Y un instante después no estaban, y Damon Julian gritaba ferozmente. Abner Marsh rodó sobre sí mismo. Julian se tambaleaba hacia atrás con las manos en el rostro. La empuñadura del cuchillo de Billy sobresalía de su ojo izquierdo y la sangre corría por entre sus pálidos dedos.
—Muere, maldito —aulló Marsh mientras apretaba el gatillo. El disparo levantó del suelo a Julian. El arma dio el retroceso en el brazo herido de Marsh, que lanzó un grito. Por un instante, el dolor le cegó. Cuando remitió lo suficiente para permitirle ver otra vez, le costó incorporarse y ponerse en pie, pero lo consiguió, justo al tiempo que se producía un agudo crack, como el de una rama húmeda al quebrarse.
Joshua, que estaba inclinado sobre Billy, se incorporó con las manos llenas de sangre.
—No había esperanza para él —dijo. Marsh aspiró aire a grandes bocanadas, con el corazón latiéndole aceleradamente.
—Lo hicimos, Joshua —dijo—. Acabamos con esos malditos…
Alguien se rió.
Marsh se volvió.
Julian sonreía. No estaba muerto. Había perdido un ojo, pero la navaja no había profundizado lo suficiente y no le había tocado el cerebro. Estaba ciego a medias, pero no muerto. Marsh advirtió su error demasiado tarde. Le había disparado a Julian en el pecho, en el maldito pecho, cuando tenía que haberle volado la cabeza. Había malgastado el disparo al apuntar a lo más fácil. La camisa de dormir de Julian colgaba de sus hombros convertida en sangrientos jirones, pero no estaba muerto.
—No soy tan fácil de matar como el pobre Billy —dijo—. Ni como vas a serlo tú.
Se adelantó hacia Marsh con la lánguida lentitud de lo inevitable.
Marsh intentó sostener el fusil con el brazo inútil mientras extraía del bolsillo dos balas más. Colocó el arma bajo el brazo y contra el cuerpo mientras retrocedía pero el dolor no le permitió más. Se le abrieron los dedos y una de las balas cayó al suelo. Marsh se apoyó con la espalda contra una columna. Damon Julian se echó a reír.
—No —dijo entonces Joshua York. Se interpuso entre ambos, con el rostro en carne viva—. Lo prohíbo. Soy el rnaestro de sangre. Detente, Julian.
—¡Ah! —contestó Julian—. ¿Otra vez, Joshua? Otra vez, pues. Pero ésta será la última. Incluso Billy ha aprendido cuál era su auténtica naturaleza. Es hora de que tú lo aprendas también, querido Joshua.
Su ojo izquierdo estaba cubierto de sangre medio coagulada, y el derecho parecía un inmenso abismo negro.
Joshua se quedó inmóvil.
—No puede vencerle —gritó Abner a Joshua—. Joshua, no lo haga, es la maldita bestia.
Pero Joshua no escuchaba nada. El fusil cayó del brazo herido de Marsh al suelo. Se agachó, lo asió con la mano sana, lo colocó sobre la mesa que tenía más próxima y empezó a cargarla. Con una sola mano, resultaba un trabajo lento. Sus dedos eran gruesos y poco hábiles. La bala seguía sin querer entrar. Por fin, consiguió introducirla, armó el fusil y lo alzó a duras penas bajo el brazo bueno.
Joshua se había dado la vuelta lentamente, como hiciera el Sueño del Fevre aquella noche en que había hecho frente al Eli Reynolds que le perseguía. Dio un paso hacia Abner Marsh.
—Joshua, no —gritó Abner—. Apártese.—Joshua se acercó aún más. Estaba temblando, luchando contra algo—. Apártese le digo —le conmigó Marsh—, déjeme disparar.
Joshua no pareció escucharle. Tenía una mirada completamente muerta. Ahora pertenecía a la bestia, y llevaba levantadas hacia él sus poderosas manos.
—Diablos —musitó Marsh—. Diablos. Joshua, tengo que hacerlo. Ya había contado con esto, y es la única solución.
Joshua asió a Abner Marsh por el cuello con sus ojos grises muy abiertos, con expresión demoníaca. Marsh llevó el fusil bajo el sobaco de Joshua y apretó el gatillo. Hubo una explosión terrible acompañada del olor a humo y a sangre. York saltó hacia atrás y cayó pesadamente, gritando de dolor, mientras Marsh se separaba de él.
Damon Julian sonreía sardónicamente y se movió como una serpiente de cascabel, arrancándole a Marsh de las manos el fusil humeante que sostenía.
—Y ahora sólo quedamos nosotros dos —decía—. Sólo usted y yo, capitán.
Todavía sonreía cuando Joshua emitió un ruido, medio grito medio aullido, y se lanzó sobre Julian por la espalda. Julian gritó de sorpresa. Ambos rodaron uno sobre otro, asiéndose mutuamente con ferocidad hasta que chocaron contra la barra y se separaron. Damon Julian fue el primero en ponerse en pie, y Joshua lo hizo poco después. El hombro de Joshua era un guiñapo sanguinolento y le colgaba el brazo a un costado sin ningún movimiento, pero en sus ojos grises apenas abiertos, a través de la pantalla de dolor y de sangre, Abner Marsh pudo sentir la ira de la bestia enfebrecida. York padecía un terrible dolor, y el dolor podía provocar la fiebre, la sed roja.
Joshua avanzó lentamente y Julian retrocedió con una sonrisa.
—No he sido yo, Joshua —dijo—. Ha sido el capitán quien te ha herido. El capitán.
Joshua se detuvo y observó a Marsh durante un instante. Durante un largo momento, Marsh esperó para ver a qué lado le conducía la sed, para ver si el auténtico amo era Joshua o la bestia.
Por fin, York sonrió débilmente a Damon Julian y empezó la silenciosa lucha.
Con un suspiro de alivio, Marsh se detuvo un instante para reunir fuerzas antes de agacharse para recoger el fusil de donde lo había lanzado Julian. Lo colocó sobre una mesa, lo abrió, y lo volvió a cargar lenta y laboriosamente. Cuando volvió a asirlo y se lo colocó bajo el brazo, Damon Julian estaba de rodillas. Se había llevado los dedos a la cuenca del ojo herido y llenos de sangre, se los acercaba a Joshua, y Joshua se inclinaba ante la sangrienta ofrenda.
Abner Marsh avanzó rápidamente, colocó el doble cañón del fusil en la sien de Julian, contra sus finos rizos negros, y disparó.
Joshua pareció aturdido, como si le hubieran arrancado bruscamente de un sueño. Marsh bajó el arma.
—Usted no quería eso —le dijo a Joshua—. Aguarde un momento. Yo le daré lo que usted quiere.
Caminó pesadamente hasta detrás de la barra y encontró las botellas de vino, oscuras y sin sellos. Marsh tomó una y sopló el polvo. Y fue entonces cuando alzó la mirada y vio todas las puertas abiertas y todas las caras pálidas que observaban. Los disparos, pensó. Los disparos les habían atraído.
Con una sola mano, Marsh tuvo problemas para sacar el corcho. Al final utilizó los dientes. Joshua se deslizó hacia la barra, como ensimismado. En sus ojos se veía que la lucha continuaba. Marsh le tendió la botella y Joshua le cogió el brazo. Marsh se quedó muy quieto. Durante un largo instante, no supo qué iba a suceder, si Joshua aceptaría la botella o si le abriría las venas de la muñeca de un mordisco.
—Todos tenemos que tomar nuestras malditas decisiones, Joshua —le dijo en voz baja, bajo la presión de sus poderosos dedos.
Joshua se quedó mirándolo durante la mitad de la eternidad. Después, arrancó la botella de la mano de Marsh, echó hacia atrás la cabeza y coiocó la botella del revés. El oscuro licor bajó borboteando y le cubrió la barbilla.
Marsh sacó una segunda botella del repugnante líquido, rompió el cuello contra el duro borde de la barra de mármol y la levantó.
—¡Por el condenado Sueño del Fevre ! —dijo.
Y bebieron juntos.
El cementerio es antiguo y está cubierto de hierbas y henchido de sonidos del río. Está situado arriba, sobre el farallón, y bajo él pasa el Mississippi, pasa y pasa, como lo ha hecho durante miles de años. Uno puede sentarse al borde de las rocas, con los pies colgando, y contemplar el río, absorbiendo su paz y su belleza. El río, tiene mil rostros allí. A veces es dorado y vivo, con nubes de insectos cubriendo su superficie y el agua ondeando alrededor de alguna rama medio sumergida. Al llegar el crepúsculo se torna de color bronce por un momento, y luego rojo, y el rojo se extiende y hace pensar en Moisés y en otro río muy lejano a éste. En una noche clara, el agua ondea oscura y limpia como satén negro, y bajo su bruñida superficie están las estrellas y una luna encantada que gira y baila y, por alguna razón, es más grande y bonita que la que luce en el cielo. El río cambia también con las estaciones. Cuando llegan las crecidas de primavera es marrón y fangoso y se alza hasta las marcas que señalan el caudal alto en árboles y riberas. En otoño, hojas de mil colores pasan meciéndose perezosas en su azul abrazo. Y en invierno, el río se congela y la nieve cae hasta cubrirlo y lo transforma en un agreste camino blanco sobre el que nadie puede viajar, tan brillante que daña los ojos. Debajo del hielo, las aguas todavía fluyen, heladas y turbulentas, sin descansar jamás. Y por último el río se encoge, y el hielo invernal estalla como un trueno y se rompe.
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