– ¿Te ha visto alguien? -pregunté, y él negó con la cabeza.
Le conduje a través del intrincado laberinto hasta el nivel más bajo del sótano, la especie de cueva donde se guardaba el vino. Aquella bodega era muy parecida a las mazmorras de un castillo, aislada del resto de las estancias del sótano, tapizada con gruesas capas de tierra y piedra para mantener el vino a temperatura constante. Encontré un nicho en el fondo mismo, una pequeña celda sin ventanas horadada en los sólidos cimientos de piedra de la mansión. Parecía una ampliación a medio terminar de la bodega del vino, con ladrillos y maderos tirados por el suelo. Los ladrillos y las piedras entregados el día anterior estaban apilados en el suelo, junto con un cubo de argamasa tapado con una tela mojada, que ya estaba casi seca. Jonathan miró todo aquello y después a mí, adivinando al instante el propósito de los materiales, y luego dejó caer el cuerpo de Adair en el frío y húmedo suelo de tierra. Sin decir palabra, se quitó la levita y se arremangó.
Le hice compañía a Jonathan mientras él cerraba la pequeña abertura que servía de entrada a la celda. Primero, ladrillo; después, hilada tras hilada de piedras para que la abertura desapareciera en la sólida pared. Jonathan realizaba su tarea en silencio, colocando las piedras en su sitio con golpes del mango de la paleta, recordando el trabajo que había hecho de niño, mientras yo vigilaba la oscura figura de Adair, que era un simple bulto oscuro en el suelo de la celda.
Al llegar la hora en que Adair tenía previsto partir, subí con sigilo y despedí al carruaje, diciéndole al cochero que los viajeros habían cambiado de parecer, pero que querían que el equipaje se llevara a sus alojamientos como estaba planeado. Después le dije como de pasada a Edgar que el señor había salido de viaje un poco antes de lo previsto para evitar alborotos, pues deseaba marcharse discretamente. Las habitaciones vacías de Adair y de Jonathan parecían confirmar mis palabras, y Edgar se limitó a encogerse de hombros y a volver a sus tareas; supuse que les contaría lo mismo a los otros si le preguntaban.
Jonathan seguía trabajando, deteniéndose cada vez que percibíamos algún movimiento cerca. En general, aquel profundo subterráneo estaba en completo silencio, y oíamos poca agitación procedente de las plantas ocupadas, aunque cómo podíamos oír, con los almacenes situados entre la planta baja y la bodega del vino. Aun así, estaba nerviosa, segura de que los otros irían a buscarme. Quería terminar con aquel horrible acto. «El hombre que está en la celda es un monstruo», me decía una y otra vez para aliviar mi creciente sentimiento de culpa. No era el hombre que yo había conocido.
– Date prisa, por favor -murmuré desde la vieja cuba en la que estaba.
– Se hace lo que se puede, Lanny -dijo Jonathan por encima del hombro, sin reducir su ritmo-. Tus venenos…
– ¡Míos, no! ¡Por lo menos, no solo míos! -grité, y bajé de un salto de la cuba.
– El veneno dejará de hacer efecto tarde o temprano. Los nudos pueden aflojarse y la mordaza soltarse, pero esta pared no debe fallar. Tiene que ser tan fuerte como podamos hacerla.
– Muy bien.
Andaba de un lado para otro mientras me retorcía las manos. Sabía que la pócima no podía matar a Adair, aunque hubiera sido veneno, pero tenía la esperanza de que lo dejara dormido para siempre o hubiera causado algún daño a su cerebro, de modo que nunca fuera consciente de lo que le había ocurrido. Porque no era un ser mágico, ni un demonio ni un ángel. No podía conseguir que los nudos se deshicieran solos ni traspasar las paredes como un fantasma, como tampoco podía hacerlo yo. Lo cual significaba que con el tiempo se despertaría en la oscuridad y no podría quitarse la mordaza de la boca, ni gritar pidiendo auxilio… y quién sabía cuánto tiempo se quedaría allí, enterrado vivo.
Esperé un momento a nuestro lado de la pared de piedra, para ver si sentía la familiar vibración de la presencia de Adair, pero no la sentí. Se había esfumado. Puede que solo hubiera desaparecido porque Adair estaba profundamente narcotizado. Era posible que la volviera a sentir cuando él recobrara el conocimiento. Y qué tortura sería sentir su agonía viva en mí, día tras día, y no poder hacer nada al respecto… No sabría decirte cuántas noches he pensado en lo que le hice a Adair, y ha habido ocasiones en las que estuve tentada de deshacer lo que le había hecho, si hubiera podido. Pero en aquellos momentos no podía permitirme pensar en ello. Era demasiado tarde para sentir piedad y remordimiento.
Jonathan se escabulló aquella noche mientras los demás estaban fuera en una de sus juergas habituales. Recibí un anticipo de las discusiones que iba a tener con Jonathan cuando, después de salir a la calle, se volvió hacia mí y me dijo:
– Ahora podemos volver a Saint Andrew, ¿no?
– Saint Andrew es el último sitio al que podemos ir, porque allí precisamente es donde nos descubrirían primero. Nunca nos haremos viejos, nunca enfermaremos. Toda esa gente con la que quieres volver acabaría mirándote con horror. Llegarían a tenerte miedo. ¿Es eso lo que quieres? ¿Cómo nos explicaríamos? No podemos, y el reverendo Gilbert seguro que nos haría juzgar por brujería.
Se le nubló la expresión al escuchar esto, pero no dijo nada.
– Tenemos que desaparecer. Debemos ir a donde nadie nos conozca… y estar preparados para marcharnos en cualquier momento. Has de confiar en mí, Jonathan. Tienes que apoyarte en mí. Ahora solo nos tenemos el uno al otro.
Él no discutió; me besó en la mejilla y se dirigió a la posada donde pensábamos encontrarnos al día siguiente.
Por la mañana, les dije a los otros que me iba a marchar para reunirme con Adair y con Jonathan en Filadelfia. Cuando Tilde arqueó una ceja sospechando algo, utilicé con ella las palabras de Adair, diciéndole que él no podía soportar sus miradas acusadoras por lo que le había hecho a Uzra, y que si ellos no eran capaces de perdonarle, yo sí lo había hecho. Después fui a ver a Pinnerly para pedirle la lista de cuentas abiertas a nombre de Jonathan. Aunque el abogado se resistió a entregarme documentos privados de Adair, una sesión de no más de diez minutos sobre mis rodillas en el cuarto de atrás fue suficiente para que cambiara de parecer, y ¿qué eran diez minutos más de prostitución a cambio de un futuro económico seguro? Estaba convencida de que Jonathan me perdonaría y, de todas maneras, nunca se iba a enterar.
Los otros no me dijeron a la cara lo que pensaban, pero se mostraban escépticos y recelosos, y se reunían en los rincones y en descansillos a oscuras para murmurar entre ellos. Aun así, al final se marcharon a sus habitaciones o a ocuparse de otros asuntos, dejándome vía libre para introducirme en el despacho. Jonathan y yo necesitábamos dinero para huir, al menos hasta que tuviéramos acceso a los fondos que el propio Adair había preparado… para su propio futuro, claro.
Me llevé una sorpresa al ver a Alejandro sentado y abatido tras la mesa, con la cabeza entre las manos. No obstante, me miró con indiferencia mientras yo sacaba dinero de la caja de Adair y me lo guardaba en un bolso. Era natural que le llevara más fondos a Adair para gastar durante su viaje. Pero Alejandro torció la cabeza con curiosidad al verme descolgar de la pared el retrato de Jonathan. Era el único objeto que yo no era capaz de dejar allí. Quité el respaldo del marco y, poniendo un papel de seda encima del dibujo y una gamuza debajo, lo enrollé cuanto pude y lo sujeté con una cinta de seda roja.
– ¿Para qué te llevas el dibujo?
– Voy a ver a un pintor en Filadelfia. Adair quiere presentárselo a Jonathan; quiere que haga un cuadro a partir de este, aunque él no pose…
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