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Ursula Le Guin: La costa más lejana

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Ursula Le Guin La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo. Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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—Ante esta decisión nos inclinamos —dijo el Invocador.

—Y parto solo. Vosotros sois el Consejo de Roke, que no ha de desmembrarse. Sin embargo, a alguien llevaré conmigo, si quiere venir. —Miró a Arren—. Tú me ofreciste tu servicio, ayer. Anoche, el Maestro de las Formas dijo: «No por azar llega hombre alguno a las costas de Roke. No por azar es un hijo de Morred el portador de estas nuevas». Y ninguna otra palabra tuvo para nosotros en toda la noche. Por consiguiente, yo te pregunto, Arren: ¿quieres venir conmigo?

—Sí, mi señor —respondió Arren, con la garganta seca.

—El Príncipe, tu padre, no dejaría que te expusieras a semejante peligro —dijo el Transformador con cierta aspereza, y al Archimago—: El muchacho es joven, e inexperto en hechicería.

—Yo cuento con años y artes suficientes para los dos —dijo el Archimago con voz seca—. Arren, ¿qué diría tu padre?

—Me dejaría ir.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó el Invocador.

Arren no sabía a dónde le pedían que fuese, ni cuándo, ni por qué. Se sentía intimidado, apabullado por aquellos hombres graves, honestos, terribles. Si hubiese tenido tiempo para pensar, no habría podido decir absolutamente nada. Pero no tenía tiempo para pensar; y el Archimago le había dicho: «¿Quieres venir conmigo?».

—Cuando me envió aquí, mi padre me dijo: «Me temo que una era de oscuridad se cierne sobre el mundo, una era de peligro. De modo que te envío a ti antes que a cualquier otro mensajero, ya que tú podrás juzgar si hemos de pedir ayuda a la Isla de los Sabios en este trance, u ofrecerles a ellos la ayuda de Enlad». Así pues, si se me necesita, aquí estoy.

Notó que el Archimago sonreía al oírlo. Había una gran dulzura en aquella sonrisa, pero duró poco. —¿Lo veis? —les dijo a los siete magos—. ¿Podrían los años, o la hechicería, añadir algo a esto?

Arren sintió entonces que los siete magos lo miraban con aprobación, aunque todavía con un aire un tanto pensativo o preocupado. El Invocador tomó la palabra, y las cejas arqueadas se le juntaron en una línea recta:

—Yo no lo entiendo, mi señor. Que tú te sientas inclinado a partir, sí. Cinco años hace que estás aquí enjaulado. Pero siempre, antes, estuviste solo; siempre has partido solo. ¿Por qué acompañado ahora?

—Antes nunca necesité ayuda —dijo Gavilán, con un dejo de amenaza o de ironía en la voz—. Y he encontrado un compañero apto. —Había algo desafiante en él, y el Invocador no hizo más preguntas, aunque aún fruncía el entrecejo.

Pero la figura monumental del Maestro de Hierbas, los ojos serenos y oscuros como los de un buey sabio y paciente, se levantó de su asiento y dijo: —Ve, mi señor, y lleva al muchacho. Y toda nuestra confianza va con vosotros.

Uno a uno, los otros asintieron en silencio, y de uno en uno, o de dos en dos, se retiraron, hasta que de los siete sólo quedó el Invocador. Gavilán dijo entonces:

—No pretendo cuestionar tu decisión. Digo tan sólo: si estás en lo cierto, si hay desequilibrio y el peligro de un gran mal, un viaje a Wathort, o al Confín de Poniente, o al fin del mundo, no será suficientemente largo. Allá adonde tengas que ir, ¿puedes llevar a este compañero, y es justo para él?

Estaban algo alejados de Arren, y el Invocador había bajado la voz, pero el Archimago habló abiertamente: —Es justo.

—Tú no me dices todo lo que sabes —dijo el Invocador.

—Si yo supiera, hablaría. No sé nada. Adivino mucho.

—Déjame ir contigo.

—Alguien tiene que cuidar las puertas.

—El Portero las cuida…

—No sólo las puertas de Roke. Quédate aquí, y observa la salida del sol para ver si brillará, y vigila el muro de piedra para ver quiénes lo cruzan y hacia dónde vuelven el rostro. Hay una brecha, Thorion, hay una rotura, una herida, y es eso lo que voy a buscar. Si yo me pierdo, quizá la encuentres tú. Pero dame tiempo. Te pido que me esperes. —Hablaba ahora en la Antigua Lengua, en la Lengua de la Creación, aquella en que se pronuncian todos los encantamientos y de la que dependen todos los grandes actos de la magia; raras veces, sin embargo, se la emplea en la conversación, excepto entre dragones. El Invocador no arguyó ni protestó más: inclinó en silencio la alta cabeza ante el Archimago y Arren, y se marchó.

El fuego crepitaba en el hogar. No se oía ningún otro sonido. Fuera, la niebla se amontonaba contra las ventanas, mortecina e informe.

El Archimago contemplaba las llamas y parecía haber olvidado la presencia de Arren. El muchacho se mantenía a cierta distancia del hogar, sin saber si tenía que saludar o retirarse o esperar a que lo despidiesen; indeciso y un tanto atribulado, se sentía de nuevo una figura minúscula en un espacio oscuro, ilimitado, engañoso.

—Iremos ante todo a Hortburgo —dijo Gavilán, volviéndose de espaldas al fuego—. Allí confluyen todas las noticias del Confín Austral y quizá descubramos una pista. Tu navío te aguarda aún, anclado en la bahía. Habla con el capitán, para que transmita el mensaje a tu padre. Tendríamos que partir lo más pronto posible. Mañana al alba. Ve a la escalera junto a la caseta de los botes.

—Mi señor, qué… —La voz se le atragantó un momento—. ¿Qué es lo que buscáis?

—No lo sé, Arren.

—Entonces…

—Entonces, ¿cómo podré buscarlo? Tampoco lo sé. Tal vez eso que busco me busque a mí —dijo, y miró a Arren con una leve sonrisa.

Pero el rostro del Archimago era como de hierro a la luz gris de las ventanas.

—Mi señor —le dijo Arren, ahora con voz firme—, es verdad que desciendo de la estirpe de Morred, si una genealogía tan antigua puede rastrearse con alguna certeza. Y si llego a serviros, lo consideraré como mi mayor ventura y el más alto honor de mi vida. Pero temo que me toméis por más de lo que soy.

—Tal vez —dijo el Archimago.

—No tengo dotes ni talentos extraordinarios. Manejo la espada corta y la espada noble. Puedo timonear una barca. Conozco las danzas cortesanas y las danzas campesinas. Puedo arreglar una querella entre cortesanos. Sé defenderme en la lucha cuerpo a cuerpo, soy un arquero torpe, y hábil en el juego de balón-red. Sé cantar, y tocar el arpa y el laúd. Y eso es todo. No hay más. ¿Qué ayuda podré prestaros? El Maestro de Invocaciones tiene razón…

—Ah, notaste eso, ¿verdad? Está celoso. Reclama el privilegio de una lealtad más antigua.

—Y de una mayor competencia, mi señor.

—¿Preferirías, entonces, que fuera él quien me acompañase, y tú el que se quedara?

—¡No! Pero temo…

—¿Temes qué?

En los ojos del muchacho asomaron unas lágrimas. —Temo fallaros —dijo.

El Archimago se volvió de nuevo hacia el fuego. —Siéntate, Arren —dijo, y el muchacho fue a sentarse en el rincón del hogar, sobre el banco de piedra—. Yo no te considero un hechicero, ni un guerrero, ni ninguna cosa ya definitiva. No sé lo que eres, pero me alegra saber que puedes timonear una barca… Lo que serás, nadie lo sabe. Pero una cosa sé: que eres el hijo de Morred y de Serriadh.

Arren guardó silencio. —Eso es verdad, mi señor —dijo al cabo—. Pero… —El Archimago no replicó y él tuvo que terminar la frase—: Pero yo no soy Morred. No soy más que yo mismo.

—¿No te sientes orgulloso de tu linaje?

—Sí, me siento orgulloso… porque hace de mí un príncipe; significa una responsabilidad, una misión de la que hay que ser digno…

El Archimago asintió una vez, brevemente.

—Eso era lo que quería decir. Negar el pasado es negar el futuro. El hombre no construye su destino: lo acepta o lo niega. Si las raíces del serbal no son profundas, el árbol no tendrá corona. —Al oír esto, Arren alzó los ojos, sorprendido, porque su nombre verdadero, Lebannen, significaba serbal. Pero el Archimago no lo había nombrado—. Tus raíces son profundas —prosiguió—. Tienes fuerza, y necesitas espacio, espacio para crecer. Así pues, yo te ofrezco, en lugar de una travesía sin riesgos de regreso a Enlad, un viaje incierto hacia lo desconocido. No estás obligado a venir. La elección depende de ti. Pero yo te la ofrezco. Porque estoy cansado de vivir en sitios seguros, bajo techo, entre paredes. —Calló bruscamente, y miró alrededor con ojos penetrantes, ciegos.

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