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Ursula Le Guin: La costa más lejana

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Ursula Le Guin La costa más lejana

La costa más lejana: краткое содержание, описание и аннотация

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo. Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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Porque estaban solos, y él era una de las siete personas en el mundo que conocía el nombre del Archimago. Las otras eran el Maestro de Nombres de Roke; y Ogion el Silencioso, el hechicero de Re Albí, el que hacía ya largos años diera a Ged ese nombre en la montaña de Gont; y la Dama Blanca de Gont, Tenar-del-Anillo; y un hechicero de aldea en Iffish llamado Algarrobo; y en Iffish, también, la mujer de un carpintero, madre de tres hijas, ignorante de las cosas de la magia pero sabia en otras cuestiones, a quien llamaban Milenrama; y por último del otro lado de Terramar, en el Confín de Poniente, dos dragones: Orm Embar y Kalessin.

—Hemos de reunimos esta noche —dijo el Archimago—. Iré a ver al Maestro de las Formas. Y mandaré recado a Kurremkarmerruk, para que deje de lado las listas y permita que sus alumnos descansen por una noche, y acuda a nuestra reunión, aunque no venga en carne y hueso. ¿Puedes ocuparte de los otros?

—Sí—dijo el Portero, sonriendo, y desapareció; y también el Archimago desapareció; y la fuente siguió hablando consigo misma, serena e incesante, a la luz del sol de aquel temprano día de primavera.

En un paraje hacia el oeste de la Casa Grande de Roke, y también un poco hacia el sur, es posible alcanzar a ver el Boscaje Inmanente. No figura en los mapas y no hay modo de llegar a él excepto para aquellos que conocen el camino. Sin embargo, hasta los novicios y aldeanos y labriegos pueden verlo, siempre a cierta distancia: un bosque de árboles altos cuyo follaje verde tiene un toque de oro, incluso en primavera. Y ellos —los novicios, los aldeanos, los labriegos— piensan que el Boscaje se desplaza de un lado a otro para confundir a la gente. Pero en eso se equivocan, porque el Boscaje no se mueve. Las raíces de esos árboles son las raíces del ser. Es todo lo demás lo que se mueve.

Ged salió de la Casa Grande y echó a andar a campo traviesa. Se quitó el albornoz blanco, porque el sol estaba en el cenit. Un campesino que araba la ladera pardusca de una colina alzó la mano a guisa de saludo, y Ged le respondió del mismo modo. Las avecillas se remontaban por el aire y cantaban. La hierba centella comenzaba ya a florecer en los barbechos y a la vera de los caminos. Lejos, en las alturas, un halcón trazó un amplio círculo en el cielo. Ged alzó los ojos y una vez más levantó la mano. Rauda se abatió el ave, en una precipitación de plumas al viento, y fue a posarse en la muñeca extendida de Ged, aferrándose a ella con garras amarillas. No era un gavilán sino un gran halcón de Roke, un halcón pescador de franjas blancas y pardas. Miró un instante de soslayo al Archimago, con un ojo redondo, de oro reluciente; luego, chasqueando el pico ganchudo, le escrutó el rostro con sus dos ojos redondos, de oro reluciente. —Intrépido —le dijo el hombre en la Lengua de la Creación—. Intrépido.

El gran halcón batió las alas y apretó las garras, observándolo.

—Ve pues, hermano, intrépido.

El labriego, en la distante falda de la colina bajo el sol resplandeciente, se había detenido a mirar. Una vez, en el último otoño, había visto al Archimago con un pájaro salvaje en la muñeca, y un instante después ya no había allí ningún hombre, sino dos halcones que subían en el viento.

Esta vez se separaron mientras el labriego los observaba: el ave se elevó por el aire, el hombre siguió caminando a través de los campos fangosos.

Tomó por el sendero que conducía al Boscaje Inmanente, un sendero que iba siempre en línea recta, por mucho que el tiempo y el mundo se torcieran alrededor de él, y no tardó en llegar a la sombra de los árboles.

Algunos de los troncos eran muy grandes. Mirándolos uno podía convencerse al fin de que el Boscaje jamás se movía: los troncos eran como torres inmemoriales, grises de años, y las raíces como las raíces de las montañas. Sin embargo, entre éstos, los más antiguos, los había ralos de follaje, y con algunas ramas muertas. No eran inmortales. Pero entre los gigantes crecían también árboles jóvenes, altos y vigorosos, con brillantes coronas de follaje, y retoños, varas gráciles y tupidas, no más altas que una niña.

Bajo los árboles el suelo era blando, enriquecido por el mantillo de las hojas caídas a lo largo de años innumerables. En él crecían helechos y pequeñas plantas silvestres, pero de árboles sólo había una especie, aquella que no tenía nombre en la lengua hárdica de Terramar. Bajo las ramas, el aire olía a frescura y a tierra, y sabía en la boca a agua viva de manantial.

En un claro, despejado años atrás por la caída de un árbol enorme, Ged encontró al Maestro de las Formas, que habitaba en el Boscaje y nunca o casi nunca salía de él. Tenía el cabello amarillo como la mantequilla: no era un archipelagiano. Desde que fuera restaurado el Anillo de Erreth-Akbé, los bárbaros de Kargad ya no invadían las Comarcas del Interior. No eran gente afable y se mantenían aislados. Pero de tanto en tanto un joven guerrero o el hijo de un mercader partía solo hacia el oeste, atraído por el afán de aventuras o el deseo de aprender las artes de la magia. Uno de ellos había sido el Maestro de las Formas. Diez años atrás, un joven salvaje de Karego-At, de espada al cinto y penacho rojo, había llegado a Roke en una mañana lluviosa y había anunciado al Portero en un hárdico imperioso y escueto: «¡Vengo a aprender!».

Y ahora estaba allí, a la luz auriverde bajo los árboles, un hombre alto y apuesto de largos cabellos rubios y extraños ojos glaucos, el Maestro de las Formas de Terramar.

Es posible que también él conociera el nombre de Ged, pero en todo caso nunca lo pronunciaba. Se saludaron en silencio.

—¿Qué estás observando? —preguntó el Archimago, y el otro respondió—: Una araña.

En el claro, entre dos altas hojas de hierba, una araña había tejido una tela, un círculo delicadamente suspendido. Las hebras de plata rutilaban a la luz del sol. En el centro, la hilandera esperaba, una criatura entre gris y negra no más grande que la pupila de un ojo.

—También ella hace formas —dijo Ged, estudiando la ingeniosa tela.

—¿Qué es el mal? —preguntó el hombre más joven.

La telaraña redonda, con su centro negro, parecía observarlos.

—Una tela que tejemos nosotros, los hombres —respondió Ged.

En aquel bosque ningún pájaro cantaba. Estaba en silencio a la luz del mediodía, y hacía calor. En torno de los dos magos se alzaban los árboles y las sombras.

—Hay noticias de Narveduen y de Enlad: las mismas.

—Sur y suroeste. Norte y noroeste —dijo el Hacedor de Formas, sin apartar los ojos de la telaraña.

—Nos reuniremos aquí esta noche: es el mejor sitio para celebrar consejo.

—Yo no tengo ningún consejo. —El Hacedor de Formas miró a Ged con ojos verdosos y fríos—. Tengo miedo —dijo—, hay miedo. Hay miedo en las raíces.

—Sí —dijo Ged—. Tendremos que buscar las causas profundas. Demasiado tiempo hemos disfrutado de la luz del sol, descansando en esa paz que trajo consigo la restitución del Anillo, cumpliendo tareas nimias, pescando en las aguas bajas. Esta noche tendremos que consultar los arcanos. —Y con estas palabras se marchó, dejando a solas al Maestro de las Formas, que miraba aún la araña suspendida de las hierbas a la luz del sol.

En el linde del Boscaje, allí donde las copas de los grandes árboles se alzaban sobre el suelo ordinario, se sentó de espaldas contra una raíz corpulenta, la vara en cruz sobre las rodillas. Cerró los ojos como para descansar, y envió un pensamiento emisario a través de las colinas y los campos de Roke, hacia el norte, hasta el cabo azotado por las olas marinas en que se alza la Torre Solitaria.

—Kurremkarmerruk —dijo, en espíritu, y el Maestro de Nombres alzó los ojos del voluminoso libro de nombres de raíces y hierbas y hojas y semillas y pétalos que estaba leyendo a sus alumnos, y dijo:

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