaciones que le imponían el ceremonial y el protocolo de la corte, que no eran livianas ni simples. Sin embargo, nunca se había entregado por entero a nada. Todo se le había dado fácil en la vida, y él lo había hecho todo con facilidad; para él todo había sido un juego, y había jugado a amar. Pero ahora algo había despertado dentro de él, algo que no era un juego ni un sueño, sino el honor, el peligro, la sabiduría, una cara surcada de cicatrices, una voz calmosa y una mano morena sosteniendo con indiferencia la poderosa vara de tejo que cerca de la empuñadura llevaba la Runa Perdida de los Reyes, incrustada en plata en la madera negra.

Así damos siempre ese primer paso, repentino y rápido, que nos separa de la infancia, sin mirar hacia atrás ni hacia adelante, sin cautela, y con las manos vacías.

Olvidando las despedidas corteses, Arren se precipitó hacia la puerta, desmañado, radiante, obediente. Y Ged el Archimago lo siguió con la mirada.

Ged permaneció un rato junto a la fuente a la sombra del fresno y alzó luego el rostro hacia el cielo bañado por el sol.

—Amable mensajero para tan malas nuevas —dijo a media voz, como si le hablara a la fuente. La fuente no escuchó, pero continuó hablando con voces de plata, y él la escuchó un momento. Luego, encaminándose a otra puerta, que Arren no había visto, y que en verdad pocos ojos habrían podido ver, por muy de cerca que hubiesen mirado, llamó en voz alta—: ¡Maestro Portero!

Apareció un hombrecito sin edad. Joven no era, de modo que uno hubiera tenido que llamarlo viejo, pero la palabra no era la apropiada. Tenía un rostro seco, de un color marfileño, y una sonrisa agradable que le marcaba unos surcos largos y curvos en las mejillas. —¿Qué ocurre, Ged? —dijo.

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