Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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Dios no tardó en descubrir que las divinidades tienen otro grave defecto: son unas desagradecidas.

Teppicamón sintió cómo el poder que le envolvía se iba debilitando a medida que Dios desviaba su atención hacia los asuntos eclesiásticos más apremiantes. Volvió la cabeza hacia la minúscula silueta que había recorrido la mitad de la cara de la pirámide y vio cómo vacilaba.

El resto de los antepasados también lo vio y reaccionó como un solo cadáver. Sabían lo que tenían que hacer. Dios podía esperar.

Aquello era un asunto de familia.

Teppic oyó cómo la empuñadura del cuchillo se partía con un chasquido debajo de su pie, se deslizó unos centímetros hacia abajo y acabó quedando inmóvil suspendido de una mano. Había conseguido clavar otro cuchillo por encima de su cabeza pero… No, no iba a servirle de nada. No podía llegar hasta él. A efectos prácticos era como si sus brazos se hubieran convertido en dos trozos de cuerda empapada. Si desplegaba los miembros al máximo durante su deslizamiento por la cara de la pirámide quizá conseguiría reducir la velocidad lo suficiente para…

Miró hacia abajo y vio a los escaladores que venían hacia él, una extraña marea que se movía rápidamente hacia arriba.

Los antepasados subían por la cara de la pirámide sin hacer ningún ruido y se deslizaban como insectos. Cada nueva hilera ocupaba su posición sobre los hombros de la generación que tenía debajo, y después los más jóvenes trepaban hasta quedar por encima de ella. Manos huesudas agarraron a Teppic, la ola de momias se rompió a su alrededor y su cuerpo fue medio empujado medio izado a lo largo de las losas de mármol. Voces que recordaban al crujir de los sarcófagos resonaron en sus oídos gimiendo palabras de ánimo.

—Bien hecho, chico —graznó una momia que estaba empezando a desintegrarse mientras le colocaba sobre su hombro—. Me recuerdas a mí cuando estaba vivo. Tuyo, hijo.

—Ya lo tengo —dijo el cadáver de encima tirando de Teppic sin ninguna dificultad con un solo brazo—. Así me gusta, muchacho… El viejo espíritu indomable de la familia, ¿eh? Tu tío tatarabuelo te desea lo mejor, aunque supongo que no te acordarás de mí. Marchando hacia arriba…

Otros antepasados pasaron junto a Teppic dejándole atrás mientras él iba siendo transmitido de una mano a otra. Dedos muy viejos capaces de ejercer tanta presión como si fuesen de acero tiraron de él y fueron llevándole hacia las alturas.

La pirámide se iba estrechando.

Ptaclusp lo observaba todo desde abajo con expresión pensativa.

—Menuda fuerza laboral —dijo—. Quiero decir que… ¡Caray, pero si los de la base están aguantando todo el peso!

—Papá, creo que será mejor que huyamos —dijo Ptaclusp IIb—. Esos dioses están cada vez más cerca.

—¿Crees que podríamos contratarles? —preguntó Ptaclusp sin hacer ningún caso de su advertencia—. Están muertos. No creo que quieran cobrar un sueldo muy alto, y…

—¡Papá!

—Sería algo así como una auto-construcción de…

—Dijiste que se acabaron las pirámides, papá. Dijiste que nunca más, ¿lo recuerdas? ¡Y ahora, vamos!

Teppic logró llegar a la cima de la pirámide ayudado por los dos últimos antepasados. Uno de ellos era su padre.

—Por cierto, creo que no conociste a tu bisabuela —dijo Teppicamón señalando a la otra figura envuelta en vendajes que le había izado hasta allí.

La momia saludó a Teppic con una amable inclinación de cabeza y Teppic abrió la boca.

—No hay tiempo —dijo su bisabuela—. Lo estás haciendo muy bien, jovencito.

Teppic volvió la cabeza hacia el sol. El sol era un profesional con milenios de veteranía en el oficio, y escogió aquel preciso instante para precipitarse sobre el horizonte. Los dioses ya habían cruzado el río, y lo único que frenaba su avance era su tendencia a empujarse y ponerse zancadillas los unos a los otros, pero a pesar de eso los primeros ya empezaban a tambalearse por las calles de la necrópolis. Unos cuantos permanecían inclinados sobre el punto donde había estado Dios.

Los antepasados se dejaron caer y fueron resbalando a lo largo de la pirámide tan deprisa como habían subido por ella dejando a Teppic solo sobre unos pocos metros cuadrados de roca.

Un par de estrellas asomaron en el firmamento.

Los antepasados se apresuraron a dispersarse para cumplir con algún quehacer secreto, y Teppic vio un torrente de siluetas blancas que avanzaban hacia la ancha banda que era el río tambaleándose con una sorprendente velocidad.

Los dioses ya habían dejado de interesarse por el gran sacerdote, aquel extraño humano diminuto del palito y la voz cascada. El dios más cercano —una criatura con cabeza de cocodrilo—, entró en la plaza que se extendía debajo de la pirámide, contempló a Teppic durante unos momentos, entrecerró los ojos y extendió un brazo hacia él. Teppic buscó a tientas un cuchillo preguntándose qué modelo sería el más adecuado para los dioses…

Y las pirámides esparcidas a lo largo del Djel empezaron a iluminarse para descargar la mísera cosecha de tiempo que habían acumulado…

Los sacerdotes y los antepasados huyeron a la carrera en cuanto el suelo empezó a temblar. Incluso los dioses pusieron cara de sorpresa.

IIb agarró a su padre del brazo y empezó a tirar de él.

—¡Vamos! —le gritó acercando la boca a su oreja—. ¡No podemos estar aquí cuando descargue! ¡Si nos quedamos tendrán que acostarnos en un colgador de ropa!

Unas cuantas pirámides más emitieron sus descargas, unos chispazos muy débiles que apenas resultaban visibles y se confundían con los restos de claridad dejados por el crepúsculo.

—¡Papá, ya te he dicho que tenemos que irnos!

Ptaclusp fue arrastrado sobre las losas sin apartar la mirada de la impresionante masa de la Gran Pirámide.

—Aún hay alguien ahí —dijo—. Mira. Y señaló hacia la silueta que se alzaba en el centro de la plaza.

IIb forzó la vista intentando ver algo en la creciente penumbra.

—No es más que Dios, el gran sacerdote —dijo por fin—. Supongo que debe de estar planeando algo y ya sabes que siempre es mejor no meterse en los asuntos de los sacerdotes, y… ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?

El dios con cabeza de cocodrilo movió su hocico de un lado a otro intentando centrar la mirada en Teppic sin gozar del beneficio de la visión binocular. Visto tan de cerca su cuerpo parecía ligeramente transparente, como si alguien hubiera esbozado todas las líneas de un dibujo y se hubiera hartado de él antes de que llegara el momento de hacer el sombreado. El dios pisó una tumba de pequeño tamaño y la redujo a polvo.

Una mano que parecía un haz de canoas terminadas en garras quedó suspendida sobre Teppic. La pirámide tembló y la piedra que había debajo de sus pies parecía estar un poco más caliente que antes, pero aparte de eso la inmensa estructura se abstuvo de dar ninguna señal de que quisiera descargar la energía que había acumulado.

La mano descendió. Teppic se dejó caer sobre una rodilla y, más por desesperación que por otra cosa, alzó el cuchillo por encima de su cabeza sosteniéndolo con las dos manos.

La luz se reflejó durante un momento en la punta del cuchillo y la Gran Pirámide descargó su energía.

Empezó haciéndolo en el más absoluto silencio enviando hacia los cielos un chorro de llamas que eran una pura tortura para los ojos y que convirtieron todo el reino en un zigzagueo de sombras negras y luz blanca, unas llamas que podrían haber transformado a cualquier observador no sólo en columna de sal sino en todo un juego de especias selectas. La luz explotó como un diente de león que se desintegra en el aire, y el estallido resultó tan silencioso como el de la luz de las estrellas y tan terriblemente intenso como el de una supernova.

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