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Ursula Le Guin: La costa más lejana

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Ursula Le Guin La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo. Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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Dondequiera que fuese, grandes ciudades se postraban a sus pies; los ejércitos combatían por él. El maleficio que urdió contra Morred era tan poderoso que aun después de que él sucumbiera siguió actuando sin que nadie lo pudiese detener, y la isla de Solea fue devorada por el mar, y todo en ella pereció. Eran hombres en quienes la fuerza y el saber estaban al servicio del mal, y de él se nutrían. Si la hechicería que sirve a un fin más noble será siempre la más fuerte, es algo que ignoramos. Esperamos que lo sea.

Es desolador encontrar sólo esperanza allí donde uno confiaba encontrar certeza. Pero ningún deseo sentía Arren de quedarse en aquellas cumbres frías. Al cabo de un silencio, dijo: —Entiendo por qué decís que sólo los hombres hacen el mal, me parece. Hasta los tiburones son inocentes; ellos matan por necesidad.

—Es por eso que nada se nos resiste. Una sola cosa en el mundo puede resistir a un hombre malvado de corazón: otro hombre. En nuestra vergüenza está nuestra grandeza. Sólo nuestro espíritu, que es capaz del mal, es capaz también de dominarlo.

—Pero los dragones —dijo Arren—, ¿no hacen mucho mal? ¿Son acaso inocentes?

—¡Los dragones! Los dragones son avariciosos, insaciables, traicioneros; criaturas sin piedad, sin remordimientos. Pero ¿son malvados? ¿Quién soy yo para juzgar los actos de los dragones?… Ellos son más sabios que los hombres. Pasa con ellos como con los sueños, Arren. Nosotros, los hombres, soñamos sueños, hacemos magia, obramos bien, obramos mal. Los dragones no sueñan. Son sueños. Ellos no hacen magia: la magia es la sustancia, el ser de los dragones. Ellos no actúan: son.

—En Serilune —dijo Arren— está la piel de Bar Oth, muerto por Keor, Príncipe de Enlad, hace trescientos años. Ningún dragón ha venido a Enlad desde ese día. Yo he visto la piel de Bar Oth. Es pesada como de hierro, y tan grande que si se la extendiese cubriría toda la plaza del mercado de Serilune, dicen. Los dientes son tan largos como mi antebrazo. Sin embargo, dicen que Bar Oth era un dragón joven, no adulto todavía.

—Hay en ti un deseo —dijo Gavilán—: ver dragones.

—Sí.

—Tienen la sangre fría, y venenosa. No has de mirarlos a los ojos. Son más viejos que la humanidad… —Calló un momento y luego continuó—: Y aunque un día yo llegara a olvidar o lamentar todo cuanto he hecho siempre me acordaría de que una vez vi cómo los dragones volaban en el viento del crepúsculo, sobre las islas occidentales, y me sentiría dichoso.

Luego los dos callaron; y no hubo otro sonido que el cuchicheo del agua contra la barca, y ninguna luz. Y allá en alta mar, al fin se durmieron.

En la bruma luminosa de la mañana llegaron al Puerto de Hort, donde había un centenar de embarcaciones amarradas a los muelles o a punto de hacerse a la mar: barcas de pesca, cangrejeras, jábegas, buques mercantes, dos galeras de veinte remos, y una tercera de sesenta remos en carena y con graves averías, y algunos veleros largos y esbeltos con altas velas triangulares que capeaban los vientos de altura en las tórridas calmas del Confín Austral.

—¿Es una nave de guerra? —preguntó Arren cuando pasaban delante de una de las galeras de veinte remos, y su compañero respondió:

—Un galeón de esclavos, a juzgar por las cadenas y grilletes atornillados a la cala. Se trafica con seres humanos en el Confín Austral.

Arren pensó un momento en lo que acababa de oír, y luego fue hasta la caja de herramientas y sacó de ella la espada que había guardado bien envuelta en la mañana de la partida. La desenvolvió y permaneció de pie, indeciso, con la espada envainada entre las manos, el cinto colgando del pomo.

—No es la espada de un mercader viajero. La vaina es demasiado espléndida.

Gavilán, atareado con el timón, lo miró de soslayo. —Llévala si quieres.

—Pensé que tal vez fuese prudente.

—Si de espadas se trata, ésta es prudente —dijo el mago, la mirada alerta, buscando un paso para la barca entre las embarcaciones que se apretaban en la bahía—. ¿No es una espada que se resiste a ser utilizada?

Arren asintió. —Eso dicen. Sin embargo ha matado. Ha matado hombres. —Miró la delgada empuñadura, gastada por el contacto de las manos—. Ella, no yo. Hace que me sienta tonto. Es tanto más vieja que yo… Llevaré mi cuchillo —concluyó, y envolvió otra vez la espada y la empujó hasta el fondo de la caja de herramientas. Tenía una expresión de perplejidad y cólera.

—¿Quieres tomar los remos ahora, hijo? —preguntó Gavilán al cabo de un momento—. Vamos hacia el muelle, allí, cerca de la escalera.

Hortburgo, uno de los Siete Grandes Puertos del Archipiélago, trepaba desde la bulliciosa zona portuaria por las laderas de tres escarpadas colinas en una algarabía de color. Las casas eran de arcilla revocada de rojo, naranja, amarillo, blanco; los techos eran de tejas de color rojo-púrpura; las copas de los píndicos en flor eran una masa roja oscura a lo largo de las calles más altas. Unos toldos de llamativas franjas de colores daban sombra a las estrechas plazas de los mercados. Los muelles resplandecían al sol; las callejuelas que partían del frente marítimo eran como estrías oscuras, pobladas de sombras, de gente, de ruido.

Cuando hubieron anclado la barca, Gavilán se agachó, como para examinar el nudo de amarre, y dijo: —Arren, en Wathort hay gente que me conoce demasiado bien; obsérvame pues, así podrás reconocerme. —Cuando se enderezó, no se le veía en la cara ninguna cicatriz. Tenía los cabellos completamente grises; la nariz ancha y un tanto respingada; y en vez de una vara de madera de tejo alta como él, llevaba en la mano una corta vara de marfil, que guardó bajo la camisa—. ¿Me conoces? —preguntó con una ancha sonrisa, y hablando con el acento de Enlad—. ¿O es que nunca has fisto a tu chío?

En la corte de Berila, Arren había observado cómo otros hechiceros cambiaban de apariencia cuando interpretaban la Gesta de Morred , y sabía que era sólo una ilusión; no se amilanó y alcanzó a responder: —¡Oh sí, chío Halgón!

Sin embargo, mientras el mago regateaba con el guardia del puerto el arancel de muelle y vigilancia, Arren no dejaba de mirarlo, como asegurándose de que en verdad lo conocía. Y cuanto más lo miraba, más —no menos— lo turbaba la transformación. Era demasiado completa. Este hombre no era el Archimago, el guía y maestro de infinita sapiencia… El arancel que el guardia reclamaba era alto, y Gavilán lo pagó a regañadientes, y siempre regañando echó a andar con Arren a grandes trancos. —¡Vaya prueba para mi paciencia! —dijo—. ¡Pagarle a ese gordo ladrón para que me cuide la barca cuando medio sortilegio haría mejor el trabajo! Bueno, es el precio del disfraz… Y he olvidado hablar como corresponde, ¿no es así, sobrino?

Iban subiendo por una calle estrafalaria y hedionda, atestada de gente, flanqueada de comercios, poco más que tenderetes, cuyos propietarios, de pie en los umbrales, entre montones e hileras de mercancías, pregonaban la belleza y baratura de sus marmitas, calcetines, sombreros, palas, alfileres, bolsos, calderas, cestas, atizadores, cuchillos, cuerdas, cerrojos, ropas de cama y todo tipo de artículos de quincallería y mercería.

—¿Es una feria?

—¿Eh? —dijo el hombre de la nariz respingona, inclinando la canosa cabeza.

—¿Es una feria, chío?

—¿Una feria? No, no. Aquí es siempre así, durante todo el año. ¡Guarda tus pasteles de pescado, mujer, que ya he desayunado! —Y Arren trataba de desembarazarse de un hombre que llevaba una bandeja cargada de pequeños búcaros de bronce y lo seguía pisándole los talones, gimoteando:

—Compra, prueba, mi amo, hermoso doncel, que no te decepcionarán, el aliento te perfumarán como las rosas de Nimima, y hechizará para ti a las mujeres, pruébalos, joven señor de los mares, joven príncipe…

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