– Haz que barran las cenizas y las esparzan en el agua -ordenó con voz cavernosa.
Alejandro insistió en hacerlo él, agachándose en el interior de de la chimenea aún caliente con una escobilla de sauce y un recogedor.
– Cuánta ceniza -murmuró, olvidándose de mi presencia-. Toda esa leña, supongo. Lo de Uzra no puede ser más que un puñado.
En aquel momento, la escobilla tocó algo sólido y Alejandro metió la mano, buscando entre las cenizas. Encontró un objeto chamuscado, un fragmento de hueso.
– ¿Debería guardar esto? ¿Para Adair? Puede que algún día se alegre de tenerlo. Con estas cosas se hacen talismanes poderosos -musitó, mientras le daba vueltas como si fuera una rareza. Pero al final lo dejó caer en el cubo-. Creo que no, después de todo.
Después de aquello, Adair se distanció del resto de nosotros. Se quedó en su habitación todo el día y la única visita que quiso recibir fue la del abogado, el señor Pinnerly, quien acudió presuroso al día siguiente con un montón de papeles que se salían de su abarrotada cartera. Se marchó una hora después, con la cara tan roja como si hubiera corrido un par de kilómetros campo a través. Lo intercepté junto a la puerta, expresando preocupación por su rostro acalorado y ofreciéndome a llevarle alguna bebida fresca.
– Es muy amable -dijo. Dio un trago de limonada y se enjugó la frente-. Me temo que no puedo quedarme mucho. Su señor tiene unas expectativas exageradamente altas acerca de lo que un simple abogado puede conseguir. Yo no puedo dominar el tiempo y hacer que baile a mi son -refunfuñó, y después advirtió que los papeles amenazaban con salir volando de su cartera y se dedicó a colocarlos en su sitio.
– ¿De verdad? Sí que es exigente, pero me atrevería a decir que usted parece lo bastante inteligente para resolver la tarea que Adair le haya encomendado -dije, adulándole sin el menor tapujo-. Así que dígame qué milagro espera de usted.
– Una serie de transferencias de dinero muy complicadas, en las que intervienen bancos europeos, algunos en ciudades de las que yo nunca había oído hablar -dijo, y después pareció que se lo pensaba mejor antes de admitir que tenía dificultades ante un miembro de la familia de su cliente-. Bah, no es nada, no me haga caso. Es simplemente que estoy cansadísimo, querida. Todo se hará como él desea. No preocupe su linda cabecita con estas cuestiones. -Me palmeó la mano de una manera tan paternalista que me dieron ganas de apartarla de un golpe. Pero así no obtendría lo que quería saber.
– ¿Eso es todo? ¿Mover dinero de un sitio a otro? Seguro que un hombre tan inteligente como usted es capaz de hacer esas cosas con un solo dedo. -Subrayé mis palabras con un gesto obsceno hecho con el dedo meñique y una insinuación de la boca, un gesto que les había visto hacer a los chicos que vendían su cuerpo y que enviaba un mensaje inconfundible a la mayoría de los hombres; seguro que así captaría su atención. Y me la dedicó. La discreción pareció que se le escapaba por los oídos, como el serrín de un muñeco roto, y me miró con la boca abierta. Si todavía no había sospechado que aquella era una casa de putas lameculos, en aquel momento lo supo con seguridad.
– Querida, eso que ha hecho…
– ¿Qué más le ha pedido Adair? Seguro que nada que le tenga ocupado por la noche. Nada que le impida, digamos, recibir una visita…
– Pedía billetes para la diligencia de mañana a Filadelfia -dijo con prisa-, y yo le he explicado que era totalmente imposible. Así que ahora tengo que alquilarle un coche privado.
– ¡Para mañana! -exclamé-. Qué pronto se marcha.
– Y no la lleva con él, querida. No. ¿Ha estado alguna vez en Filadelfia? Es una ciudad extraordinaria, mucho más animada, a su manera, que Boston, y no es la clase de sitio que, por ejemplo, la señora Pinnerly debería visitar. Tal vez yo podría enseñársela.
– ¡Espere! ¿Cómo sabe que yo no viajaré con él? ¿Se lo ha dicho?
El abogado me dedicó una sonrisa complacida.
– Eh, no se precipite. No es que se fugue con otra mujer. Va con un hombre, el feliz beneficiario de todas esas malditas transferencias de dinero. Si su señor me consultara a mí, yo le aconsejaría que se limitara a adoptar a ese individuo, porque sería más fácil a largo plazo…
– ¿Jonathan? -pregunté. Deseaba zarandear al abogado por los hombros para que dejara de parlotear, para sacarle el nombre de la boca, como si fuera un caracol que se resiste a salir de su caparazón-. Quiero decir Jacob. ¿Jacob Moore?
– Sí, ese es el nombre. ¿Lo conoce? Va a ser un hombre muy rico, se lo puedo asegurar. Si no importa que le diga esto, tal vez debería considerar echarle el ojo a ese señor Moore antes de que se corra la voz… -Con esta suposición de mis intenciones, Pinnerly se había metido en un callejón sin salida y fue divertido ver cómo intentaba salir del paso. Carraspeó-. Eso no quiere decir que yo imagine ni por un segundo que usted… y el beneficiario del conde… Pido disculpas. Creo que me he extralimitado…
Crucé las manos recatadamente.
– Creo que sí.
Me devolvió el vaso y recogió su cartera.
– Por favor, créame cuando le digo que hablaba en broma, señorita. Confío en que no le irá al conde con ninguna mención de…
– ¿De su indiscreción? No, señor Pinnerly. Si soy algo, es discreta.
Vaciló.
– ¿Y supongo que ese asunto de una visita a medianoche…?
Negué con la cabeza.
– Eso es implanteable.
Me dirigió una mirada angustiada, a mitad de camino entre el arrepentimiento y el deseo, y después salió a toda prisa de la peculiar casa de su cliente más extravagante, feliz (estoy segura) de alejarse de nosotros.
Parecía que se estaban transfiriendo sumas asombrosas de dinero a cuentas abiertas a nombre de Jonathan, y el fatídico viaje a Filadelfia comenzaría al día siguiente. Adair estaba listo para hacer su jugada, y aquello significaba que ya no me quedaba tiempo… y tampoco a Jonathan. Tenía que actuar ya o pasar el resto de la eternidad lamentándome.
Fui a ver a Edgar, el mayordomo jefe, el encargado de supervisar a los demás sirvientes y gestionar los asuntos de la casa. Edgar tenía un carácter receloso y astuto, como todos los que habían encontrado un sitio en aquella casa, desde el señor hasta el último sirviente, lo que quería decir que no se podía confiar en que hiciera su trabajo muy bien, sino solo de un modo aceptable. Es un rasgo terrible en un sirviente si quieres que tu hogar funcione como es debido, pero es la actitud perfecta en una casa donde las normas y los escrúpulos no tienen cabida.
– Edgar -dije, y junté las manos con afectación como una buena señora de la casa-. Hay que hacer unos arreglos en la bodega y a Adair le gustaría que se llevaran a cabo mientras él está fuera. Manda a alguien a buscar al albañil… Y que traigan una carretilla de piedras y otra de ladrillo, y las lleven al sótano esta tarde. Dile que todo debe estar preparado para empezar a trabajar en cuanto el conde se haya marchado de viaje. Le pagaremos el doble si hace lo que se le dice. -Como Edgar me miraba con recelo (la bodega había estado hecha una ruina desde que nosotros habitábamos la mansión. ¿Por qué tanta prisa ahora?), añadí-: Y no hace falta que molestes a Adair con eso ahora; se está preparando para su viaje. Me ha encomendado esta tarea en su ausencia y espero que se lleve a cabo. -Yo podía ser despótica con la servidumbre; Edgar sabía que no debía contrariarme. Dicho aquello, di media vuelta y me alejé caminando lo más airosamente que pude para poner en marcha el siguiente paso de mi plan.
A la mañana siguiente, toda la casa estaba atareada con los preparativos para el viaje de Adair. Se había pasado la mañana reuniendo la ropa que iba a llevarse, y después había ordenado a los sirvientes que hicieran el equipaje y lo cargaran en el coche alquilado. Jonathan se había encerrado en su habitación, y se suponía que también estaba haciendo el equipaje para el viaje, pero yo sentía que no estaba convencido de ir y que se avecinaba una pelea.
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