Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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—Corre como el viento —le dijo—. Aunque supongo que no hará falta que te lo diga, ¿verdad? Y cuando llegues… cuando llegues…

El sargento se quedó como paralizado. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido mientras el sol cocía las rocas de la angosta y escarpada cañada, y unos cuantos insectos zumbaban en los resecos matorrales. Su educación no había incluido un cursillo en Últimas Palabras Para La Posteridad.

Acabó alzando la cabeza y volvió los ojos hacia la dirección en que quedaba su hogar.

—Ve y di a los efebenses… —empezó a decir.

Los soldados esperaron en silencio.

—¿Qué les digo? —preguntó Autoclave pasados unos momentos—. De acuerdo, iré allí, pero ¿qué quiere que les diga cuando haya llegado?

—Ve y diles que por qué demonios han tardado tanto —concluyó el sargento.

Otra columna de polvo acababa de aparecer por su lado del horizonte y se aproximaba bastante deprisa.

Aquello ya le gustaba más. Si iba a haber una masacre lo justo era que los dos bandos disfrutaran de ella.

La ciudad de los muertos se extendía delante de Teppic. Después de Ankh-Morpork, que casi podía considerarse como su opuesta en todo (en Ankh incluso las sábanas estaban vivas) probablemente fuese la mayor ciudad de todo el Disco. Sus calles eran las más hermosas, su arquitectura la más majestuosa e impresionante.

En términos de población la necrópolis superaba a las demás ciudades del Viejo Reino, pero sus habitantes casi nunca salían de casa y las noches de los sábados resultaban francamente aburridas.

Hasta ahora.

Porque ahora la necrópolis era un hervidero de actividad.

Teppic se había subido a la punta de un obelisco erosionado por el viento y estaba contemplando cómo los ejércitos de los que habían pasado a mejor vida desfilaban por debajo de él. Las huestes de los muertos eran básicamente de color gris o marrón, con alguna que otra manchita verdosa esparcida al azar. Los monarcas habían sido muy democráticos. En cuanto las pirámides hubieron quedado vacías, cuadrillas de faraones concentraron su atención en las tumbas menores, y ahora la necrópolis por fin podía enorgullecerse de contar con sus comerciantes, sus nobles e incluso sus artesanos; aunque dado que la moda predominante era la venda más o menos envejecida resultaba bastante difícil distinguir a los unos de los otros.

Y hasta el último cadáver liberado se dirigía hacia la Gran Pirámide. Su gigantesca estructura asomaba sobre las más pequeñas de los edificios de mayor antigüedad como un forúnculo que ha soportado demasiados manoseos. El ejército de momias parecía estar muy irritado.

Teppic se dejó caer sobre el tejado de una mastaba, trotó hasta el borde, saltó la distancia que le separaba de una esfinge ornamental —no sin un fugaz momento de preocupación, pero aquella esfinge parecía totalmente inerte—, y una vez allí le bastó con arrojar su gancho para llegar a uno de los pisos inferiores de una pirámide de varios niveles.

Los largos rayos de aquel sol tan disputado alanceaban el paisaje silencioso mientras Teppic saltaba de un monumento a otro haciendo zigzags sobre el ejército tambaleante que seguía avanzando hacia la Gran Pirámide.

«Esto es lo tuyo —le decía su sangre mientras corría velozmente por las venas de su cuerpo inundándolas con un cosquilleo de excitación—. Para esto te adiestraron. Incluso Mericet tendría que darte sobresaliente. Moverse velozmente por entre las sombras deslizándose sobre una ciudad dormida con la agilidad de un gato mientras encuentras asideros que dejarían boquiabierto incluso a un mandril… y con una víctima esperándote en tu punto de destino.»

Cierto, la víctima era una pirámide que pesaba un billón de toneladas, y hasta el momento el cliente de mayor masa inhumado por el Gremio de Asesinos había sido Patricio, el Déspota de Gusania, quien sólo pesaba doscientos treinta kilos, pero aun así…

Un inmenso obelisco cuyos bajorrelieves narraban los logros y hazañas de un faraón que había reinado hacía cuatro mil años —y que habría sido más pertinente si el viento saturado de arena no hubiese borrado el nombre del faraón—, le proporcionó una escalera muy útil. Teppic sólo necesitó lanzar expertamente su gancho desde la punta asegurándolo en los dedos extendidos de la palma de un monarca olvidado y pudo bajar trazando un elegante arco que acabó depositándole sobre el techo de una tumba.

Teppic siguió corriendo, trepando y balanceándose, y su avance dejó un reguero de crampones clavados a toda prisa en los monumentos que conmemoraban la memoria de los muertos.

Los puntitos de luz de las antorchas esparcidos sobre la piedra caliza indicaban la situación de los dos ejércitos. La enemistad que oponía a los dos imperios era tan profunda como estilizada, pero ambos acataban la vieja tradición de que la guerra no debía emprenderse de noche, durante la época de la cosecha o si llovía. La guerra era lo suficientemente importante como para quedar reservada a ciertos momentos solemnes. Ponerse a guerrear en cualquier momento habría reducido toda la solemnidad del combate a una farsa.

El crepúsculo empezó a deslizarse sobre las posiciones de los dos ejércitos acompañados por el martilleo y las ocasionales maldiciones ahogadas, indicadoras de que ambos bandos habían emprendido una considerable labor de carpintería.

Se ha afirmado que los generales siempre están dispuestos a repetir la última guerra que han librado. El último enfrentamiento bélico entre Efebas y Espadarta había tenido lugar hacía unos cuantos miles de años, pero los generales tienen una memoria envidiable y esta vez no les iban a pillar por sorpresa.

Un gigantesco caballo de madera estaba empezando a cobrar forma a cada lado de lo que sería el campo de batalla.

—Se ha ido —dijo Ptaclusp IIb dejándose resbalar por el montón de cascotes.

—Ya iba siendo hora —dijo su padre—. Échame una mano con tu hermano, ¿quieres? ¿Estás seguro de que no le dolerá?

—Bueno, si le vamos plegando con mucho cuidado no podrá moverse en el Tiempo… es decir, en lo que para nosotros es la anchura. Si no puede sentir el transcurso del tiempo no podrá sufrir ningún daño… creo.

Ptaclusp pensó en los viejos tiempos, cuando la construcción de pirámides se limitaba a colocar un bloque de piedra encima de otro y lo único que debías recordar era que a medida que ibas subiendo ponías cada vez menos bloques. Y ahora construir pirámides significaba correr el riesgo de arrugar a tu propio hijo…

—Bueno, si tú lo dices —murmuró, no muy convencido—. Venga, salgamos de aquí.

Reptó cautelosamente sobre los cascotes y asomó la cabeza por encima del montón justo cuando la vanguardia de los muertos doblaba la esquina de la pirámide más cercana.

«Ya está —fue lo primero que le pasó por la cabeza—. Se han hartado y vienen a protestar…»

Había hecho cuanto estaba en sus manos. ¿Qué esperaban? Construir ciñéndose a un presupuesto no siempre resultaba factible. De acuerdo, puede que no todos los dinteles fuesen exactamente tal y como prometían los planos, y en cuanto a la calidad del escayolado y las molduras interiores decir que habían quedado impecables quizá fuera exagerar un poco, pero…

«Es imposible —se dijo—. No pueden haberse puesto de acuerdo para venir a protestar todos a la vez… Hay demasiados.»

Ptaclusp IIb trepó por el montón de cascotes, se colocó junto a su padre y se quedó boquiabierto.

—¿De dónde han salido todos esos clientes? —preguntó.

—Tú eres el experto. Dímelo tú.

—¿Están muertos?

Ptaclusp observó a las siluetas que se aproximaban.

—Si no están muertos algunos de ellos tienen muy mala cara —dijo por fin.

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