Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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La luz gris y el cuarto polvoriento, las dos figuras en cuclillas, el sonido suave y extraño de la voz del mago que hablaba en la lengua de los dragones, todo parecía junto, como en la trama de un sueño, sin ninguna relación con lo que acontece fuera o con el tiempo que pasa.

Lentamente, Liebre se incorporó. Se sacudió con la mano el polvo de las rodillas y escondió detrás de la espalda el brazo mutilado. Miró en torno, miró a Arren; ahora veía lo que miraba. Dio media vuelta y fue a sentarse en el colchón. Arren continuaba de pie, en guardia; pero Gavilán, con la naturalidad de quien en la infancia ha vivido siempre en casas sin muebles, se sentó en el suelo desnudo con las piernas cruzadas. —Cuéntame cómo fue que perdiste tu arte, y la lengua de tu arte —dijo.

Durante un rato Liebre no contestó. Empezó a golpearse el muslo con el brazo mutilado, con movimientos nerviosos, espasmódicos, y al fin dijo, hablando con esfuerzo, como a borbotones: —Me cortaron la mano. Ya no puedo tramar los sortilegios. Me cortaron la mano. Se agotó la sangre, se agotó.

—Pero eso fue después de que perdieras tu poder, Liebre, de lo contrario no hubieran podido hacerlo.

—Mi poder…

—Tu poder sobre los vientos, y las olas, y los hombres. Tú los llamabas por su nombre y ellos te obedecían.

—Sí. Me acuerdo de cuando estaba vivo —dijo el hombre en voz baja y ronca—. Y conocía las palabras, y los nombres…

—¿Estás muerto ahora?

—No. Vivo, sí, vivo. Pero en un tiempo fui un dragón… No estoy muerto. A veces duermo. Dormir se parece mucho a morir, eso lo sabe todo el mundo. Los muertos se te aparecen en sueños, eso lo sabe todo el mundo. Se te aparecen, vivos, y te dicen cosas. Salen de la muerte y vienen a los sueños. Hay un camino. Y aunque camines mucho siempre hay un camino de vuelta. Puedes volver. Puedes encontrarlo si sabes buscar. Y si estás dispuesto a pagar el precio.

—¿Cuál es ese precio? —La voz de Gavilán flotó en el aire turbio como la sombra de una hoja muerta que se desprende de un árbol.

—La vida… ¿qué otra cosa? ¿Con qué, si no es con vida, puede comprarse vida? —Liebre se balanceaba de adelante hacia atrás en el jergón, con un brillo astuto, sibilino en la mirada—. Ya ves —dijo—, me pueden cortar la mano. Me pueden cortar la cabeza. Eso no importa. Yo puedo encontrar el camino de vuelta. Yo sé dónde buscar. Sólo los hombres de poder pueden ir allí.

—¿Los hechiceros, quieres decir?

—Sí. —Liebre titubeó, como si intentara varias veces decir la palabra—. Hombres de poder —repitió—. Y ellos tienen que… y ellos tienen que renunciar. Pagar.

Casi en seguida cayó en un silencio hosco, como si la palabra «pagar» le hubiese despertado algún recuerdo, y se hubiera dado cuenta de que estaba dando información en lugar de venderla. Nada más se pudo sacar de él, ni siquiera las vagas alusiones y balbuceos acerca de «un camino de vuelta», que Gavilán parecía considerar significativas, y pronto el mago se puso de pie. —Bueno —dijo—, media respuesta vale más que ninguna. Y tal por cual será la paga. —Y con la destreza de un prestidigitador, arrojó frente a Liebre, sobre el jergón, una pieza de oro.

Liebre la recogió. La examinó y luego miró de hito en hito a Gavilán y a Arren, con bruscos movimientos de cabeza. —Espera —balbuceó. La situación había cambiado y ahora buscaba a tientas, miserablemente, las palabras que quería decir—. Esta noche —dijo al fin—. Espera. Esta noche. Tengo hazia.

—No me hace falta.

—Para enseñarte… Para mostrarte el camino. Esta noche. Yo te llevaré. Te lo mostraré. Tú puedes ir, porque tú… tú eres…

Buscó a tientas la palabra hasta que Gavilán dijo:

—Porque soy un hechicero.

—¡Sí! Por eso nosotros podemos… podemos ir allí. Al camino. Cuando yo sueñe. En el sueño. ¿Entiendes? Yo te llevaré. Tú irás conmigo, hasta el… hasta el camino.

Gavilán continuaba de pie, firmemente plantado, pensativo, en el centro de la habitación en penumbra. —Puede ser —dijo al cabo—. Si regresamos estaremos aquí al anochecer. —Luego se volvió hacia Arren, quien abrió la puerta con presteza, impaciente por partir.

La calle umbría y húmeda parecía luminosa como un jardín después de la habitación de Liebre. Tomaron por un atajo que conducía a la ciudad alta, una empinada escalera entre muros cubiertos de hiedra. Arren inhalaba y expulsaba el aire como un león marino. —¡Ufff! ¿Pensáis volver allí?

—Bueno, lo haré si no puedo obtener la misma información de una fuente menos riesgosa. Lo creo capaz de tendernos una celada.

—Pero, ¿no estáis acaso a salvo de ladrones y todas esas cosas?

—¿A salvo? —dijo Gavilán—. ¿Qué quieres decir? ¿Crees que estoy arropado en sortilegios como una vieja que le tiene miedo al reumatismo? No tengo tiempo para eso. Si disfrazo mi rostro es para mantener en secreto nuestra misión; no por otra cosa. Podemos cuidar el uno del otro. Pero el hecho es que no estaremos a salvo de peligros durante este viaje.

—Claro que no —dijo Arren con aspereza, irritado, herido en su amor propio—. Ni era eso lo que yo pretendía.

—Más vale así —dijo el mago, inflexible, pero con un dejo de buen humor que apaciguó la cólera de Arren. En verdad, a él mismo le extrañaba el arranque que había tenido: jamás había imaginado que pudiera hablarle así al Archimago. Aunque al fin de cuentas este Halcón de nariz respingona y pómulos cuadrados, mal rasurados, que hablaba a veces con una voz y a ratos con otra, era y no era el Archimago: un extraño, en quien no se podía confiar.

—¿Tiene algún sentido lo que él os ha dicho? —preguntó Arren, a quien no atraía la idea de volver a aquel cuarto lóbrego a la orilla del río nauseabundo—. ¿Toda esa pampirolada de que está vivo y muerto y de que volverá con la cabeza cortada?

—No sé si tiene sentido. Yo quería hablar con un hechicero que ha perdido su poder. Él dice que no lo ha perdido sino que lo ha dado, trocado. ¿Trocado por qué? Vida por vida, dijo. Poder por poder. No, no lo comprendo, pero vale la pena escuchar lo que dice.

La imperturbable sensatez de Gavilán acrecentó la vergüenza de Arren. Se sentía irritable y nervioso como un niño. Liebre lo había fascinado, pero ahora que la fascinación se había roto sólo le quedaba una sensación de disgusto malsano, como si hubiese comido algo nauseabundo. Resolvió no volver a hablar hasta que hubiera dominado su malhumor. Un momento después, perdió pie en los gastados y resbaladizos escalones, y logró recobrar el equilibrio raspándose las manos contra las piedras.

—¡Oh, maldita sea esta ciudad inmunda! —estalló furioso.

Y el mago respondió secamente:

—Por lo que parece, maldita ya está.

Y había, sí, algo malsano en Hortburgo, algo malsano en el aire mismo, que inducía a pensar que en verdad pesaba sobre ella una maldición; no era, sin embargo, una presencia lo que se sentía, sino más bien una ausencia, un debilitamiento de todo lo vital, como una enfermedad que infectaba rápidamente el espíritu de cualquier forastero. Hasta el calor del sol vespertino era malsano, demasiado bochornoso para el mes de marzo. En las plazas y las calles bullía el comercio, pero todo sin orden, sin prosperidad. La calidad de las mercancías era ínfima, los precios altos, y los mercados, plagados como estaban de ladrones y pandillas de vagabundos, eran poco seguros tanto para los vendedores como para los compradores. No se veían muchas mujeres por las calles, y las pocas que había iban por lo general en grupos. Era una ciudad sin gobierno ni ley. Conversando con las gentes, Arren y Gavilán no tardaron en enterarse de que no había un concejo en Hortburgo, ni alcalde, ni señor. De los hombres que antaño la gobernaran, algunos habían muerto, o se habían ido, o los habían matado; cabecillas de variado pelaje acaudillaban las distintas barriadas de la ciudad; los guardamuelles, erigidos en dueños y señores del puerto, se atiborraban los bolsillos, y así en todo nivel. La ciudad ya no tenía un centro. Los habitantes, pese a aquel ajetreo febril, parecían afanarse sin objeto. Los artesanos parecían no tener ya la voluntad de hacer las cosas bien; hasta los ladrones robaban porque eso era lo único que habían aprendido. En la superficie, tenía todo el movimiento y el brillo de una gran ciudad portuaria, pero allí mismo, en todas partes, se apretaban las figuras inmóviles de quienes mascaban hazia. Y bajo la superficie, las cosas no parecían del todo reales, ni siquiera los rostros, los olores, los sonidos, que se desvanecían por momentos, en la tarde larga y bochornosa, mientras Gavilán y Arren recorrían las calles y conversaban con éste y aquel otro. Todo se desvanecía, los toldos rayados, los sucios adoquines, los muros de colores; todo rastro de vida desaparecía de pronto, transformando la ciudad en una ciudad de sueño, vacía y melancólica a la luz brumosa del sol.

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