Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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«Por todos los… —pensó—. Es cierto. Soy un dios.»

Aquello podía acabar resultando muy embarazoso.

Teppic se abrió paso a codazos y empujones por entre la masa de cuerpos hasta que consiguió llegar a la orilla del río. Se quedó inmóvil y no tardó en quedar rodeado por un pequeño maizal. La multitud se fue percatando de su presencia, y los que estaban más cerca se apresuraron a caer de rodillas. Un círculo de personas que se arrodillaban o se conformaban con tirarse al suelo se fue extendiendo alrededor de Teppic con la rapidez de las ondulaciones en una charca a la que alguien ha tirado una piedra.

«¡Pero yo no deseaba nada así! Yo sólo quería ayudarles a llevar una vida más feliz. La fontanería, por ejemplo… y también quería hacer alguna clase de mejoras en los barrios más pobres de la ciudad. Sólo deseaba que se sintieran más a gusto. Quería preguntarles qué opinaban de sus vidas y si estaban contentos con ellas. Y las escuelas, claro… Sí, las escuelas podrían ser muy útiles. Unos cuantos años de escolarización y no se arrojarían al suelo para adorar al primer tipo con los pies verdes que se les pusiera por delante. Y también quería hacer algo respecto a la arquitectura…»

Los últimos resplandores se fueron esfumando del cielo como si la luz fuera acero que se enfría, y la pirámide pareció hacerse aún más grande de lo que ya era. Si tuvieras que diseñar algo que produjese una impresión de masa clarísima e inconfundible acabarías optando por una pirámide así. Teppic vio una multitud de siluetas congregadas a su alrededor, pero la luz grisácea era tan débil que no consiguió identificarlas.

Sus ojos recorrieron el mar de cuerpos arrodillados o acostados sobre el suelo hasta que localizaron un uniforme de la guardia del palacio.

—Eh, tú, levántate —ordenó. El guardia le contempló con expresión horrorizada, pero se fue incorporando lentamente.

—¿Qué está pasando aquí?

—Oh, monarca que eres señor de…

—Creo que no tenemos tiempo para esas formalidades —le interrumpió Teppic—. Ya sé quién soy, ¿de acuerdo? Sólo quiero saber qué está ocurriendo.

—¡Hemos visto caminar a los muertos, oh rey! Los sacerdotes han ido a hablar con ellos.

—¿Que los muertos caminaban?

—Sí, oh rey.

—Oh. Bueno… Gracias. Has sido muy claro y conciso. No es que la información me haya servido de mucho, pero al menos era clara y concisa… ¿Hay alguna embarcación cerca?

—Los sacerdotes se las llevaron todas, oh rey.

Un rápido vistazo bastó para informar a Teppic que el guardia estaba diciendo la verdad. Los atracaderos cercanos al palacio solían estar llenos de embarcaciones, pero ahora todos se hallaban vacíos. Teppic clavó los ojos en el agua y el agua reaccionó desarrollando dos ojos y un hocico muy largo, como si quisiera recordarle que nadar en el cauce del Djel era algo tan factible como clavar la niebla a una pared.

Teppic volvió la cabeza hacia la multitud. Todos los presentes le estaban observando con expresión expectante, y todos parecían convencidos de que Teppic sabría sacarles de aquel lío.

Teppic les dio la espalda. Se volvió hacia el río, extendió las manos delante de él, juntó las palmas y las fue separando con una gran lentitud.

Hubo un ruido de succión considerablemente húmeda y las aguas del Djel le abrieron un camino. La multitud dejó escapar un suspiro ahogado, pero su asombro no era nada comparado con la perplejidad de la docena de cocodrilos que se encontraron intentando nadar en tres metros de vacío.

Teppic corrió hacia la orilla y avanzó por encima de la gruesa capa de fango yendo de un lado a otro para esquivar las colas que se movían locamente intentando alcanzarle mientras los reptiles caían pesadamente sobre el fondo del río.

Las murallas de color kaki del Djel se alzaban a cada lado, y era como si estuviese corriendo por un callejón oscuro y muy húmedo. Aquí y allá había fragmentos de huesos, escudos viejos, trozos de lanza y los costillares de las embarcaciones que se habían hundido en el río. Teppic saltó y corrió a toda velocidad por entre los escombros de los siglos.

Un cocodrilo gigantesco se movió perezosamente por delante de él emergiendo del muro de agua, se debatió frenéticamente en el aire y se desplomó sobre el barro. Teppic le pisoteó el hocico y siguió corriendo.

Los ciudadanos más rápidos de reflejos ya habían reaccionado ante el espectáculo de las criaturas aturdidas que se agitaban debajo de ellos y estaban empezando a buscar piedras. Los cocodrilos habían sido los amos indiscutidos del río desde el origen de los tiempos, pero los ciudadanos parecían opinar que si había una posibilidad de cobrarse parte de las cuentas pendientes en unos minutos era indudable que valía la pena aprovecharla.

El sonido de los monstruos del río iniciando el largo viaje que terminaría convirtiéndoles en bolsos y monederos empezó a alzarse detrás de Teppic justo cuando iniciaba la ascensión por los barrizales de la orilla opuesta.

Una hilera de antepasados se extendía a lo largo de la cámara, seguía por el pasadizo sumido en las tinieblas y terminaba desperdigándose sobre la arena. La hilera estaba saturada de murmullos que iban y venían en ambas direcciones, un sonido curiosamente reseco y marchito que hacía pensar en el viento moviendo un fajo de hojas de papel muy viejo.

Dil estaba acostado sobre la arena y Gern le daba aire en la cara con un trapo.

—¿Qué están haciendo? —murmuró Dil.

—Están leyendo las inscripciones —respondió Gern—. ¡Tendríais que verlo, maese Dil! El que se encarga de leerlas es… bueno, podría decirse que está prácticamente…

—Sí, sí, te entiendo —dijo Dil intentando incorporarse—. No te esfuerces.

—¡Tiene más de seis mil años! Y su nieto le escucha, y le cuenta lo que ha dicho a su nieto, y éste se lo pasa a su ni…

—Sí, sí, todos…

—Y esto también dijo Khuft al Primero: ¿Qué podemos darte a Ti, que nos has Enseñado el Camino y Lo Que Ha De Hacerse? —dijo Teppicamón, [28] Pero no inmediatamente, claro está, pues los mensajes cambian al ser repetidos y algunos antepasados tenían ciertas dificultades para vocalizar y otros estaban intentando ayudar lo más posible y colaboraban añadiendo lo qué creían que eran palabras perdidas a lo largo de la cadena. Originalmente el mensaje recibido por Teppicamón empezaba así: «La tía estaba esposada a la cama y tenía sed.» que estaba al final de la hilera de antepasados—. Y el Primero habló, y Esto es lo que dijo: Construidme una Pirámide para que pueda Descansar, y Construidla de estas Dimensiones para que sea Justa y Adecuada, y así se hizo, y el Nombre del Primero era…

Pero no hubo ningún nombre, sólo un burbujeo de voces irritadas, discusiones y maldiciones milenarias que se fue extendiendo por la hilera de antepasados resecos moviéndose tan deprisa como una chispa que corre a lo largo de un reguero de pólvora. Hasta que llegó a Teppicamón, quien explotó.

El sargento efebense estaba sudando tranquilamente en la sombra cuando vio lo que una parte de su ser había estado esperando que aparecería de un momento a otro y lo que la totalidad de su ser llevaba bastante rato temiendo ver. Una columna de polvo acababa de asomar sobre el horizonte.

El grueso de las fuerzas de Espadarta iba a llegar primero.

Se puso en pie, saludó a su contrafigura espadartana con un asentimiento de cabeza impecablemente profesional y contempló a los dos puñados de hombres que estaban a sus órdenes.

—Necesito un mensajero para que… eh… para que vaya a la ciudad llevando un mensaje —dijo.

Un bosque de manos salió disparado hacia el cielo. El sargento suspiró y acabó escogiendo al joven Autoclave, más que nada porque sabía que echaba de menos a su mamá.

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