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Ursula Le Guin: La costa más lejana

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Ursula Le Guin La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo. Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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—Estoy aquí, mi señor.

Luego escuchó, un anciano alto y enjuto, de cabellos blancos bajo el capuchón oscuro; y los discípulos que estaban en los pupitres del aula de la torre lo miraron y se miraron entre ellos.

—Iré —dijo Kurrenkarmerruk, y volvió a inclinar la cabeza sobre el libro, diciendo—: Así pues, el pétalo de la flor del molí tiene un nombre, que es iebera , y también el sépalo, que es partonath ; y el tallo y la hoja y la raíz tienen nombre también…

Pero al pie del árbol, el Archimago Ged, que conocía todos los nombres del molí, llamó de regreso a su emisario; estiró las piernas más confortablemente, siempre con los ojos cerrados, y pronto se durmió a la luz del sol moteada por el follaje.

2. Los Maestros de Roke

La Escuela de Roke es el sitio adonde acuden, desde todas las Comarcas Interiores de Terramar, los jóvenes que muestran alguna aptitud para la hechicería, con el propósito de aprender las más altas artes de la magia. Allí se hacen expertos en las diversas especies de magia, aprendiendo los nombres y las runas, los artilugios y los sortilegios, y lo que se debe o no se debe hacer, y por qué. Allí, al cabo de una larga práctica, y si la mano y la mente y el espíritu marchan de consuno, pueden ser nombrados hechiceros y recibir la vara de poder. Sólo en Roke se hacen los verdaderos magos; y en las islas abundan magos y hechiceros y los recursos de la magia son para los isleños tan necesarios como el pan y tan deliciosos como la música, todos respetan y reverencian la Escuela de Hechicería de Roke. A los nueve magos que son los Maestros de Roke se los tiene por iguales de los grandes príncipes del Archipiélago. Y el gran maestre, el decano de Roke, el Archimago, no está obligado a rendir cuentas a nadie, excepto al Rey de Todas las Islas; y ello sólo por un acto de lealtad, un don del corazón, ya que ni siquiera un rey podría obligar a mago tan insigne a observar la ley común, si otra fuera la voluntad de éste. Sin embargo, hasta en los siglos sin reyes los Archimagos de Roke han guardado fidelidad y acatado la ley común. Todo en Roke se hacía como siempre se había hecho, desde centenares de años atrás; un paraíso al abrigo de vicisitudes y tribulaciones parecía ser, y la risa de los jóvenes resonaba en los patios y en los anchos y fríos corredores de la Casa Grande.

El guía de Arren en la Escuela era un muchacho fornido cuya capa, sujeta en el cuello por un alfiler de plata, indicaba que habiendo cumplido el noviciado era ya un hechicero hecho y derecho, que estudiaba ahora para obtener la vara. Se llamaba Albur. «Porque —explicó— mis padres tenían seis hijas, y el séptimo hijo, decía mi padre, fue un albur contra el Destino.» Era un compañero agradable, vivaz de mente y de lengua. En otras circunstancias, Arren habría disfrutado de su humor chispeante, pero ahora estaba demasiado preocupado. A decir verdad, no le prestaba mucha atención. Y Albur, con el natural deseo de que lo tuvieran en cuenta, empezó a sacar provecho de la distracción de su huésped. Le contó cosas extrañas y luego mentiras no menos extrañas a propósito de la Escuela, y a todo ello Arren respondía: «Oh, sí» o «Ya veo», tanto que Albur lo tomó por un verdadero idiota.

—Por supuesto, no se cocina aquí, en la Escuela —le dijo, cuando pasaban delante de las grandes cocinas de piedra en plena actividad con el centelleo de los calderos de cobre y el triquitraque de las cuchillas de picar y el olor a cebollas que escocía en los ojos—. Todo esto es pura apariencia. Venimos al refectorio, y cada cual hace aparecer por encantamiento lo que tiene ganas de comer. Además, así se ahorra el lavado de los platos.

—Sí, ya veo —dijo Arren, cumplidamente.

—Desde luego, los novicios que aún no han aprendido los encantamientos pierden mucho peso en los primeros meses; pero aprenden. Hay un muchacho de Havnor que siempre trata de conseguir pollo asado, pero todo lo que obtiene son gachas de mijo. Sus sortilegios, por lo visto, no dan para más. Ayer, sin embargo, consiguió un bacalao seco para acompañarlas. —Albur empezaba a ponerse ronco tratando de arrancar a Arren una protesta de incredulidad. Renunció, y calló.

—¿Dónde… de qué país viene el Archimago? —dijo el huésped, sin siquiera echar una mirada a la soberbia galería que atravesaban en ese momento, con el Árbol de las Mil Hojas tallado en el techo y los muros.

—Gont —dijo Albur—. Allí era un aldeano pastor de cabras.

Sólo ahora, ante esa verdad llana y por todos conocida, el joven de Enlad se volvió y miró a Albur con desaprobación e incredulidad. —¿Un pastor de cabras?

—Como la mayoría de los gontescos, a menos que sean piratas o hechiceros. ¡No he dicho que fuese ahora pastor de cabras!

—Pero, ¿cómo pudo un cabrerizo llegar a Archimago?

—¡De la misma manera que podría llegar un príncipe! Viniendo a Roke y sobrepasando a todos los Maestros, y robando el Anillo en Atuan, y navegando por el Paso de los Dragones, y siendo el más grande de los magos desde los tiempos de Erreth-Akbé… ¿De qué otra manera?

Salieron de la galería por la puerta norte. El atardecer se tendía cálido y luminoso sobre las colinas roturadas y sobre los tejados de Zuilburgo, y más allá, por encima de la bahía. Albur dijo, deteniéndose: —Claro que todo eso ocurrió hace mucho tiempo. No ha hecho gran cosa desde que fue nombrado Archimago. Siempre es así con los Archimagos. Se quedan en Roke y cuidan del Equilibrio, supongo. Y es muy viejo, ahora.

—¿Viejo? ¿Qué edad tiene?

—Oh, cuarenta o cincuenta.

—¿Tú lo has visto?

—Claro que lo he visto —replicó Albur con irritación. El soberano idiota parecía ser, además, un soberano petulante.

—¿Con frecuencia?

—No. No se deja ver. Pero lo vi cuando llegué a Roke, en el Patio del Manantial.

—Allí mismo he hablado hoy con él —le dijo Arren.

Albur lo miró, sorprendido por el tono de Arren.

—Eso fue hace tres años —continuó—. Y yo estaba tan asustado que en realidad no lo miré ni una sola vez. Claro que yo era muy joven. Pero allí es difícil ver las cosas con claridad. Me acuerdo sobre todo de su voz, y del murmullo de la fuente. —Al cabo de un momento agregó—: Tiene sin duda un acento gontés.

—Si yo pudiera hablar con los dragones en su propia lengua —dijo Arren—, no me preocuparía por mi acento.

Albur lo miró otra vez, como aprobando, y preguntó: —¿Has venido aquí para ingresar en la Escuela, Príncipe?

—No. He traído un mensaje de mi padre para el Archimago.

—Enlad es uno de los Principados del Reino, ¿no es así?

—Enlad, Ilien, y Way. Havnor y Ea, en otros tiempos, pero la dinastía de los reyes se ha extinguido en esas comarcas. La dinastía de Ilien se remonta a Gemal Nacido-del-Mar hasta llegar a Maharion. La de Way, a Akambar y la Casa de Shelieth. Enlad, la más antigua, se remonta a Morred y se continúa con Serriadh, hijo de Morred, y con la Casa de Enlad.

Arren recitó estas genealogías con un aire soñador, como un avezado erudito cuya mente está ocupada en otra cosa.

—¿Crees que volveremos a ver un rey en Havnor, en vida nuestra?

—Nunca lo he pensado mucho.

—En Ark, de donde yo vengo, la gente lo piensa. Ahora somos parte del Principado de Ilien, sabes, desde que se concertó la paz. ¿Cuántos años han pasado? Diecisiete… dieciocho, desde que el Anillo de la Runa de los Reyes fuera restituido a la Torre de los Reyes de Havnor. Las cosas marcharon mejor durante un tiempo, pero ahora están peor que nunca. Es hora de que haya de nuevo un rey en el trono de Terramar, un rey que empuñe el Signo de la Paz. La gente está cansada de guerras y correrías, de mercaderes que sobrecargan los precios y de príncipes que imponen demasiados tributos, y de toda la confusión de los poderes desenfrenados. Roke guía, pero no puede gobernar. El Equilibrio se mantiene aquí, pero el Poder tendría que estar en manos de un rey.

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