Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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Todos los ojos se volvieron hacia la lejana mancha de tinta que era la orilla.

Las legiones de los monarcas de Djelibeibi se habían puesto en movimiento.

Avanzaban tambaleándose y tropezando, pero cubrían terreno con mucha rapidez. Había pelotones, batallones enteros de momias. Ya no necesitaban el mazo de Gern.

—Debe de ser cosa del adobo —dijo el faraón mientras observaba cómo las manos vendadas de media docena de antepasados arrancaban un sello incrustado en la piedra—. Te hace más correoso.

Algunos de los antepasados más viejos se dejaban llevar por el entusiasmo y atacaban las mismísimas pirámides con tanto vigor que lograban mover bloques de piedra más altos que ellos. El faraón no les culpaba. Qué terrible era estar muerto y saber que lo estabas, y que pasarías toda le eternidad encerrado en las tinieblas…

«Nunca me meterán dentro de una de esas cosas», se prometió.

La marea de las momias llegó a otra pirámide. La pirámide era una estructura pequeña, oscura y no muy alta, medio enterrada en las dunas de arena acumulada por el viento, y los peñascos de bordes toscamente redondeados que la formaban apenas si habían conocido las manos de los canteros. Estaba claro que había sido edificada mucho antes de que el Reino dominara el arte de construir pirámides, y más que una pirámide parecía un montón de rocas.

Tallados sobre el umbral se veían los jeroglíficos angulosos y profundos del Reino Primordial: KHUFT ME MANDÓ ERIGIR. LA PRIMERA.

Varios antepasados fueron hacia ella.

—Oh, oh —dijo el faraón—. Quizá estemos yendo demasiado lejos.

—La Primera… —murmuró Dil—. La Primera de todo el Reino… Antes de que se construyera no había nadie; sólo hipopótamos y cocodrilos. Setenta siglos nos contemplan desde el interior de esa pirámide. Es más vieja que cualquier…

—Sí, sí, de acuerdo —le interrumpió Teppicamón—. No creo que haya ninguna razón para ponerse lírico, ¿entendido? Fue un hombre, igual que todos nosotros.

—Y Khuft el camellero contempló el valle… —empezó a salmodiar Dil.

—Et tras llevar siete milenarios de años dentro cierto estoy de que apetecerale volver a contemplarlo, et mucho —dijo secamente Eskh-aler-atep.

—Aun así… —murmuró el faraón—. No sé, me parece un poco…

—Toda la caravedalia igual est —dijo Eskh-aler-atep—. Tú, zagal. Llámale et despabílale.

—¿Quién, yo? —balbuceó Gern—. Pero él fue el Pri…

—Sí, sí, ya hemos hablado de todo eso —le cortó Teppicamón—. Vamos, hazlo. Todo el mundo se está impacientando, y supongo que él también.

Gern puso los ojos en blanco y levantó el mazo. Se disponía a hacerlo caer sobre el sello con un silbido cuando Dil echó a correr hacia adelante haciendo que Gern bailoteara locamente sobre sus pies para no enterrar el mazo en la cabeza de su maestro gremial. Gern logró salir vencedor de su lucha contra la inercia, pero el esfuerzo estuvo a punto de tener graves consecuencias para su ingle.

—¡Está abierta! —exclamó Dil—. ¡Mirad! ¡El sello gira a un lado con solo tocarlo!

—¿Acaso pretendieres decirnos por ventura que non se halla en su morada?

Teppicamón dio un paso tambaleante hacia adelante, se agarró a la puerta de la pirámide y descubrió que no costaba nada moverla. Después examinó la piedra que había debajo. Estaba medio cubierta de polvo y arena, pero no cabía duda de que alguien se había ocupado de mantener despejado un camino que conducía hasta el interior de la pirámide. Y la piedra estaba muy desgastada, como si hubiera soportado el roce de muchos pies…

Y, naturalmente, eso indicaba que en aquella pirámide estaba ocurriendo algo muy raro. Después de todo, lo habitual era que cuando habías entrado en una pirámide ya no volvieras a salir jamás de ella.

Las momias examinaron la piedra de la entrada e intercambiaron crujidos de sorpresa. Una de las más viejas —un montón de vendajes tan antiguos que apenas conseguían mantenerse unidos—, emitió un ruido idéntico al de una colonia de termitas que por fin consigue adueñarse de la última rama intacta de un árbol.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Teppicamón.

La momia de Eskh-aler-atep se encargó de traducírselo.

—Ha proclamado et afirmado que esto parécele Espeluznante et un tanto Misterioso —graznó.

El difunto faraón asintió.

—Voy a echar un vistazo. Eh, los vivos, venid conmigo.

Dil se puso pálido.

—Oh, venga, hombre —dijo secamente Teppicamón mientras abría la puerta—. Oye, yo no estoy asustado. Demuestra que tienes redaños. Nosotros ya nos hemos despedido de ellos, pero no lo estamos haciendo tan mal, ¿verdad?

—Pero necesitaremos un poco de luz —protestó Dil.

Las momias más cercanas se apresuraron a retroceder tambaleándose en cuanto Gern sacó su cajita de yesca y pedernal del bolsillo y la ofreció tímidamente a su maestro.

—Necesitaremos algo para quemar —dijo Dil. Las momias retrocedieron un par de pasos más y empezaron a murmurar entre ellas.

—Ahí dentro hay antorchas —dijo Teppicamón. Su voz sonaba ligeramente ahogada—. Tú te encargarás de mantenerlas alejadas de mí, muchacho.

Era una pirámide muy pequeña desprovista de laberinto y de trampas, y sólo consistía en un pasadizo que iba ascendiendo. Los embalsamadores siguieron al faraón temblando y esperando ver horrores innombrables saltando sobre ellos en cualquier momento, y el trío acabó llegando a una pequeña cámara cuadrada que olía a arena. El techo estaba ennegrecido por el hollín.

No había sarcófago ceremonial, ataúd ni terrores nombrables o innombrables. El centro de la cámara estaba ocupado por un bloque de piedra sobre el que se veían una manta y una almohada.

Ni la manta ni la almohada tenían un aspecto particularmente antiguo. Casi resultaba decepcionante.

Gern miró a su alrededor.

—No está nada mal, ¿eh? —dijo—. Parece muy cómodo.

—No —dijo Dil.

—¡Eh, señor rey, venid a ver! —exclamó Gern, y trotó hacia uno de los muros de la cámara—. Fijaos. Alguien ha estado haciendo señales en la pared. Fijaos en todas esas rayitas…

—Y en ésta —dijo el faraón—, y en el suelo también. Alguien ha estado contando. Hay una rayita encima de cada grupo de diez rayitas, ¿veis? Alguien ha estado contando cosas. Montones de cosas…

Se echó hacia atrás.

—¿Qué cosas ha contado? —preguntó Dil mirando por encima de su hombro.

—Es muy extraño —murmuró el faraón, y se inclinó hacia adelante—. Apenas se pueden distinguir las inscripciones que hay debajo.

—¿Podéis leerlas, rey? —preguntó Gern dando muestras de lo que a Dil le pareció un entusiasmo totalmente innecesario.

—No. Están en uno de los dialectos más viejos. No consigo distinguir ni un bendito jeroglífico —dijo Teppicamón—. No me extrañaría que ya no hubiese ninguna persona capaz de leerlas.

—Qué pena —dijo Gern.

—Cierto —dijo el faraón, y suspiró.

El trío se sumió en un silencio bastante lúgubre y contempló las inscripciones durante unos momentos.

—Quizá podríamos hablar con los muertos para averiguar si hay alguno que sea capaz de leerlas —dijo Gern de repente.

—Eh… Gern —dijo Dil dando un paso hacia atrás.

El faraón se inclinó hacia Gern y le dio una palmada en la espalda. El aprendiz se tambaleó y estuvo a punto de caerse de narices.

—¡Una idea condenadamente inteligente! —exclamó—. Bastará con traer aquí a uno de los antepasados realmente antiguos y… —Se quedó callado y se le encorvaron los hombros—. No servirá de nada. Nadie podrá comprenderle.

—¡Gern! —exclamó Dil.

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