Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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—¡Huyamos!

—¿Adónde? ¿Quiere que trepemos por la pirámide?

La Gran Pirámide se alzaba detrás de ellos y sus vibraciones hacían temblar la atmósfera. Ptaclusp volvió la cabeza hacia la inmensa estructura y la contempló.

—¿Qué va a ocurrir esta noche? —preguntó.

—¿Cómo?

—Bueno, ¿va a…? No sé qué hizo antes, pero… ¿Crees que volverá a hacerlo?

IIb le miró.

—No tengo ni idea.

—¿Y no puedes averiguarlo?

—La única forma es quedarse aquí para ver qué ocurre. Y ni tan siquiera estoy muy seguro de qué fue lo que hizo antes.

—Y cuando lo haga… ¿Crees que nos gustará?

—Tengo la impresión de que no mucho, papá. Oh, cielos…

—¿Qué está pasando ahora?

—Mira hacia allí.

Los sacerdotes acababan de aparecer y se dirigían hacia los muertos. Koomi iba delante, y la masa de túnicas se extendía detrás de él como si fuese la cola de un cometa.

El interior del caballo estaba oscuro y muy caliente. Y también muy atestado.

Los soldados esperaban y sudaban.

—¿Qué ocu-ocurrirá a-ahora, sa-sargento? —tartamudeó el joven Autoclave.

El sargento trató de mover un pie. La atmósfera de amontonamiento general habría sido capaz de provocar claustrofobia incluso en una sardina.

—Bueno, chico… Nos encontrarán, ¿entiendes?, y se quedarán tan impresionados que nos remolcarán hasta su ciudad, y cuando haya oscurecido del todo saldremos de aquí y les pasaremos a cuchillo. O a espada, como resulte más cómodo, y… En fin, una cosa o la otra, ¿de acuerdo? Y después saquearemos la ciudad, quemaremos las murallas y sembraremos el suelo con sal. Ya os lo expliqué todo el viernes, ¿te acuerdas?

—Oh.

Las gotitas de sudor caían de una decena de frentes. Varios soldados estaban intentando escribir una carta a casa y deslizaban sus punzones sobre tablillas de cera que se encontraban a muy pocos grados de la temperatura de fusión.

—¿Y qué ocurrirá después, sargento?

—Pues que volveremos a casa y seremos recibidos como héroes, muchacho.

—Oh.

Los soldados más veteranos no apartaban los ojos de las paredes de madera y parecían bastante nerviosos. Autoclave se removió como si aún estuviera preocupado por algo.

—Sargento… —murmuró—. Mi mamá me dijo que volviera con mi escudo o encima de él.

—Muy bien, muchacho. Tu madre es una gran mujer.

—Pero no nos pasará nada, ¿verdad? ¿Verdad que no, sargento?

El sargento clavó los ojos en la fétida oscuridad que les rodeaba.

Pasado un rato, alguien empezó a tocar la armónica.

Ptaclusp apartó la mirada de la escena que se estaba desarrollando debajo de él.

—Eres el constructor de pirámides, ¿verdad? —preguntó una voz junto a su oreja.

Otra figura acababa de presentarse en el escondite que Ptaclusp había estado compartiendo con su hijo. Iba vestida de negro y su forma de moverse hacía que el caminar de un gato pareciera tan estruendoso como un hombre-orquesta en plena actuación.

Ptaclusp asintió, pero no consiguió responder. Ya había tenido sorpresas más que suficientes para un solo día.

—Bueno, pues desconéctala. Quiero que la desconectes ahora mismo, ¿entendido?

IIb se acercó a ellos.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Me llamo Teppic.

—Vaya, ¿igual que el faraón?

—Sí, igual que el faraón. Y ahora, desconectadla.

—¡Es una pirámide! ¡Las pirámides no se pueden desconectar! —exclamó IIb.

—Bueno, pues haced algo para que descargue la energía que ha ido acumulando.

—Ya lo intentamos anoche. —IIb señaló los restos de la punta—. Papá, haz el favor de desplegar a Dos-A.

Teppic contempló al hermano aplanado sin decir nada durante unos momentos.

—Supongo que es un poster para adornar la pared, ¿no? —murmuró por fin.

IIb inclinó la cabeza. Teppic captó el movimiento y también miró hacia abajo. Los brotes verdes ya le estaban llegando a la altura de los tobillos.

—Lo siento mucho —dijo—. Parece que no hay ninguna forma de evitarlo.

—Sí, ya me imagino que ha de ser horrible —dijo IIb en un tono de voz tirando a frenético—. Ya sé lo mal que lo pasas. En una ocasión me salió una verruga, y recuerdo que me costó muchísimo librarme de ella.

Teppic se acuclilló junto a los restos de la punta.

—Esta cosa… —murmuró—. ¿Para qué sirve? Veo que está recubierta de metal. ¿Por qué?

—Si la pirámide no termina en punta no puede descargar la energía acumulada —dijo IIb.

—¿Así de sencillo? Eso es oro, ¿no?

—No, es electro, una aleación de oro y plata. La punta tiene que ser de electro.

Teppic empezó a arrancar la capa de metal.

—No es de metal sólido —dijo en voz baja.

—Sí, bueno… —murmuró Ptaclusp—. Descubrimos que… eh… que funciona igual de bien con un simple chapado.

—¿Y no podríais usar algo más barato? Algo como… No sé… ¿Acero, por ejemplo?

Ptaclusp lanzó un bufido despectivo. No había tenido un buen día y la cordura era un recuerdo cada vez más lejano, pero seguía habiendo ciertos hechos de los que estaba totalmente seguro.

—No duraría más de un año o dos —dijo—. El rocío, la arena… Te quedarías sin punta antes de que pudieras darte cuenta. Sólo aguantarías unas doscientas o trescientas descargas.

Teppic acercó la cabeza a la pirámide. Estaba muy fría, y zumbaba. Teppic creyó detectar una leve vibración oculta debajo del zumbido, y le pareció que se estaba volviendo más estridente a cada momento que pasaba.

La pirámide se alzaba sobre él. IIb podría haberle explicado que eso era debido a que los muros iban descendiendo en un ángulo de 56 grados exactos, y un efecto conocido como reforzamiento hacía que la pirámide pareciese todavía más alta de lo que era en realidad. Probablemente también habría utilizado palabras como «perspectiva» y «altura virtual».

El mármol negro era tan liso como un cristal. Los canteros habían hecho un trabajo magnífico. Las grietas que había entre cada panel de textura sedosa apenas eran lo bastante anchas para insertar la punta de un cuchillo… pero bastarían.

—¿Y crees que aguantaría una sola descarga? —preguntó Teppic.

Koomi se estaba mordisqueando las uñas, y parecía nervioso.

—Fuego —dijo—. Eso las detendría. Son muy inflamables, todo el mundo lo sabe. O agua… Probablemente se disolverían.

—Algunas de ellas estaban destruyendo las pirámides —dijo el gran sacerdote de Juf, el Dios con Cabeza de Cobra del Papiro.

—No sé por qué será, pero los muertos que salen de la tumba siempre están de muy mal humor —dijo otro sacerdote.

Koomi observó con creciente perplejidad al ejército que se aproximaba hacia ellos.

—¿Dónde está Dios? —preguntó. El anciano gran sacerdote fue empujado hacia la primera fila del grupo de sacerdotes.

—¿Qué he de decirles? —le preguntó Koomi.

Afirmar que Dios sonrió habría sido erróneo. Sonreír no entraba en la lista de actividades musculares que realizase con frecuencia, pero las comisuras de sus labios se arrugaron un poquito y sus párpados se entrecerraron.

—Podrías decirles que los nuevos tiempos exigen nuevos hombres —dijo—. Podrías decirles que ha llegado el momento de abrir paso a personas más jóvenes con ideas frescas. Podrías decirles que se han quedado anticuados. Sí, creo que podrías decirles todo eso…

—¡Me matarían!

—Oh, no creo que tengan tantas ganas de disfrutar de tu compañía durante toda la eternidad.

—¡Sigues siendo gran sacerdote!

—¿Por qué no hablas con ellos? —replicó Dios—. Ah, y que no se te olvide decirles que los tiempos están cambiando y que lo quieran o no tendrán que acostumbrarse a la idea de que vivimos en el Siglo de la Cobra. —Le alargó su báculo—. O como se llame este siglo, me da igual…—añadió.

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