Alma Katsu - Inmortal

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¿Para qué usaríamos la inmortalidad? Una historia de amor y venganza a través de los siglos, con Maine, Boston, París y
Hungría como telón de fondo.
En St. Andrews, un pequeño pueblo de Maine, ingresa en urgencias una joven acusada de haber matado a un hombre. Luke, el médico de guardia, un hombre atormentado por demonios interiores tras haber abandonado a esposa e hijas, está dispuesto a escuchar la versión de la bella Lanore. Dice ser una inmortal desde hace doscientos años.
Tiempo atrás, con el corazón roto, Lanore se vio obligada a esconder la vergüenza de un embarazo incómodo lejos de casa, en Boston. Pero antes de llegar al convento, cayó en las garras de un hombre a la vez fascinante y aterrador: Adair, un noble de origen húngaro, que le prometió un mundo de sensualidad y placer ignotos, de poder sin límites… Lanore creyó que si se unía a su séquito recuperaría a Jonathan. Pero ¿a qué precio?
Inmortal es una historia sobre la fuerza del amor, capaz de corromper, capaz de empujarnos a actos terribles en su nombre, y también sobre el valor que requiere sacrificarse por amor y redimirse.

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Me escondí en la despensa con el almirez de la cocinera y molí metódicamente el fósforo hasta reducirlo a polvo. Mientras preparaba las cosas que necesitaba, estaba más nerviosa que nunca, segura de que Adair iba a percatarse de mis emociones y estaría prevenido. La verdad era que no sabía hasta dónde alcanzaban sus poderes, si es que se les podía llamar poderes. Pero había llegado hasta allí y no tenía más remedio que jugarme la vida y la de Jonathan yendo hasta el final.

Para entonces, la casa estaba en silencio y tal vez fuera mi imaginación, pero me parecía que el ambiente estaba cargado de tensas emociones no expresadas: abandono, resentimiento, ira enconada contra Adair por lo que le había hecho a Uzra e incertidumbre por lo que nos esperaba a todos nosotros. Llevando una bandeja con el licor adulterado, pasé ante las puertas cerradas de los dormitorios hasta llegar a los aposentos de Adair, que en aquel momento estaban en silencio desde que los sirvientes se habían llevado los baúles. Llamé una vez y, sin esperar respuesta, empujé la puerta y entré.

Adair estaba sentado en un sillón que había arrimado al fuego, lo cual era insólito, porque normalmente se reclinaba en un montón de cojines. Es posible que se hubiera sentado de manera más formal porque ya estaba vestido para el viaje; es decir, como un perfecto caballero de la época, y no descamisado como era su costumbre. Estaba tieso en su sillón, con pantalones y botas, un chaleco y camisa de cuello alto, ceñida al cuello con una corbata de seda. La levita estaba colgada del respaldo de otro sillón. El traje era de lana gris oscura, con muy pocos bordados y ribetes, mucho más discreto que su vestimenta habitual. No llevaba peluca, pero se había peinado hacia atrás el pelo y se lo había recogido con pulcritud. Tenía una expresión de tristeza, como si se viera obligado a salir de viaje bajo presión y no por voluntad propia. Levantó la mano, y fue entonces cuando vi el narguile a su lado y noté que la habitación olía a dulce humo de opio de la variedad más potente. Aspiraba de la boquilla con las mejillas hundidas y los ojos entrecerrados.

Dejé la bandeja en una mesa cerca de la puerta y me agaché en el suelo junto a él, enredando suavemente mis dedos en los rizos sueltos de su frente, apartándolos.

– Pensé que podríamos pasar un momento juntos antes de que te fueras. He traído algo para beber.

Adair abrió los ojos, despacio.

– Me alegra que estés aquí. Quería explicarte algo sobre este viaje. Debes de estar preguntándote por qué me voy con Jonathan y no contigo… -Dominé el impulso de decirle que ya lo sabía, y esperé a que continuara-. Sé que no puedes soportar estar separada de Jonathan, pero solo lo tendré apartado de ti unos cuantos días -dijo en tono de burla-. Jonathan volverá, pero yo seguiré el viaje. Puede que esté ausente algún tiempo. Necesito estar una temporada solo. Esta necesidad me asalta de vez en cuando… estar a solas con mis pensamientos y mis recuerdos.

– ¿Cómo puedes dejarme así? ¿No me echarás de menos? -pregunté, procurando parecer coqueta.

El asintió.

– Sí, te echaré de menos, pero no se puede evitar. Y por eso viene Jonathan conmigo, así poder explicarle unas cuantas cosas. Él dirigirá la casa mientras yo no esté. Me ha contado que estaba al frente del negocio de su familia y procuraba que las deudas de sus vecinos no arruinaran al pueblo. Llevar las cuentas de una sola casa debería ser fácil para él. He hecho que transfieran todo el dinero a su nombre. Tendrá toda la autoridad; a ti y a los otros no os quedará más remedio que seguir sus órdenes.

Casi sonaba plausible, y durante un fugaz segundo me pregunté si habría juzgado mal la situación. Pero conocía a Adair demasiado bien para creer que las cosas eran tan simples como él las hacía parecer.

– Te traeré una copa -dije, poniéndome en pie.

Había elegido un brandy fuerte, lo bastante para enmascarar el sabor del fósforo. Abajo, en la despensa, había vertido con cuidado el polvo en la botella con un embudo de papel, añadido casi todo un frasco de láudano, puesto el corcho y agitado suavemente el líquido. El polvo había soltado unas cuantas chispas blancas en el aire mientras yo lo manejaba, y recé por que los residuos no fueran visibles en el fondo de la copa de Adair.

Cuando le serví la pócima a Adair, me fijé en unas cuantas cosas colocadas sobre la cómoda, era de suponer que para el viaje. Había un rollo de papel sujeto con una cinta, papel antiguo y áspero, y yo estaba segura de que había salido de la colección con tapas de madera de la habitación oculta. A su lado había una caja de rapé y un frasquito, similar a un pomo de perfume, que contenía aproximadamente una onza de un líquido pardo y espeso.

– Toma.

Le pasé una copa llena a Adair y me serví otra para mí, aunque no tenía intención de bebérmela toda. Solo un sorbo para convencerle de que no había nada anormal. Él parecía muy embriagado por el opio, pero yo sabía que el opio solo no tenía potencia suficiente para hacerle dormir.

Volví a ocupar mi sitio junto a sus pies y miré hacia arriba con lo que esperaba que él tomara por adoración y preocupación.

– Has estado muy alterado estos días. Es por el problema con Uzra. No lo niegues. Es normal que estés dolido por lo que ocurrió, la habías tenido contigo desde hace cientos de años. Tenía que importarte algo.

Él suspiró y dejó que yo le ayudara a alcanzar la boquilla. Sí, estaba ansioso de distracción. Parecía enfermo, lento de movimientos e hinchado. Puede que estuviera sufriendo por haber matado a la odalisca; puede que le asustara dejar aquel cuerpo para ocupar el siguiente. Al fin y al cabo había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho. Puede que el tránsito fuera doloroso. Puede que tuviera miedo de las consecuencias de otra mala acción, añadida a la larga lista de pecados que ya había cometido, de que se le pedirían cuentas algún día.

Después de un par de bocanadas, me miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Tienes miedo de mí?

– ¿Porque mataste a Uzra? Tendrías tus razones. No soy quién para discutirlas. Así son las cosas aquí. Tú eres el amo.

Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en el alto respaldo del sillón.

– Siempre has sido la más razonable, Lanore. Con los otros es imposible vivir. Me acusan con la mirada. Son fríos, se esconden de mí. Debería matarlos y empezar de nuevo.

Por el tono de su voz supe que no se trataba de una amenaza vacía. En otro tiempo había hecho lo mismo con otro grupo de secuaces. Los había aniquilado en un arrebato de furia. Para tener una vida que supuestamente duraría una eternidad, nuestra existencia era precaria.

Procuré no temblar mientras seguía acariciándole la frente.

– ¿Qué había hecho Uzra para merecer su castigo? ¿Quieres contármelo?

Adair me apartó la mano y volvió a aspirar de la boquilla. Yo cogí la botella y le serví otra copa. Le dejé que me acariciara torpemente la cara con sus manos asesinas y seguí sosegando su conciencia con insinceras declaraciones de que estaba en su derecho al matar a la odalisca.

En cierto momento, él retiró mi mano de su sien y empezó a acariciarme la muñeca, siguiendo las venas.

– ¿Te gustaría ocupar el puesto de Uzra? -preguntó con cierta ansiedad.

La idea me sobresaltó, pero procuré que él no lo notara.

– ¿Yo? No te merezco. No soy tan bella como Uzra. Nunca podría darte lo que ella te daba.

– Puedes darme algo que ella no me daba. Nunca me lo dio, nunca. Me despreció todos los días que estuvimos juntos. En ti siento… Hemos pasado momentos felices juntos, ¿verdad? Casi diría que ha habido momentos en los que me amabas. -Acercó la boca a mi muñeca, su fuego a mi pulso-. Yo haría que te resultara más fácil amarme, si tú quisieras. Serías solo mía. No te compartiría con nadie. ¿Qué me dices?

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